05/05/2024 06:13

Aunque parezca mentira, hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, la lobotomía fue considerada un hito en el campo de la medicina. Su historia es digna de una película de Quentin Tarantino.

Todo empezó el verano de 1935 durante el ll congreso internacional de Neurología celebrado en Londres, en el cual el fisiólogo de la Universidad de Yale, John Fulton, mostró sus experimentos a través de una película que se proyectó en la sala, donde se apreciaba como había logrado aplacar los estallidos de cólera de su chimpancé «Becky» tras extirparle los lóbulos frontales del cerebro. Al simposio asistieron los profesores de Neurología, Antonio Egas Moniz, de la Universidad de Lisboa -que años más tarde sería galardonado con el Premio Nobel de Medicina- y Walter Freeman, de la George Washington.
Altamente impresionado con la metamorfosis de «Becky» -convertida en una dócil mona de peluche-, Egas Moniz regresa a Portugal firmemente decidido a experimentar con seres humanos.
En noviembre de ese mismo año, se lanza con una paciente de edad provecta que sufre alucinaciones, aunque quien realiza la intervención es su discípulo, Pedro Almeida Lima, puesto que Egas Moniz tenía las manos deformadas por la gota.
Tras abrirle dos orificios en la frente, Almeida- siguiendo las indicaciones de Egas Moniz-, inyecta alcohol puro en el cerebro de la anciana y logra aliviar sus tormentos.  Años más tarde, Egas Moniz da otra vuelta de tuerca al inventarse un artilugio cilíndrico -el leucotomo-, con el que consigue succionar porciones de la masa blanca del cerebro.
Aunque la mayoría de sus pacientes experimentan cierta mejoría, no todos quedan satisfechos.  Uno de ellos, paranoico, se presenta hecho un basilisco en la consulta con una pistola y le dispara ocho tiros a quemarropa. Aunque el doctor salva la vida milagrosamente, una bala se aloja en su espina dorsal, dejándolo parapléjico y condenado a ir en silla de ruedas el resto de sus días.
Entretanto, al otro lado del Atlántico, Walter Freeman -que también asistió al célebre congreso de Neurología de Londres- sigue con atención las publicaciones del médico luso hasta que descubre una nueva vía para entrar en el cerebro sin trepanar el cráneo: la cuenca del ojo. Sus útiles de trabajo no pueden ser más rudimentarios: un picahielo -el orbitoclasto- y un martillo, de los que se vale para cortar las conexiones entre el lóbulo frontal y el resto del cerebro. Se trata de un método sencillo y rápido -puede realizarse en apenas quince minutos-, que él mismo compara con la extracción de una muela: la lobotomía transorbital. Sobrepasado por el éxito, Walter Freeman comienza a recorrer la América profunda  – como quien vende melones- en una autocaravana, el «lobotomóvil»-, en cuya parte trasera realiza las intervenciones.
No se precisa anestesia. Basta con noquear a sus pacientes con una máquina de electroshock portátil y salen de la operación tan relajados como si hubiesen pasado un mes en remojo en las aguas termales de un balneario. Extravagante, alopécico, con perilla, lentes redondos, sombrero trilby y provisto de un bastón, Walter Freeman, alias el «Doctor Picahielo», se convierte en un showman y pone de moda la lobotomía en Estados Unidos. Invita a la prensa a sus intervenciones, que adquieren tintes cuasi circenses, opera a troche y moche -hasta una veintena de personas en un solo día-, y cada vez va ensanchando más su círculo de pacientes: ansiedad, depresión, trastornos varios, niños malencarados o desobedientes, una simple mirada desafiante es motivo suficiente para hincarles el punzón metálico.
Tampoco los homosexuales, a los que promete curar su «desviación», se libran del estilete. Incluso Joseph Kennedy, el patriarca del todopoderoso clan, confía en Freeman para que opere a su hija Rosemary, que tiene una discapacidad mental -le faltó oxígeno al venir al mundo- y padece arrebatos de furia.  La intervención fue un fiasco y la joven sufrió una regresión a la infancia. Ciertamente, Freeman apaciguaba a los enfermos, facilitando su manejo, pero anulaba su personalidad.
