17/05/2024 04:58
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Esta es la segunda parte del repaso al libro Etiquetas, de Evelyn Waugh. La primera parte está aquí.

Empieza el crucero y Waugh hace distintas reflexiones sobre el viajar, en particular en un crucero, y el hacer turismo, especialmente sobre los turistas británicos.

Capítulo 3. Empieza el crucero

 

La cultura del gentleman inglés:

… Es un producto de las escuelas privadas y la educación universitaria inglesas. En realidad, es casi su único producto que no se puede adquirir mejor y más barato en cualquier otra parte. Los extranjeros cultos carecen de él, lo mismo que esos ingleses admirablemente informados que se han educado en escuelas secundarias, colegios técnicos y las universidades modernas, o en los Reales Colegios Navales de Dartmouth y Greenwhich. Me inclino a creer que prácticamente carece de valor, pues consiste en un vago conocimiento de historia, literatura y arte, un interés de aficionados por la arquitectura y la indumentaria, por las instituciones sociales, religiosas y políticas, por el teatro, las biografías de los principales personajes de cada siglo, unas pocas anécdotas y chistes memorables, fragmentos de diarios, correspondencia e historia familiar. Todos estos tentempiés y golosinas eruditos se fusionan en un todo más o menos homogéneo y coherente, de manera que el inglés culto tiene una sensación del pasado en una serie continua de claros y bonitos tableaux vivants.

El turismo industrial:

Los cruceros de placer se han desarrollado durante los últimos veinte años. Anteriormente solo los muy ricos, poseedores de sus propios yates, podían permitirse este pausado paseo de puerto en puerto. Es una nueva forma de viaje y ha producido una nueva clase de viajero que, sin ninguna duda, contribuye de una manera considerable al talante determinado de nuestra época.

 

Y el viaje antiguo:

Grand Tour, la gran gira europea, que es invariablemente varón, joven y recién salido de la universidad, de buena cuna y rico, suele viajar en su propio vehículo y con sus propios criados; es posible que le acompañen algunos amigos o un tutor, siempre tiene un par de pistolas y numerosas cartas de presentación; un correo cabalga por delante de él para prepararle sus habitaciones; cena en las embajadas y legaciones británicas y está presente en las cortes extranjeras; admira los mármoles italianos, la ópera; los jardines y parques no le parecen en modo alguno superiores a los de su propio país; lleva un diario; tiene unas relaciones amorosas bastante aventureras; tal vez se bate en duelo; recorre Francia, Italia, Austria y Alemania de esta manera, bailando, observando, comentando; entonces regresa al cabo de un año o año y medio con baúles llenos de regalos para sus hermanas y primas, y tal vez algunas esculturas para distribuirlas por la casa, un bronce antiguo o unos grabados; está plenamente equipado para las tareas de la legislación y, excepto en el recuerdo, no repite la experiencia.

Y la transición de uno a otro:

… hacia 1860 la prosperidad de la clase media y el transporte mecánico produjo un nuevo tipo: los Jones, Brown y Robinson de los libros ilustrados, el padre de familia de Punch. Por regla general, el padre de familia viaja con su esposa y sin hijos… ha vivido siempre en Inglaterra, ha trabajado con ahínco y le ha ido bien; está «en el continente» para pasar tres semanas o un mes; es muy celoso del prestigio de su país, pero cree que lo preservan mejor unos modales algo jactanciosos con los dueños de los hoteles y el rechazo a dejarse engañar, que la escrupulosa observación de la etiqueta por parte de su predecesor; recela mucho de los extranjeros, basándose sobre todo en que carecen de baños, disimulan sus comidas con salsas extrañas, están oprimidos por sus dirigentes y sacerdotes, no son honrados y sí inmorales y peligrosos, y hablan una lengua absolutamente incomprensible… con su llegada comienza el innoble negocio de fabricar baratijas para turistas, horribles pisapapeles de madera o piedra del país, ornamentos de diseño espantoso o artículos de bisutería para que se los lleve como recuerdos.

 

Pisándole los talones llega la solterona viajera, que sigue con astucia la pista del capellán protestante inglés; es experta en la preparación de té de alcoba, y tiene arruruz y galletas en su maletín de viaje, así como un cálido pañolón para abrigarse cuando se pone el sol. Para ella las instalaciones sanitarias inadecuadas están ligadas a las supersticiones del papismo.

 

El turismo de bota campera:

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A comienzos del siglo XX el señor Belloc inventó una nueva clase de viajero, de nuevo varón, aunque imitado desastrosamente por mujeres emancipadas.

 

También ha tenido lugar la irrupción del automóvil. El tráfico turístico ya no está limitado a los ferrocarriles… la influencia de El camino a Roma todavía determina las experiencias viajeras de gran número de ingleses inteligentes. Existe un nuevo tipo de viajero representado por casi todos los hombres y mujeres jóvenes a quienes les pagan por escribir libros de viajes.

