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Se dice de la postmodernidad que constituye una parte de un ciclo histórico que conduce a un fin desconocido. En consecuencia, se plantea una cuestión que permanece latente en el inconsciente colectivo y en los colectivos ¿Por qué tanto aparente caos axiológico? Cada cual bailando al son de su propia copla, bajo el embrujo de su propio sueño: feministas, animalistas, socialistas, liberales, conservadores; todos en pugna por imponer en la sociedad unos valores que han aceptado como sustancia de la realidad y que no son más que creencias integradas sin base empírica, lo que supone creer en lo que no se ha visto en función de un sentimiento subjetivo – la máxima de la justicia es lo que particularmente siento que es justo – no hay una manifestación más clara de la conversión de cada individuo en un pequeño Nerón. Imponer la propia voluntad como justicia categórica supone pisotear la fundamentación de Kant sobre la moralidad, la supuesta base de nuestro ordenamiento jurídico. Por ese derrotero del subjetivismo ontológico camina la justicia – que es dar a cada uno lo que le corresponde – arrastrándonos a todos a la barbarie: “hermana yo te creo” y la demolición de principios elementales de justicia como la presunción de inocencia.

La deriva epistemológica trae consigo una paradoja político-histórica en el contexto europeo, si bien la alianza de naciones venció al nacional socialismo, la victoria no evitó el triunfo de la voluntad sobre la inteligencia. Desde una perspectiva práctica cada constructo ideológico tiene sus propios ejemplos; de ello trae causa el asunto de la disforia de género y la división del feminismo. Si ya el propio movimiento trata de imponer la voluntad de su arquitecto sobre la inteligencia de las mujeres, el simpatizante de la disforia trata de imponer el subjetivismo sobre la realidad, pero aun así necesita de la realidad misma y por eso los cirujanos plásticos tienen en el feminismo una mina de oro, y los niños que tienen casi intacta la inteligencia son incapaces de verla pisoteada por la voluntad de otro. Dijo el rabino de Judea «Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis, porque el reino de Dios es de quienes son como ellos». Los niños están más cerca de contemplar la sustancia de la realidad – eso que en la filosofía oriental se llama el Dharma – por ese motivo las feministas de la disforia buscan doblegar la inteligencia de los niños a sus desvaríos y falta de amor propio.

 Mientras las feministas tratan de curar sus carencias emocionales atormentándonos con espectáculos lamentables y prédicas insufribles, otros persiguen imponer sobre la inteligencia su creencia sobre el concepto biológico de la cadena alimenticia, su particular fantasía sobre un dios personal, o sobre el intercambio de bienes y servicios. Hegel desde su tumba debe estar entusiasmado con el efecto de su ciencia de la lógica, cosas para palabras, y no palabras para cosas; la estupidez del hombre contemporáneo es confiar ciegamente en el empirismo científico para la innovación técnica y sin embargo dejarse arrastrar por la superchería de la dialéctica hegeliana – que tanto gustó a Lenin – en el terreno de la razón práctica. Ejemplo de esta zafiedad es la siguiente cita de un artículo de Vozpópuli sobre la composición del Consejo de Estado “La filosofía es una sabiduría poco práctica, y por tanto anacrónica para el siglo XXI.” Cuando quiere imponerse la voluntad, la inteligencia se hace poco práctica, anacrónica, propia de algunos excéntricos que desprecian los grilletes de oro de la sociedad de consumo.

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Esta forma de conducirse aniquila la libertad del otro, cada simpatizante, activista, militante es un pequeño déspota que trata de imponer su ego sobre los demás: la voluntad es represión, fuerza bruta, violencia; mientras que la inteligencia es apertura, respeto, amor y comprensión. Allen Carr expone en sus libros para dejar de fumar este concepto. Cuando uno trata de dejarlo utilizando la fuerza de voluntad su intento está condenado al fracaso. Carr enseña que la única forma efectiva de abandonar el hábito es hacerse consciente de lo irracional que supone fumar cigarrillos, del veneno que es para el cuerpo. El problema que tiene el “adicto” es que a pesar de que conoce todos los riesgos en su inconsciente prevalece la idea de que son más los beneficios que los inconvenientes, lo cual es comparable en filosofía de la ciencia a la teoría de las revoluciones científicas de Khun, en tanto en cuanto el cambio de paradigma solo se produce cuando el nuevo resulta más útil que el anterior, es lo que en psicología de las adicciones se conoce como “tocar fondo”, aquel momento en el cual el adicto comprende que su vida es mejor sin la sustancia que con la sustancia, y la recaída que siempre es psicológica, se da cuando se vuelve al paradigma anterior – no cuando se pierde la voluntad – y en ciencia cuando el método posterior demuestra mejores resultados que el anterior.

