09/05/2024 13:08
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Continuamos con el repaso del libro Etiquetas, de Evelyn Waugh.  Las partes anteriores están aquí.

Capítulo Seis del libro

Creta.

Interesantísima reflexión:

Las mujeres asumían esa discreta modestia que suele sobrevivir durante una o dos generaciones después de la dominación musulmana.

Lo típico de la “democracia” feminista hacer de ellas unas putillas viles en otro par de generaciones.

Cnossos, donde sir Arthur Evans (a quien nuestro guía se refería siempre como «su lord Evans inglés») está reconstruyendo el palacio.

 

Creo que si nuestro lord Evans inglés termina alguna vez una parte de su vasta empresa, la crueldad de ese lugar será opresiva. No creo que pueda ser tan solo la imaginación y el recuerdo de una mitología sanguinaria lo que convierte en temibles y malignas las estrechas galerías y los callejones atrofiados, esas series de columnas cónicas invertidas, esas salas que son simples pasadizos sin salida en el extremo de unas escaleras a oscuras; ese trono pequeño y achaparrado colocado en un descansillo donde se cruzan las sendas del palacio, y que no es el asiento de un legislador ni el diván para el recreo de un soldado. Aquí un viejo déspota podría haberse agazapado y, a lo largo de los muros de una galería susurrante, haber percibido las insinuaciones apenas audibles sobre su propio asesinato.

 

Este es un ejemplo típico de la hipocresía inglesa. El déspota no tendría nada que aprender de Enrique VIII y de los ingleses. Me corrijo: podría aprender de su hipocresía, precisamente.

Uno de ellos me dijo que en Santorini todavía sobrevive una colonia veneciana que habla un italiano del siglo XVI ligeramente degradado. En su mayoría son descendientes de familias nobles, y aunque económicamente han descendido a la condición de campesinos, todavía viven en sus palacios en ruinas, con mohosos escudos de armas en los dinteles, todo un pueblo de Tesses de los D’Urbervilles, y nunca se han mezclado mediante el matrimonio con los griegos, hacia los que muestran una superioridad heredada y poco justificada en su condición actual.

Siguen Naxos, Paros y Mykonos.

  —¿No ve usted las quinquerremes? —me preguntó una señora norteamericana cuando estábamos apoyados en la borda, uno al lado del otro—. Desde el lejano Ofir —añadió—, con un cargamento de marfil, sándalo, cedro y vino blanco y dulce.

 

  Yo no podía verlas, pero con un poco más de imaginación creo que podría haber visto fácilmente transportes de tropas llenos de jóvenes australianos con pantalones cortos que iban al encuentro de la muerte.

 

Se refiere por supuesto a Gallipoli, una de las mayores infamias de Churchill y de los los hijos de la Gran… Bretaña (nos referimos a las élites no al pueblo sufridor). Aquí está lo que dice la wiki, que o he leído. Lo que no contarán -o lo dirán torcidamente- es que se trataba de hacer creer a los rusos que se les acabaría entregando Constantinopla, su gran ambición histórica. La pérfida Albión nunca tuvo intención de darles a los rusos salida al Mediterráneo. La reflexión es muy buena: la señora conoce las peripecias de los griegos de la Antigüedad, pero ignora completamente episodios relevantes de la historia moderna que le toca vivir (y sufrir).

Los Dardanelos y Constantinopla:

Según los pescadores de la zona, y esto me parece del todo creíble, esos pájaros son las almas de los soldados y marineros cristianos, rusos, venecianos, ingleses, australianos, griegos, que en el transcurso de los siglos han caído en suelo turco cuando trataban de reconquistar la gran capital cristiana ocupada por los mahometanos. Vuelan atrás y adelante buscando un terreno cristiano en el que descansar, siempre confiando en que los juramentos que hicieron hayan sido cumplidos por sus sucesores.

… nos daba instrucciones con una amabilidad y una paciencia irritantes, como si estuviera al frente de una excursión escolar y tuviera que divertir a los niños, pero al mismo tiempo controlarlos bien. Carecía por completo de la adulación y la invención del guía masculino, y no parecía sentir la menor curiosidad por los temas de los que hablaba.

Vimos la famosa mezquita azul, donde el efecto de los delicados azulejos verdeazulados de las paredes, creo que en su mayor parte de hechura persa, resulta perjudicado por el tosco azul de la pintura y la vulgaridad sin carácter de los diseños en el interior de la cúpula. En El Cairo he observado el orgullo y la superioridad que debe de sentir el occidental ante el arte árabe, y esta sensación se intensifica y amplía cien veces con relación a todo lo turco. Los turcos parecen haber sido incapaces de tocar cualquier obra o imitar cualquier movimiento existente sin degradarlo. Ahora que han tropezado con el sufragio femenino y el laicismo, será interesante ver qué hace con esas dos anomalías esencialmente occidentales su genio natural para el vilipendio.

Después de comer fuimos al Gran Bazar, que externamente, debido sobre todo al edicto que prohíbe la indumentaria oriental, es mucho menos pintoresco que el Mouski de El Cairo.

… [el] Serai, el palacio de los sultanes, ahora convertido en museo público, la mayoría de cuyo personal es superviviente de los eunucos reales.

