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Aunque he de confesar, no obstante, que no es una certeza absoluta la que atesoro sobre algunos mínimos aspectos por lo que dice al asunto de que enseguida hablaré, comparto sin ningún género de dudas la posición doctrinal católica sobre la homosexualidad humana (vamos, la que aparece recogida como enseñanza que «ha de obligar o comprometer al fiel católico» en el Catecismo de la Iglesia publicado bajo el pontificado de san Juan Pablo II, siendo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe Joseph Ratzinger, futuro Benedicto XVI).
Asimismo, diríamos que legalmente, según el ordenamiento jurídico de los Estados modernos, me parece una desgracia que a la unión convivencial entre personas homosexuales se la llame matrimonio, pues no es propiamente un matrimonio, se mire por donde se mire. Además, comparto lo que se afirma en un artículo leído al azar en Internet, firmado por los obispos católicos mexicanos (me supongo que con algunas pocas excepciones, tal vez la del muy progresista Raúl Vera, dominico de doctrina no poco heterodoxa), que no es por cierto sino la doctrina de la Iglesia. A saber: más allá de la fe, la doctrina y la moral propiamente católicas, subsiste en la conciencia de las personas el imperativo de una ley moral natural; de manera que, en efecto, esa ley moral natural nos ilumina el asunto que nos ocupa: la conducta homosexual es contraria al orden natural.
Sin embargo, mi duda persiste cuando contemplo cómo un cierto número de colectivos de personas homosexuales se organiza por todas partes, al calor de diferentes reconocimientos sociales que van alcanzando (conquista de sus derechos), y acaban sus activismos e iniciativas influyendo en las leyes, incluso en los estudios científicos y médicos, o en organizaciones internacionales, como la ONU, pongamos. Así las cosas, hasta dónde debe llegar la respuesta católica deseosa de permanecer en comunión con el Magisterio, ¿hasta el extremo de no reconocer licitud o legalidad alguna a todo ese conjunto de leyes aprobadas en los órganos competentes de los ordenamientos jurídicos de las sociedades modernas democráticas?
Reconocemos con san Agustín que la conciencia del cristiano debe estar por encima de cualquier ley que el discípulo de Cristo considere injusta. Por esto existen miles de mártires en la Iglesia. Con todo, en una sociedad que claramente avanza en el proceso de radical secularización, aceptar al menos, «por imperativo legal», aunque no se compartan, esas leyes reconocedoras de ciertos derechos civiles a las personas homosexuales, ¿es ya algo así como pactar con el error, claudicar a las convicciones morales, adulterar la doctrina católica…?
Dicho con otras palabras: las reglas de la democracia parlamentaria, formal o burguesa (según W. Churchil, el mejor sistema político de entre los posibles), ¿nos exige a los católicos al menos aceptar que legalmente los parlamentos puedan aprobar leyes reconocedoras, y aun benefactoras, de los derechos de los homosexuales cuando tales leyes contradigan frontalmente la doctrina tradicional católica al respecto? ¿Y lo mismo nos cabe con respecto a otras leyes inicuas como la ley del aborto, o las leyes favorecedoras de la ideología de género y del laicismo en general?
Desde luego, si como católicos militantemente convencidos de nuestra fe exigiésemos a nuestros gobernantes y legisladores un corpus de leyes hecho a la medida confesional de la doctrina católica, ¿qué pasaría con los ciudadanos no católicos, los ateos, los agnósticos, los librepensadores, los creyentes de otras religiones…?
En verdad, ¿sería posible una democracia representativa, formal o burguesa de inspiración católica en una sociedad como la actual secularizada-descristianizada y globalizada? ¿Esa deseada democracia fiel a la doctrina de la fe católica acabaría inevitablemente convirtiéndose en una teocracia? Pero entonces, si las democracias burguesas, formales o representativas no pueden garantizar a los católicos el respeto a cuestiones morales confesionales de vital trascendencia para la doctrina de la fe (ya he dicho: ley del aborto, ideología de género, laicismo, homosexualismo…), ¿no se entiende perfectamente que haya católicos que sueñen con un Estado confesional, esto es, con toda suerte de alianza entre el trono y el altar?
A este respecto, por lo que a mí concierne abrigo más perplejidades que las certezas que atesoro. Dicho con voluntad de ser claro, aun al precio de resultar simple, simplista: descreo del aborto, lo rechazo absolutamente sin fisuras: si por mí fuera lo prohibiría (legislativamente hablando). Pero ¿qué diría al respecto un laicista y ateo como Fernando Savater, pongamos? Benemérito filósofo, escritor de fuste, intelectual comprometido en la lucha contra la sinrazón del separatismo vasco, fumador de puros, dilecto bebedor de buenos licores, aficionado a los toros y aún más a las carreras de caballos, y sobre todo hombre que ha sabido transitar de ciertas ortodoxias marxistas juveniles a posiciones actuales claramente liberales (se entiende que en el mejor sentido de la palabra liberal), ¿qué opinaría de mi posición prohibicionista? Entonces, ¿en qué quedamos?