 

Se cree en el deber hacia el editor que le ha costeado los gastos de tener el mayor número posible de experiencias atroces. Sostiene la opinión defendible, pero no incontrovertible, de que la gente pobre y de mala fama es más divertida y representativa del espíritu nacional que la gente rica. En parte por esta razón y en parte porque los editores, por naturaleza, no están dispuestos a ser puramente caritativos, viaja y vive de un modo económico, e invariablemente se le acaba el dinero. No obstante, encuentra un placer especial en la incomodidad.

 

A medida que escalan trabajosamente cada pico de su ascensión, que van marcando la lista de monumentos programados una vez vistos, el horizonte retrocede más ante ellos y el paisaje se eriza de bellezas ineludibles. Y cuando uno está sentado a una mesa de café, jugueteando apáticamente con el cuaderno de dibujo y el aperitivo, y los ve pasar, tambaleantes, vierte unas lágrimas, no del todo irónicas, por esos pobres desechos humanos, atrapados así y magullados por la maquinaria de la elevación social.

Ventajas de los cruceros:

… incluso el peor de los barcos tiene algunas ventajas sobre el mejor de los hoteles. El personal de servicio casi siempre es mejor, probablemente porque su responsabilidad por el bienestar del cliente es más directa. Por otro lado, uno se libra de la codicia azarosa y desorganizada que caracteriza la vida de hotel: un barco no es por sí mismo una máquina de hacer dinero. Has adquirido el pasaje en la agencia y pagado tu dinero. El cometido del barco es llevarte a donde quieres ir y procurarte la máxima comodidad posible durante la travesía; no cuentan tus baños y tus tazas de té, no hay regimientos de chiquillos uniformados que hacen girar las puertas giratorias y esperan propinas.

 

Los camareros pertenecían a esa raza cosmopolita y políglota, noruegos, suizos, británicos, italianos, que proporciona los sirvientes del mundo.

 

En cuanto a las comidas, teniendo en cuenta las limitaciones de almacenamiento en frío, eran exquisitas, y su sucesión casi continua. Uno de los principios del servicio a bordo parece ser que los pasajeros necesitan alimentarse cada dos horas y media. Supongo que en tierra el hombre medio civilizado se limita a dos o, como mucho, tres comidas al día. En el Stella todo el mundo parecía comer constantemente.

 

Para el auténtico esnob viajero, los choques repetidos con la autoridad en aduanas y comisarías constituyen la mitad de la diversión de viajar. Pasarte horas en una barraca con corrientes de aire mientras un campesino balcánico, vestido como un oficial de estado mayor alemán, sostiene al revés tu pasaporte y te catequiza en un francés intolerable sobre los nombres cristianos de tus abuelos, perder el equipaje y el tren, ser chantajeado por fascistas adolescentes y manoseado bajo los brazos por inspectores sanitarios en busca de signos de infección epidémica son experiencias gratas y dignas de ser registradas.

 

Otra objeción es que tu llegada coincide inevitablemente con una gran afluencia de otros visitantes, lo cual ocasiona una erupción antinatural de rapacidad entre los habitantes de las poblaciones más pequeñas. Uno se inclina a aceptar la impresión de que toda la costa mediterránea está poblada exclusivamente por mendigos y vendedores de recuerdos. Además, cada lugar que visitas está relativamente lleno de gente.

 

Incluso cuando viajas en un barco pequeño y este atraca en una gran ciudad, en tierra ves mucho a tus compañeros de viaje. Te encuentras con ellos en tiendas, iglesias y clubes nocturnos; se ruborizan, profundamente turbados, cuando los descubres en lugares menos honorables y, a la mañana siguiente, te guiñan maliciosamente el ojo; toman dinero prestado en los casinos, explicando que los han «limpiado» y están seguros de que la próxima vez saldrá su número.

 

Un tipo de pasajero especialmente interesante, que abunda en los cruceros, es la viuda de edad mediana con una situación económica desahogada. Ha dejado a sus hijos a buen recaudo en pensionados dignos de toda confianza, sus criados son fastidiosos, y se encuentra en poder de más dinero del que estaba acostumbrada a manejar.

Es difícil librarse de comprar algo, y las viudas compran cualquier cosa que les ofrecen. Supongo que el hábito del gobierno de la casa tiene rienda libre tras veinte años de comprar bombillas, albaricoques en conserva y ropa interior de invierno para los niños. Se vuelven expertas en el regateo y se las ve en el salón, después del café de la tarde, mintiéndose unas a otras de una manera prodigiosa, como los pescadores de las revistas cómicas, comparando precios y pasando sus adquisiciones de mano en mano en medio de los murmullos de admiración y las anécdotas competitivas.

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Si uno tiene poca experiencia viajera y ningún conocimiento del idioma del país, es inevitable que sea objeto de numerosos engaños. Todos los rufianes de cada nación parecen concentrarse en el tráfico turístico.

 

El crucero ha arrancado y parará primero en Nápoles.

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