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Sorihuela de Guadalimar es un municipio de Jaén en el que al comenzar la Guerra Civil había poco más de 1.500 habitantes censados. Desde las elecciones de febrero de 1936, en las que ganó el Frente Popular, los ánimos estaban crispados. Hay numerosas referencias a enfrentamientos con la corporación municipal y sus secuaces, pertenecientes a la coalición de los partidos de izquierdas. El alcalde y otros miembros de estos partidos se paseaban por el pueblo intimidando a los militantes de los partidos de la derecha, especialmente a los que habían tenido responsabilidades en el Ayuntamiento como cargos electos de los partidos de derecha. La Causa General recoge varios testimonios en este sentido. Uno especialmente significativo ocurrió en la terraza de un bar del municipio en el que se encontraban cinco militantes de Falange Española (FE). A ellos se acercaron varios militantes de partidos de izquierdas que salían de la Casa del Pueblo y se acercaron a ellos intentando obligarles a saludar con el puño en alto. La respuesta fue un saludo romano y un grito de ¡Arriba España! Poco después era detenido, acusado de provocación, el líder local de FE.
Por eso no es de extrañar que los miembros del comité revolucionario formado al inicio de la Guerra Civil tuviera preparados los listados de los derechistas que debían ser detenidos. El 20 de julio, solamente dos días después del levantamiento militar en la Península, fueron detenidas tres docenas de personas y encerradas en las escuelas municipales. De allí, una semana después, fueron conducidos a la Iglesia Parroquial.
Uno de los supervivientes de aquella detención, de nombre Celso, había sido detenido cuando tenía 17 años por pertenecer a una familia de costumbres tradicionales. Es decir, católicos con ideología de derechas. Hace unos años contaba que:
Fui detenido, en plena guerra civil, y me encerraron en la Iglesia. Allí había un par de docenas de hombres que todo el delito que habían cometido es ser de derechas.
Dormíamos en el suelo, sobre las baldosas, sin ninguna colchoneta ni mantas, y un par de veces al día nos daban algún mendrugo de pan, arenques o tocino y ese era todo el alimento durante meses.
Cierto día, de madrugada, se abrió la puerta y penetraron varios mozalbetes portando sendas varas de olivo y denotando estar embriagados. Sin mediar palabra alguna comenzaron a descargar palos a todo el que se hallaba más cerca, hasta que se les cansaron los brazos y se marcharon.
En el suelo quedaron algunos gravemente heridos y no se les prestó ningún tipo de asistencia médica. Esto se repitió varios días a la semana y cada vez quedaban heridos varios, algunos llegaron a fallecer y se los llevaban.
Yo, por mi edad, me escondía y los toreaba no llegando a golpearme nunca pero me hice a la idea de que algún día me tocaría pues cada vez éramos menos los que quedábamos ilesos.
Fue por esto que les rogué a varios que me auparan hasta llegar a uno de los ventanucos y lo conseguimos, rompí el cristal y me descolgué a la calle pero con tan mala fortuna que, por estar el piso de la calle más bajo que el de la Iglesia, me rompí las dos piernas, una de ellas con los huesos fuera de la piel, y así, arrastrándome, conseguí llegar a mi casa.
Mi buena madre se asustó al verme en aquel estado; cogió una sábana, la hizo tiras y me vendó ambas piernas. Así estuve, escondido, hasta que finalizó la guerra y mi madre me pudo llevar a un Médico. Fueron muchas las operaciones que tuvieron que hacerme pero que no lograron salvar una de mis piernas y me la tuvieron que amputar.
Nadie sabe lo que tuve que soportar encerrado en mi casa, por el miedo a que un día se presentaran y me volvieran a encerrar, y sufriendo tremendos dolores que no se podían calmar por la falta de medicamentos.
Luego supe que de los que había encerrados habían muerto varios a palos y al resto los fusilaron.