Me han dicho que en los malos tiempos antes de que quedara bien establecido el régimen de Kemal hubo una gran manifestación de inquietos eunucos para protestar contra la abolición de la poligamia. Más o menos por la misma época hubo un desfile de proxenetas que exigían un porcentaje superior que cubriera el aumento del coste de la vida. Parece ser que, tanto allí como en todas partes, la emancipación femenina había creado una competencia desleal de aficionados contra el negocio verdadero.

Constantinopla no es una ciudad cálida, ni mucho menos. Eligieron ese emplazamiento por su importancia política y geográfica, más que por la benignidad de su clima. Aunque se encuentra casi a la misma altitud que Nápoles, está expuesta a los vientos fríos de las estepas y no es infrecuente que nieve. No obstante, en los cinco siglos de ocupación turca, no parece que jamás se les ocurriera a los sultanes, con su vasta riqueza y la ilimitada mano de obra a su disposición, instalar un corredor cubierto entre las diversas salas de su residencia principal. Sus aspiraciones más elevadas de lujo físico se limitaban a tenderse entre chillones cojines de seda y mordisquear dulces mientras el viento helado soplaba a través de los enrejados por encima de sus cabezas.

Para hacerse una idea de la economía del Serai, basta saber que cuando los funcionarios del partido de Kemal recorrían los edificios, en los primeros meses de su ocupación, encontraron una habitación donde estaban almacenadas, del suelo al techo, inapreciables piezas de porcelana del siglo XVI, todavía con los envoltorios originales con que llegaron en caravana desde China. Nadie se había ocupado de desenvolverlas y allí habían permanecido siglo tras siglo. El robo y la malversación debieron de ser constantes y sin restricción en la casa. Lo asombroso es la cantidad de tesoros que han sobrevivido a los años de la bancarrota imperial. Hay enormes esmeraldas y diamantes sin tallar, grandes adornos colgantes llenos de defectos, como dulces a medio chupar; hay un trono de oro con cabujones de piedra preciosa incrustados; un trono de taracea de madreperla y carey; vitrinas que exhiben boquillas de flauta adornadas con piedras preciosas y empuñaduras de daga, relojes, boquillas para cigarros, cajas de rapé, espejos de mano, cepillos, peines…

Delante de mí, mientras recorríamos la instalación, había una dama norteamericana muy robusta y rica, parte de cuya conversación tuve el privilegio de acertar a oír. A cada objeto que la guía comentaba, porcelana, oro, marfil, brillantes, ámbar, sedas, alfombras, aquella dama afortunada observaba como si tal cosa que ella tenía algo parecido en casa. «Vaya —decía—, quién habría pensado que eso tenía algún valor. Tengo tres iguales, me los legó la prima Sophy, más grandes, desde luego, pero del mismo diseño, y están en un cuarto de los trastos. He de sacarlos cuando vuelva. Nunca me pareció que valieran gran cosa».

Me hizo unas agudas preguntas sobre el «esteticismo» en Oxford. Él había estudiado allí, pero observó con cierto pesar que en su época no había observado el menor «esteticismo». ¿Acaso se debía al «esteticismo» que Oxford hiciera tan mal papel en atletismo? Respondí que no, que el mal era más profundo. Lo cierto era, y no me importaba decírselo a otro estudiante de Oxford, que en la universidad se daba un tremendo consumo de drogas.

 

  —¿Cocaína?

  —Cocaína —respondí—, y cosas peores.

  —Pero ¿los profesores no hacen nada para poner fin a eso?

  —Los profesores son los causantes del problema, mi querido amigo.

  Él me dijo que en su época apenas se tomaban drogas en Oxford.

pedimos la cuenta, pagamos la mitad de lo que nos pedían (lo cual aceptaron con toda clase de manifestaciones de gratitud) y nos marchamos.

Atenas.

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Caminamos por los jardines hasta la parte más humilde de la ciudad. De los muchos olores de Atenas, dos me parecen los más característicos, el del ajo, enérgico y deletéreo como gas de acetileno, y el del polvo, suave, cálido y acariciante como el tweed. Notamos ese olor a polvo al entrar en el jardín, pero el olor a ajo nos asaltó el olfato en el pie de la escalera que conducía desde la calle a la puerta del MΠAP[6] ΘEΛΛATOΣ; sin embargo, era ajo endulzado por el aroma del cordero asado. Había dos corderos empalados horizontalmente en espetones, crepitando sobre una fogata de carbón. El ambiente era de alegre compañerismo dickensiano. Todos los presentes eran hombres, en su mayoría labradores llegados del campo para pasar la noche. Nos saludaron sonrientes, y uno de ellos nos envió tres jarras de cerveza a nuestra mesa.

Los griegos tienen la encomiable costumbre de servir siempre la bebida con algo de comer, normalmente un trozo de salchichón con ajo o un pinchito de jamón. Ofrecían esas tapas en platillos y pronto nuestra mesa estuvo llena de ellos.

Desde mi partida de Inglaterra, y luego muy pocas veces desde el viaje que estoy relatando, no me había encontrado en compañía de unas personas tan carentes de codicia. Nadie hacía el menor intento de obtener algo de nosotros, antes al contrario, una y otra vez nos ofrecían cerveza y tabaco, y no aceptaban nada excepto como un intercambio de cortesía.

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