En la historia hay sendos ejemplos de hasta donde llega el fanatismo por la fuerza de voluntad. Cuando el médico húngaro Semmelweis propuso que lavarse las manos a fondo antes de intervenir en un parto evitaba la muerte por fiebre puerperal – que en el siglo XIX mataba hasta un tercio de embarazadas – la comunidad científica de su tiempo lo condenó al ostracismo, hasta que la inteligencia se impuso sobre la voluntad y a post mórtem se le reconoció como creador de los antisépticos – la realidad se impuso sobre la fantasía del dogma –. Afirmar que las teorías de Kuhn, Lakatos, o Popper son «anacrónicas y poco prácticas para el siglo XXI» conduce a calamidades como las sufridas por las parturientas en el Hospital General de Viena; sostener el dogmatismo frente al conocimiento: lo no falsable frete a lo falsable es una vulgaridad peligrosa y demasiado frecuente. A los españoles nos está costando millones de euros desperdiciados en imponer por la fuerza disparates como la teoría de género o las tesis independentistas.

Para que la voluntad se imponga sobre el hombre es necesario privarlo de la filosofía adoctrinándolo en la técnica como una forma de esclavizar el alma arrancándole su más genuina característica: el universo que se contempla y conoce así mismo a través de la vida. Desde un punto de vista teórico cada segundo de vida es la experiencia más radical de la realidad ¿Cómo puede darse en un punto del espacio tiempo esa maravilla, el ser contemplando al ser? Un individuo que comprende esa naturaleza divina no es capaz de someterse a la voluntad, le ha tocado una chispa que puede, y necesita convertir en hoguera: la del conocer, de ahí el mito de Prometeo, el rebelde condenado por los dioses. La vida del sabio es por norma general, solitaria, turbulenta, y peligrosa; nos lo advierte Platón en la Apología de Sócrates, que condenado a la cicuta pronunció sus últimas palabras «Critón, debemos un gallo a Esculapio, no te olvides de pagar esta deuda»

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A la postmodernidad, se le ha llamado Kaliyuga, edad de hierro para las antiguas doctrinas sanscritas. Desde luego parece como si esa feroz pugna de valores fuese un constante choque de metales, un crepitar de fuego en el yunque del tiempo, el eterno retorno expuesto por Nietzsche; el mismo Ragnarök de la mitología nórdica, el ocaso de los dioses de Wagner, Perceval que muerto su rey vuelve a entregar la espada a la dama del lago. Los mitos dan pistas de que la historia se da en ciclos – eterno retorno – y el presente pareciese un fin de ciclo hacia un cambio de paradigma sin precedentes ¿nos hundiremos en la oscuridad de la voluntad, la superstición, de la fuerza bruta, de la guerra o seremos capaces de abrirnos a la inteligencia, al respeto y a la paz? Me temo que la realidad sustancial es que su propia sustancia implica las fuerzas en pugna, la dialéctica no es una ciencia exacta – a pesar de la voluntad de unos locos por imponer su exactitud – pero nos sirve como una brújula para orientarnos y no perder el norte. En esta dicotomía cada cual toma una dirección y se responsabiliza de ella.

La voluntad impone al hombre una creencia, mientras que la inteligencia le da la libertad, la facultad de elegir una cosa o la otra. La libertad del hombre es conocer, saber nos hace dichosos, mientras que el desconocimiento nos esclaviza en el dogma. El alma se orienta hacia lo luminoso, transparente, diáfano, claro, limpio, sencillo; y abomina de lo oscuro, opaco, turbio, sucio, complicado. Para buscar la luz de la inteligencia es de rigor desconfiar de tres clases de individuos: los integristas, los que no saludan y los que se marchan sin despedirse; son siervos de la voluntad y enemigos de la inteligencia; y hacerse amante de eso a que los griegos llamaron Alétheia: aquello que no está oculto, el desocultamiento del ser, el decaimiento del velo, o, dicho de otra forma: de la Realidad, Dharma, Manitú, Gran Espíritu

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