Y me decía: Mira la placa que hay en la Cruz de los Caídos y podrás leer el nombre de los que fueron asesinados y todo su delito fue no pensar igual que sus asesinos.
Una de esas placas que la Ley de Memoria Histórica se empeña en eliminar para borrar los recuerdos de los crímenes cometidos por la izquierda durante la Guerra Civil.
La noche del 29 al 30 de julio se llevó a cabo la matanza de los presos derechistas de esa localidad. Éstos, que habían sido sometidos a palizas como las descritas por Celso, todavía tuvieron que sufrir nuevas salvajadas.
Los milicianos entraron a la Iglesia Parroquial armados con palos, cuchillos y armas de fuego. Allí empezaron una matanza que no se diferencia mucha de las que cometieron estos militantes socialistas, comunistas y anarquistas en otros pueblos de España.
Ángel Sánchez Manjón estaba casado, tenía 43 años y había sido concejal del municipio por la CEDA. Fue apaleado hasta caer incosciente y luego rematado de un disparo en la sien. Cuando sus familiares fueron a reconocer el cadáver al cementerio presentaba varios cortes por arma blanca en uno de sus costados.
El sacerdote Fernando Martín Torres era el sacerdote del pueblo. Fue el primero en ser asesinado ante la presencia del resto de detenidos. Se le obligó a vestirse para misa y se le subió al altar de la Iglesia. Allí empezaron a darle gopes con palos en la cabeza hasta matarlo de tan brutal manera.
Juan Antonio Victoria Ruiz era el médico local. Pertenecía a Falange y era conocido en el municipio por la asistencia que daba, en algunos casos de forma gratuita, a todos los habitantes. Pero había sido señalado por los milicianos porque fue el alcalde del pueblo durante la dictadura de Primo de Rivera. Tenía varias propiedades y los milicianos querían hacerse con ellas. Le rompieron los brazos a golpes y le llevaron al Ayuntamiento, era de madrugada por lo que las autoridades municipales colaboraron con el traslado, y le intentaron forzar a que cediera todos sus bienes a la Casa del Pueblo. Como le habían partido los brazos, no pudo hacerlo. Entonces decidieron cortarle el dedo en el que llevaba un anillo de oro y luego le dispararon en la cabeza.
Luis Segura Gómez, de 57 años, y su hijo Luis Segura Sánchez, de 26. Fueron apartados del grupo y el padre fue obligado a ver las torturas a las que fue sometido su hijo antes de asesinar a los dos.
Especial crueldad mostraron con Pío Labrador Sánchez, de 69 años, a quien los milicianos mutilaron los genitales y se los clavaron con un alambre en la nariz. Luego le golpearon hasta que perdió el sentido y, finalmente, le dispararon un tiro de gracia.
Antonio Segura Romero, de 36 años y afiliado a Falange, fue apaleado y luego asesinado. Aurelio Serrano Medina, de 57 años, fue asesinado tras recibir varios golpes que lefracturaron los huesos de un brazo al defenderse. Blas González Mendoza, abogado falangista de 32 años, presentaba varios disparos de arma de fuego, ninguno de ellos era mortal por sí solo. Domingo Labrador Romero, de 40 años, había sido alcalde y fiscal municipal por el Partido Agrario. Eustaquio Romero Labrador, asesinado de un disparo en la cabeza. También fueron asesinados aquella noche Luis Peña Serrano, de 44 años; Mariano González Labrador, de 58 y Roque Segura Sánchez.
Tras la matanza de esa noche en la Iglesia Parroquial convertida en prisión, fueron asesinadas las hermanas Montoro Romero, Petra, de 63 años; Marta, de 66; y Natalia, de 69. Las llevaron la noche del 29 de noviembre de 1936 al puente sobre el río Guadalimar donde fueron asesinadas y arrojadas a la corriente. Sus cuerpos fueron recuperados días después y presentaban heridas de arma blanca y de armas de fuego.
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