Ya sé que como enseñan nuestros obispos, hay leyes morales que están por encima, allende o más allá de las leyes dimanadas de los parlamentos, esto es, de los ordenamientos jurídicos que a sí mismas se dan las sociedades modernas. Verbigracia: la ley moral, inscrita en la conciencia del hombre, que nos impele a respetar la vida. Esto es: el deber de garantizar el derecho a la vida, en este caso del nasciturus. Pero comoquiera que sea, ni se sabe la cantidad de variables que existen en ese respeto al derecho a la vida según sea la fe religiosa o agnóstica del ciudadano, según sea su experiencia vital, según sea, ¡qué sé yo qué según sea!
Postdata. Se me olvidaba añadir que yo mismo me considero crítico -que no criticón, o al menos eso espero-, con no pocos pecados y errores históricos de la Iglesia, de sus obispos y presbíteros, religiosos y seglares… A los que añado los míos, que no son pocos. Sin embargo, me gustaría añadir que no puedo sino querer poner de relieve el dolor que me produce leer en algunos blogs y portales de Internet que se autoproclaman como homosexuales cristianos y católicos, tantos insultos seguidos contra la Iglesia, la Tradición, el Magisterio, el Papa…
Y no digamos cuando esos insultos proceden de escritores tan potentes como el colombiano Fernando Vallejo, radicado desde hace décadas en México. Desde luego, Vallejo es un novelista magistral, de una potencia narrativa equiparable a la de García Márquez, Mario Vargas Llosa, Ernesto Sábato, Onetti… pero, declarado ateo y homosexual, animalista, antinatalista y vegano, sus diatribas contra la fe católica y contra toda la Iglesia (a la que ve, analiza y juzga como la puta de Babilonia, título precisamente de uno de sus ensayos), que yo sepa no han merecido ninguna respuesta por parte de órgano alguno eclesial católico. Esto es (o lo que es lo mismo): su ensayo ya dicho La puta de Babilonia es una diatriba tan demoledora contra el cristianismo en general y la Iglesia católica en particular, que la Iglesia, «a la que nunca han faltado doctores», a mi juicio ha debido escribir un ensayo para tratar de aclarar, negar o polemizar con Fernando Vallejo. Por supuesto que desde el más delicado de los respetos y el reconocimiento a la libertad de expresión y de investigación, ¡faltaría más! Porque de no hacerlo da toda la impresión de que la verdad católica se queda sin argumentos de peso o que merezcan tal nombre ante la brutalidad y la contundencia del ensayo de Fernando Vallejo, que no deja títere con cabeza.
Algo así hizo en su momento, a título personal, un teólogo franciscano español con el ensayo de Fernando Sánchez Dragó Carta de Jesús al Papa (cfr. Falsedades de la «Carta de Jesús al Papa» -respuesta a Fernando Sánchez Dragó-: José A. Galindo Rodrigo, Edicep, 2002) .O dicho de una tercera manera: o es verdad lo que afirma Vallejo o es verdad la que proclama la Iglesia; tan demoledor en sus análisis es el colombiano nacionalizado mexicano, que no puede haber medias tintas.
En efecto, no puede haberlas. Así: algunas de las conclusiones a que llega Fernando Vallejo sobre la historicidad de los datos cristológicos presentes en los Evangelios contradicen no pocos datos exegéticos propuestos a la comunidad científica por eminentes exégetas, teólogos bíblicos, filólogos y resto de expertos. Ni que decir que yo no soy experto, ni modo, pero no tan ignorante como para no haber captado esta discrepancia. Ergo, o es verdad científica lo que dice Vallejo o no lo es, ¡pero que la Iglesia se pronuncie oficialmente!
Hay testimonios de estas iniciativas. Por ejemplo: celebrado debate retransmitido por la BBC en 1948 entre el afamado filósofo, matemático, ateo y librepensador Bertrand Russell, Premio Nobel de Literatura, y el eclesiástico inglés Frederick Charles Copleston (sacerdote jesuita, filósofo e historiador de la filosofía, converso del anglicanismo). A mi juicio (¡vaya temeridad que un imberbe como yo diga tal cosa!), gana a los puntos claramente Copleston, por muy Bertrand Russell que fuera su rival, todo un peso pesado de la cultura europea y aun mundial del momento.
En realidad -volviendo al asunto de la homosexualidad humana luego de la digresión precedente-, cierto que no debemos juzgar a las personas; y además, no menos cierto que las personas homosexuales han sufrido lo indecible y más a lo largo de la historia, a veces de parte de eminentes y no tan eminentes miembros de la propia Iglesia ese sufrimiento, entre los cuales no han escaseado tampoco las tendencias homosexuales, etcétera. Sin embargo, injuriar como injurian al papa, por ejemplo, y cómo se mofan de todo lo católico algunas de esas personas homosexuales en sus orgullosas fiestas y demás parafernalias, me parece excesivo, injusto, desleal, tremenda y lamentablemente desafecto. En suma, destructivo. Y poco evangélico y católico, a mi modo de ver y comprender.
Luis Henríquez Lorenzo: profesor de Humanidades, educador, bloguero, escritor, militante social.
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