09/05/2024 11:58
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Una sociedad, cuando es realmente sociedad, no puede ni debe renunciar a un regulado ejercicio de la censura, de la denuncia contra sus desleales instituciones. Algo que no ocurre por estos pagos. Al contrario, los ventajeros se empeñan en desviar la atención del gentío con asuntos políticos, sociales y económicos y, más allá, de vulgar comadreo, pero la verdadera lucha se centra en lo religioso y en lo cultural. Cuando el Occidente que hemos conocido desaparezca -como desean tantos-, cuando la cultura protestante acabe predominando sobre la católica, mejor dicho, sobre la cristiana, que es lo que está a punto de ocurrir, comenzará la pugna entre aquella y las culturas oriental e islámica.

Una sociedad o una nación –como una persona- desfallece cuando ya no experimenta la influencia de la moral o del sentimiento religioso. La ley universal, que es la recta razón, penetra por todas partes; la razón da forma y orden al universo, se identifica con la necesidad, es Dios. Algo que no se quiere ver y que el Imperio Profundo, que sabe que el espíritu es el soplo vital, nuestra fuerza y energía, trata de ocultar, porfiado como está en desprender de los seres humanos su albedrío.

Entender lo breve e inestable de la vida presente y la eternidad de la futura es algo que, como vino a decir Cervantes, se comprende sin necesidad de lumbres de fe, sino con la mera luz natural. Una luz natural que es imposible hallar entre los hombres y mujeres de nuestro siglo, entre otros motivos porque nadie tiene interés en buscarla, preocupada como está la mayoría por gozar de los placeres más vulgares y abyectos.

En nuestra época, la sociedad occidental es rica sobre todo en estimulantes artificiales, en placebos y señuelos, y se pirra por ser engañada una y otra vez, mientras tenga en qué seguir despilfarrando la economía doméstica y la común; y todas sus instituciones burguesas están recubiertas por un barniz hipócrita, como destinadas a la clase más mediocre de hombres. De ahí que, formando parte involuntariamente del engranaje social, el rebelde se siente como quien, ajeno e ignorante, irrumpe en una asamblea de conjurados y sólo puede salir de allí muerto.

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Un engranaje social de costumbres corrompidas y caducas, como es obvio, pues la corrupción de las costumbres es una secuela de la decadencia, o lo que es igual, una debilidad de la voluntad y, en consecuencia, una necesidad de estimulantes fuertes que sirvan para ir tirando hacia la nada. Porque los seres humanos están sentados al borde del abismo y en la oscuridad, incapaces de volverse hacia donde están los amplios horizontes y la luz. Pero este proceder de salir de lo oscuro hacia la luz significa el abandono del egoísmo hacia lo que es solidario y virtuoso. Algo impensable hoy.

Por otra parte, el hedonismo consumista, bien arraigado y parcelado como se halla socialmente, es un síntoma de la cultura de la sociedad contemporánea occidental. La extensión de la cultura «tírese-después-de-usado», la creación de más y más estructuras temporales y su difusión tiene un fin psicológico: hacer fugaces y utilitarios los lazos del hombre con las cosas que lo rodean. Es decir, convertirlo en un ser intrascendente, sustituyendo su significación religiosa por una entelequia prosaica.

En el modo de vida actual, en la confusión y el vértigo de lo cotidiano, en el marco del poco tiempo disponible, huyendo del hastío, en la sacralizada funcionalidad de las cosas…, el «usar-y-tirar» es manifestación concreta de un fundamento sociológico tal como lo plantean los poderes financieros, confesos gobernadores del mundo, al menos del mundo occidental. El caso es que los hombres y mujeres de hoy se alejan cada vez más de sí mismos, de su búsqueda interior, tentados por las innumerables ofertas degradantes que los nuevos demiurgos les presentan envueltas en voluptuosidad y placer, es decir, en olvido y vacío.

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Ya nada queda del hombre que vivía integrado en la naturaleza, acomodado al ritmo de las estaciones. Del hombre que aceptaba el destino, consciente de que su vida dependía del capricho de los cielos. De aquellos hombres y mujeres para quienes no eran problema los cientos de años invertidos en construir una catedral de piedra, porque ellos estaban inmersos en una trascendencia de eternidad.

De ahí que, al hombre actual, globalizado, hipersexualizado y despojado de sus atributos espirituales, es decir, de su dignidad, colaborador necesario del derrumbe, lo efímero e insustancial le sea tan propio como para el hombre del pasado lo era la religiosidad y la permanencia.

La gran angustia, la causa de los crecientes suicidios, del imparable desapego y de la amarga desesperanza, es decir, la raíz de todos los males, es que, para esta humanidad, metódica y artificialmente desnaturalizada, el mundo ya ha dejado de tener sentido.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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Geppetto

Esa angustia la tienen cuatro y el que toca el ambor
El resto, votan sistema y se van de farra tan contentos

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