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Desde el inhóspito paramo que como un espejismo se diluye confusamente con un zulo opositor, presentamos, desde las ruinas de nuestra civilización estas meditaciones crepusculares, por si pudieran servirnos para mantenernos en pie en medio de la disolución.

El problema que nos ocupa es el del sentido de la existencia. El mismo planteamiento ya es en sí disolutivo; preguntarse si la existencia tiene o no sentido es propio de un hombre que se ha fusionado con el entorno. Cuando la ley positiva y la costumbre constituyen determinaciones de la tradición la existencia no se cuestiona, el hombre opera según una norma que le viene de lo alto y tiene la certeza de que allí se dirige su espíritu, pensamiento y acción. Si bien según la contingencia su vida física puede ser más o menos dura, su libertad interna es máxima en cuanto su angustia existencial se agota en la supeditación de la propia vida a algo que le trasciende – esto sería el Yo trascendental en Husserl – pero que además se combinaba con un elemento imprescindible para una clara orientación espiritual: la admisión de un estricto principio de jerarquía ontológica; o dicho de otra forma, el reconocimiento de lo irracional, que en sus manifestaciones por decirlo de algún modo “artísticas” adquieren la forma del mito: son los héroes, los dioses… y en general todo aquello que el espíritu del hombre presume que esta por encima de sí.

El racionalismo que trajo consigo el “renacimiento” apago la luz que en el occidente había dado la Edad media, esa gloria que al hombre le dio un Santo como Tomas fue destruida cuando Descartes impuso la tiranía del pensamiento. Se desataron aquí fuerzas oscuras como lo había previsto la tradición del norte, vino el Raggnarok, el ocaso de los dioses y con el un paulatino oscurecimiento de su poder a medida que el hombre se alejaba del Olimpo para condenarse a una existencia fuera del paraíso – así como Eva tomo la manzana del árbol de la ciencia –.

Ya terminada la batalla Nietzsche se erigió como heraldo de la catástrofe – de donde le viene su estilo fúnebre – y anunció que “Dios ha muerto”. Con los dioses disipados el hombre quedó relegado a sí mismo, convencido de que su racionalidad le había hecho abandonar la falsa senda de los oscuros dioses, y transitar por la luz de la razón y de la ciencia trayendo al mundo esa legión titánica llamada la ideología. El liberalismo y el comunismo trajo a un hombre endiosado que confiando en la razón causo matanzas y destrucciones nunca vistas: la revolución francesa, las guerras mundiales, el estado soviético, el nazismo, las bombas atómicas lanzadas por USA.

 Vislumbrando ya la magnitud de su error el hombre no quiso volver al seno de los dioses que durante milenios lo habían protegido, sino que emprendió una huida hacia delante que terminó en la Declaración Universal de Derechos Humanos, el LGTB, el feminismo y el veganismo.

El sentido de la existencia solo puede encontrarse en las verdades metafísicas que superan la mente del hombre, el sentido mismo es que el espíritu tiende aquello que constituye su propia naturaleza e impulsa a consagrar la vida a lo que la trasciende. Quien no empeña su vida a lo sagrado termina sufriendo graves padecimientos. El problema de la vida moderna es que las ideologías y las pseudo ideologías prometen ser el sustituto de las doctrinas espirituales tradicionales, pero al estar basadas en el egocentrismo del hombre, ninguna admite la existencia de lo irracional – no todo puede ser conocido por la mente del hombre – ni abandonar esa jaula del materialismo donde se encuentra preso el espíritu.

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En la sociedad moderna la angustia existencial es endémica: estrés, ansiedad y demás enfermedades mentales. Cuando se padecen crisis existenciales se tiende a la filiación a determinada ideología: LGTB, veganismo, feminismo, nacionalismo, las cuales fuera de solucionar la crisis la agravan aun más. Suponen en sí mismas y podría decirse una vía luciferina en cuanto invitan a reforzar el ego y desarrollar un orgullo extremo ya no solo hacia la razón sino hacia el pensamiento particular, mientras que doctrinas tradicionales como el cristianismo, budismo, hinduismo o el islam son santas en cuanto invitan a todo lo contrario: disolución del ego en la admisión de lo irracional, o dicho de otra forma: El amor por Dios.