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Una institución -o bien la persona que la encarna- que no cumple su misión, es una institución muda. En Dios, palabra y acción se identifican. En el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios, palabra y acción también deben acompasarse tal y como el Señor dio a entender cuando dijo refiriéndose a los Fariseos: haced lo que ellos dicen pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen. Y la palabra humana cuando es coherente y va acompañada por la acción, es también creadora y en ese sentido cumple su misión facilitando lo necesario a la sociedad a la que sirve.
Resulta una evidencia que la Universidad española está en este sentido muda, no siendo esta una cuestión reciente sino que es algo que se lleva arrastrando cien o incluso doscientos años. Y como además afecta muy directamente a las minorías rectoras de la sociedad y no es cosa de dar ahora explicaciones aventuradas, creo útil reproducir –no literalmente- los párrafos más significativos de un libro que recopila una serie de artículos de prensa de Ramiro de Maeztu, uno de cuyos capítulos “Epílogo para estudiantes” se dedica precisamente a la Universidad. Los textos se han extraído del libro Los intelectuales y un epílogo para estudiantes, Ediciones Rialp, Madrid 1966 y fueron escritos en el primer tercio del siglo XX.
El actual escolar no deja de estudiar, pero está disperso, sindicalizado…estudia, pero es frío. Y es que el ideal no ha de buscarse en la especialidad sino en la generalidad a la que con la especialidad se trata de servir. Los estudiantes más sensibles advierten el vacío que ha dejado en ellos la falta de una segunda enseñanza severa. Porque no es en las ciencias sino en las letras donde podrán encontrar el ideal perdido.
Sin embargo en vez de dar primacía a las enseñanzas clásicas se ha preferido una enseñanza de cultura general y utilitaria y así es como el mismo alumno que no está preparado para la ciencia de la Universidad, lo está y de modo excelente para creer en cualquiera de esas doctrinas que sugestionan a las masas con la idea de un progreso inevitable resultado de la revolución social. Por el contrario un joven que ha empleado varios años de esfuerzo en poder entender un texto latino, es muy difícil que se aliste en los partidos revolucionarios porque no será fácil que crea que la magia de una revolución pueda lograr los beneficios que no obtienen los pueblos sino por la perseverancia en el trabajo y la disciplina siendo así como se va formando un espíritu al tiempo crítico y creador.
Hemos creído que la enseñanza superior era una mera ampliación de la secundaria cuando es casi lo contrario. Los años de Universidad deben serlo de preparación, de formación y no de acción. Si los estudiantes no estudian, el progreso de un país es imposible. Como la voluntad tiene tanta importancia en la formación definitiva de cada uno, es muy difícil apreciar los diversos talentos, por muchas pruebas psicológicas que se hagan. La distinción más general ente los estudiantes es la que existe entre los que se han educado en casas donde hay libros y lo que vienen de familias que no leen. Los universitarios no podrán rendir al pueblo los servicios que éste tiene derecho a esperar de ellos sino en la medida en que su cultura y disciplina sea superior. Las dos terceras partes de la población dependen estrictamente del uno por ciento de personas que reciben las enseñanzas superiores cuyo valor social es superior al de los ignorantes.
El principal problema es pues el del descuido de los estudios clásicos como puerta de entrada a la Universidad. Hemos abaratado la enseñanza superior. Abaratado en todos los sentidos. Se los ha hecho accesibles a todo el mundo, lo que estaría bien si consistiera en abrir camino a los talentos. Pero hemos sido igualmente generosos con los carentes de talento. El cedazo menudo de la enseñanza superior, que sólo deben pasarlo los sutiles, se ha convertido en un aro por donde ha pasado el que ha querido.
Y no es chico problema tampoco el que la elaboración de planes de enseñanza haya estado a cargo de revolucionarios que tienen más confianza en un provenir desconocido que en la experiencia de la civilización. Cuanto más civilizado es un pueblo más necesita de unas jerarquías complicadas, en cambio en el bosque amazónico todos los hombres son iguales y manda el de mejores puños. El ideal de una cultura consiste en lograr que no haya un solo hombre que se pueda sustituir por otro, con lo que esa misma cultura está llamada a desaparecer a manos de la revolución socialista que ha convertido a la enseñanza superior en escuela de marxismo y de especialidades de orden práctico en las que un hombre siempre puede ser sustituido por otro. Además ha habido un inmenso descuido gobernante que ha permitido que durante décadas las cátedras llaves sean ocupadas por profesores descontentos de su posición social y de su patria y que en vez de hacer de sus alumnos servidores disciplinados y entusiastas, siembren en su ánimo los gérmenes de la rebeldía. Este descuido ha tenido fatales consecuencias y nos ha condenado a vernos gobernados por quienes sacrifican la historia a las utopías o a las propias convicciones.
No podemos cifrar nuestra esperanza en el mero progreso económico, si no la ponemos al tiempo en una acción de la justicia que ha de fundarse en la moralidad y en las buenas leyes. Hemos buscado la abundancia, la hemos logrado, pero no hemos visto que al sobrar los productos sobra también el hombre. No es que la abundancia no sea deseable, sino que ahora vemos que sólo se pueden gozar los beneficios cuando hay también trabajo para todos. La fe en las máquinas no es sino idolatría y la alternativa del socialismo solamente conduce a la opresión y a la miseria porque es una ideología que prefiere mandar y que haya hambre a servir estando todos hartos.
Concluyamos nosotros ahora que estando claramente probado, tal y como resulta de su programa máximo de 1888, que el socialismo tiene como meta final la supresión de las clases, conviene notar además que este programa máximo, recogido en el artículo 3.6 de los actuales estatutos del PSOE, no abarca ya tanto la supresión de las clases, meta más bien adaptada a las circunstancias de 1888, cuanto, tal y como resulta ya evidente, la disolución no solamente de las estructuras económicas de la sociedad capitalista sino también y principalmente de la totalidad de las instituciones en las que se articula la sociedad, desde la familia natural, cada vez más asfixiada por la ideología de género, pasando por las educativas, sanitarias o culturales hasta llegar a las instituciones del Estado cuya independencia va desapareciendo progresivamente fagocitadas todas, independientemente de su función normativa, administrativa, judicial, consultiva o de control, por los partidos políticos, todo ello apoyado -eso si- por una nube de medios informativos debidamente subvencionados.
En consecuencia podemos decir que la labor del socialismo se centra hoy en la politización de todas las instituciones –públicas o privadas- a las que pone al servicio de la ya referida disolución. Con ello, las corrompe desde dentro de modo que no puedan ser garantía de libertad frente al poder despótico al que aspiran. Pero lo peor no es esto, sino la inconsecuencia liberal que acepta la participación del socialismo en las instituciones políticas democráticas cuando sabe que el socialismo puede fácilmente beneficiarse de las libertades mismas para finalmente estrangularlas.
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