17/05/2024 08:03
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Quien no conozca las obras de Evelyn Waugh, se está perdiendo algo. Tampoco es que pueda yo sacar pecho, porque solo he leído Retorno a Brideshead y Los seres queridos. Pero estoy recuperando el tiempo perdido.

Waugh (la forma más aproximada de pronunciarlo es Bau, o Vau para quienes pronuncian la v a la valenciana) fue un inglés de clase media adosado a la alta que describe magistralmente ese ambiente de gente que se dedica a vivir en el sentido de “a vivir que son dos días”. Se convirtió al catolicismo, pero este libro, que describe un crucero por el mediterráneo en el año 1929, es anterior a su conversión.

Waugh consigue hacer vivir la experiencia de un crucero. Incluso creo que le haría sentir las experiencias de forma más clara y consciente a quien habiendo hecho el crucero leyera después el libro. Se puede leer aquí: Etiquetas – Telegraph

Como siempre, traigo unos extractos que permiten valorar el libro y disfrutar de algunos momentos; los que más me han gustado. Esta es la explicación del título:

Titulo este libro Etiquetas porque todos los lugares que visité durante mi viaje ya están perfectamente etiquetados.

Sobre París y su vida nocturna:

 

París es espurio por su falta de auténtica nacionalidad. Nadie puede sentirse extranjero en Montecarlo, pero París es cosmopolita en el sentido diametralmente opuesto, que convierte a todo el mundo en extranjero. Londres, pese a sus deficiencias en todos los atributos que hacen una ciudad habitable, es por lo menos británica.

 

Detrás de la industria que consiste en fabricar vestidos femeninos existe un mundo inescrutable del que uno a veces tiene un tentador atisbo, o percibe un reflejo, y que parece prometer, a cualquiera que tenga la dicha de penetrar en esa sociedad cerrada, un suelo literario rico y casi virgen. La alta diplomacia de los couturiers; el espionaje de los copistes; las maliciosas señoras de los senadores que disfrazan a sus doncellas para que puedan asistir a los desfiles de modelos; los secretos, intrigas y traiciones de los ateliers; las sencillas vidas privadas de las modelos y vendeuses, el genio que vive en una buhardilla y concibe prendas de vestir que jamás verá para hermosas mujeres a las que nunca conocerá, el gran diseñador que le roba las ideas; la vida del vestido cuyo carácter conforma, modifica y enriquece el impacto de cada personalidad a través de cuya mente pasa; su conversión, finalmente, en un objeto real… ¡Qué mundo para saquearlo!

 

Todo británico de pura cepa vive bajo la manía persecutoria permanente de que alguien siempre trata de impedirle tomar un trago… Una vez el inglés, en el extranjero, se ha convencido de que puede adquirir vino, cerveza o licores siempre que los desee, lo normal es verle adoptar la rutina a la que se ha acostumbrado. No se levanta temprano a la mañana siguiente, tras haber bebido copiosamente, ni prescinde del sueño cotidiano por el placer de tomar unas copas de champaña cuando ha quedado atrás la hora de acostarse. No les sucede lo mismo a los americanos, para quienes cada nueva botella está envuelta en un aura de encanto legendario. Dotan al antiguo y prosaico negocio de vender vino del atractivo que el inglés reserva al antiguo y prosaico negocio de regentar un burdel. Estos americanos deslumbrados, y no solo los turistas, sino también los residentes, son los que mantienen activa la vida nocturna de París.

 

… me mostraron un personal esnob que era nuevo para mí y que, por lo, que he visto, es absolutamente desconocido en Londres, es decir, la jerarquía del alto demi-monde, las mantenidas de los ricachos, todas ellas famosas y que, sin tener ninguna posición social ni círculo de amistades, son capaces de establecer la reputación de elegancia de las tiendas de alta costura y los restaurantes. Saludé modestamente a unos conocidos míos, sencillos y de aspecto pobre, mientras me señalaban aquellas celebridades.

 

Finalmente, a las cuatro de la madrugada, fuimos al Brick-Top’s, un cabaret de negros realmente íntimo y delicioso. Brick-Top vino y se sentó a nuestra mesa. Parecía la persona menos fraudulenta de París. Al salir del local era pleno día. Entonces nos dirigimos a las Halles y tomamos una excelente y picante sopa de cebolla en Le Père Tranquille, mientras una de las jóvenes de nuestro grupo compraba un manojo de puerros y se los comía crudos. Pregunté a mi anfitrión si todas sus noches eran como aquella, y él respondió que no, que tenía la costumbre de quedarse en casa por lo menos una noche a la semana para jugar al póquer.

 

Más o menos en el tercer alto del peregrinaje que acabo de describir empecé a reconocer las mismas caras que se cruzaban una y otra vez en nuestro camino. Aquella noche parecía haber como un centenar de personas en Montmartre, y todas hacían el mismo recorrido que nosotros. En cada cabaret variaban las bailarinas profesionales empleadas por la casa (de identidad, pero muy poco en cuanto al tipo), pero la clientela era en gran parte la misma.

 

El otro incidente sucedió en un club llamado Le Grand Écart. Quienes gozan con el aroma de la palabra «época» tienen aquí una oportunidad de reflexionar en el cambio que sufrió esta frase cuando el París de Toulouse-Lautrec cedió el paso al París de Monsieur Cocteau. Originalmente significa «despatarrada», esa exigente figura de baile en la que la bailarina desliza los pies cada vez más lejos hasta que su cuerpo descansa en el suelo con las piernas en línea recta a cada lado de ella. Fue así cómo La Goulou, La Mélonite —esa Ménade de la decadencia— y todas las alegres chicas del Moulin Rouge se acostumbraron a completar su pas seul, con una picaresca revelación de muslo entre la media de seda negra y la enagua con volantes, mientras los impresionistas tardíos aplaudían a través de una nube de absenta.

 

(si uno es descuidado por naturaleza y tiene un aspecto apacible, debe añadir alrededor del 10 por 100 a todos sus gastos en Francia y el 20 por 100 en Italia, porque los habitantes de esos países, con quienes el turista entra en contacto, no suelen ofrecer el cambio correcto hasta que el incorrecto ha sido rechazado.

El viaje a Montecarlo (capítulo 2):

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A cada cuarto de hora, más o menos, tenían que decirse: «¿Seguro que estás bien, cariño?». Y el otro replicaba: «Perfectamente, de veras. ¿Y tú, vida mía?».

 

Aclaración: Waugh no lo dice, pero se trata de él y su esposa. Al acabar el viaje, esta le dijo que le había sido infiel con un amigo común, lo que metió a Waugh en una crisis personal. Al año siguiente fue recibido católico. Había sido bautizado como anglicano, aunque dejó de practicar en su juventud.

El casino:

La versión del productor cinematográfico de las salles privées con cortesanas enjoyadas y grandes duques que lucen sus galones es cosa del pasado. En la actualidad, por la noche, esas famosas salas parecen la estación de Paddington en las primeras semanas de agosto. Hay hileras de solteronas muy mal vestidas que juegan metódicamente la apuesta mínima cuando las posibilidades son del 50 por 100; hombres jóvenes que parecen, y probablemente son, contables de vacaciones; unos pocos militares retirados a quienes impulsa la avaricia y numerosos alemanes de feo aspecto. Admiré la destreza de los crupiers, sobre todo los que repartían las cartas con unas varas de madera aplanadas.

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