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Que los aquelarres espantaran y fueran reprimidos, nos parece de lo más normal. Lo de la cueva de Zugarramurdi fuera una nimiedad comparado con los represaliados por las “inquisiciones” protestantes, que se llevaron a miles de mujeres por delante. Y sin justificarlo, entendemos el pasmo de los paisanos navarros al pensar a que el Diablo podía acechar sus hogares y la intimidad de su alma. Los aquelarres tienen sus raíces en ritos que aparecen en muchas culturas a modo de transformaciones catárticas, donde las drogas, los bailes rítmicos, las sugestiones colectivas llevan a la pérdida de la conciencia que arrastran las ánimas hacia los esperpentos de las alucinaciones. Los aquelarres transportan el alma a un nuevo estado de conciencia donde se goza del placer de la irrealidad, la confusión de la identidad y se abraza no existente como el único mundo posible.

 

Adentrarse en este fenómeno antropológico y pensar en lo que ocurre en nuestra querida y desgastada piel de toro, es todo uno. Los males vienen de muy atrás y las raíces están ahondadas en ciénagas ponzoñosas demasiado profundas para querer describirlas aquí. Pero las manifestaciones de este envenenamiento colectivo, se nos manifiesta cada vez con más claridad. Los ritmos protervos de estos tiempos, cada vez más acelerados, nos han hecho creer que incluso hay socialistas buenos en España (¿?). Peor aún, los efectos hipnóticos del aquelarre han convencido a mucha gente que incluso Felipe González es buen español (¡hasta parece de derechas!). Pero no se despisten, es pura alucinación. No lo sabíamos, pero con camaradas de su calaña ya habían empezado el aquelarre un trágico 6 de diciembre en el que se inició el Régimen del 78. Con el tiempo, la fiesta empezó a desmadrarse y llegó un tal Zapatero. Con él, la realidad empezaba a deshilacharse, aunque los descosidos ya venían de atrás. Y luego, el de la ceja arqueada hizo bueno, al de la egolatría cutre-narcisista que se llama Pedro Sánchez. Y con él, el vestido de princesa de la cenicienta, que nos trajo la Transición, se ha convertido en harapos.

 

En la Transición no se vestía a una nueva sociedad, se le ponía simplemente un disfraz; un embozo que ahora yace en el suelo hecho girones. La realidad nos ha desnudado como se desnudan los participantes de los aquelarres. Estamos desnudos, como el Rey de la fábula al quien nadie se lo quiere mentar. España en poco menos de un año ha quedado con los andrajos colgando. El gobierno ha endeudado a tres generaciones consecutivas de españoles; ha negado la mayor y mantiene unas competencias autonómicas que desgarran, más si pueden, la piel de toro en la que nos asentamos. Para conseguir unos pésimos e inútiles presupuestos se ha entregado España a etarras y separatistas catalanes. Pedro Sánchez no ha vendido España por un plato de lentejas, sino por un simple plato.

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Un plato donde podrá babear su soberbia convenciéndose que es el Mahadí (Salvador del final de los tiempos) prometido a los musulmanes. Será por ello que, cual nuevo Sisberto, Pedro Sánchez acompañado de Oppas (¿Pablo Iglesias?), ha abierto las puertas de la Península al nuevo Táriq. Hoy, las huestes de Táriq llegan vía Canarias. Ahí desembarcan con móviles de última generación, dinero plástico, documentación alauita y exigiendo ser acogidos en Hotel de cinco estrellas. Es lo que tienen las invasiones, que agotan mucho y necesitan unos meses de Resort susodichos invasores. Una ayudita y a seguir invadiendo. España ya está partida, pero aún no repartida. ¿Cataluña para los moros? ¿Madrid para Soros? ¿Vascongadas para Bildu con una guinda llamada Navarra? Baleares y Valencia para la Ciudad Condal? ¿Nada para Aragón o Galicia? ¿Cantabru para los santanderinos y bable para los “asturianus”? A todos le tocará algún despojo del cadáver. Los socialistas se encargarán de ello. Hay que repartir los bienes … y los males.

 

Los aquelarres son, hemos dicho, catarsis. En ellas la conciencia individual agoniza y la colectiva se agrieta en medio de ensoñaciones imposibles. El sistema alucinatorio nos hace creer una cosa y la contraria: nos aterroriza un virus y negamos su existencia; nos prometen cura gratis, pero hay que pagarla con la libertad; el Paraíso caribeño prometido se parece sospechosamente a Cuba; los leales servidores y beneficiados del Estado son los enemigos de España; el Ejército se transforma en un escaparate para relamer a los pocos patriotas que quedan, mientras se les humilla constantemente haciéndoles tragar carros y carretas. Nada importan sus muertos asesinados por ETA o los cuarteles que se entreguen a los peneuvistas arteros. De todas formas, poco importa. Ya no hay casi ejército, ni soldada, ni moral de victoria. Sólo ganas de prosperar, cobrar y esperar llegar a la reserva para decir lo que un General piensa de veras.

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En los aquelarres, bajando a los abismos de lo irreal, se entonan mantras y se aclaman a dioses muertos. En nuestra barahúnda particular, oímos griteríos de fondo pidiendo la salvación a la divinidad casi muerta que no quiso ser santo (un entonceces todavía príncipe, ante Álvaro D´Ors dixit). ¡Viva Felipe VI! Son gritos abisales que se confunden con los mantras de la Constitución, como quien recita rogativas a los dioses que nos han de salvar del Caos. Pero no hay dioses. Mejor dicho, sin Dios sólo persiste el Caos y esto es lo que eligieron los padres de la Constitución. Dios molesta en los aquelarres, pues ese es el momento en que los hombres creen ser dioses y su anarquía la única ley. Nunca creímos que un virus pudiera desnudar nuestro cuerpo social gangrenado. Pero esto es lo que tienen los aquelarres: nadie sabe por qué empiezan, nadie sabe cómo terminan. ¿La esperanza? Mantenerse firmes y no entrar en la locura colectiva. Si en estos momentos lo falso es la medida de las cosas, hemos de agarrarnos a la realidad que subsiste y construir desde ahí nuestra Ciudadela alejada de la viejas grutas oscuras zugarramurdianas del alma donde los aquelarres derrumban civilizaciones y el Diablo devora las almas.

 

Autor

REDACCIÓN