Acusado de contravenir el juramento hipocrático, los familiares de algunos pacientes, a los que dejó secuelas graves o en estado vegetativo, se pusieron en pie de guerra contra él. La lobotomía era una ruleta rusa…
En 1967, tras la muerte de una mujer a causa de una hemorragia cerebral, a Walter Freeman le retiraron la licencia médica. En cuanto a Antonio Egas Moniz -el otro protagonista de nuestra rocambolesca historia-, todavía conserva una estatua frente a la Universidad de Medicina de Lisboa, si bien diversas asociaciones han solicitado que se le retire el premio Nobel.
Hoy en día la lobotomía se considera uno de los crasos errores de la medicina moderna. Sin embargo, cuando todo esto parecía felizmente superado, como si de una reencarnación del «Doctor Picahielo» se tratase, aparece Pedro Sánchez dispuesto a lobotomizar a todo bicho viviente.
A fin de cuentas, ¿ qué es la Ley de la Memoria Democrática sino una ablación del cerebro sin rebanarnos los sesos?
Su apócope -Memo Demo- le viene al pelo. Nomen est omen, decían los latinos. No en vano, la Ley es hija de la insoportable levedad de José Luis Rodríguez Zapatero.Obstinado igualmente en legislar contra el pasado, Pedro Sánchez -el padre putativo de esa criatura que tomando el nombre de la democracia en vano pretende imponernos una versión única de la Historia-, también se afana en exhumar los huesos de la Guerra Civil hocicando la tierra como un sabueso. Su penúltima ocurrencia fue presentarse el pasado jueves 4 de abril en el Valle de los Caídos de sopetón -la visita no estaba programada en su agenda- para ver «in situ» las tareas de recuperación e identificación de los vestigios mortales reclamados por algo más de un centenar de familias.
Tras recorrer los largos pasillos de la nave central de la Basílica Pontificia de la Santa Cruz, flanqueado por el titular de Política Territorial, Ángel Víctor Torres, y el secretario de estado de Memoria Democrática, Félix Martínez -los capos del orweliano y siniestro «Ministerio de La Verdad»-, el Presidente del Gobierno, ataviado con una impoluta bata blanca, accedió al laboratorio donde le aguardaban en pie los forenses frente a un macabro muestrario de húmeros, peronés, fémures, tibias y calaveras que confería a la escena la apariencia de una película de serie B -solo faltaba Paul Naschy enseñando los colmillos- o un tétrico publirreportaje de lavadoras o detergente. Con razón, lsabel Díaz Ayuso dijo que Sánchez parecía «El Hombre de Balay». Y es que ese mercadillo de cráneos era la metáfora perfecta del lavado de cerebro al que el Jefe del Ejecutivo pretende someter a la sociedad española para blanquear «El Terror Rojo», solo por invocar el título de la espeluznante autobiografía de Wenceslao Fernández Flórez que, a este paso,  tal vez algún día arrojen a la pira de los libros prohibidos.
– ¡Omo lava más limpio! – bien podría haber exclamado el Presidente mirando a la cámara fijamente, como en el popular spot de detergente que aspiraba a la blancura total en la década de los setenta.
Lo cierto es que Sánchez, con un semblante tan mohíno como impostado -casi haciendo pucheros-, simuló escuchar las detalladas explicaciones de los galenos, aunque en realidad estaba más atento al «clic» de la cámara Nikon de su fotógrafo de cabecera, Borja Puig de la Bellacasa, que se esmera siempre en sacar su «lado bueno», como pudimos comprobar cuando -tras la investidura- lo retrató sentado en la escalinata del Palacio de la Moncloa acariciando el lomo de «Turca», su perrita de aguas; haciendo «running» por el jardín con pantalón corto; y, sobre todo, luciendo unas gafas negras, en mangas de camisa, con aire pretendidamente kennedyano, en el asiento del Falcon.
Una vez concluido el primer acto del sainete, la comitiva oficial se dirigió a los columbarios donde reposan los restos óseos de la contienda fratricida, en cuya labor de localización e identificación participa un equipo técnico integrado por seis médicos forenses y más de una veintena de investigadores,  especialistas en historia, genética y arqueología.
En la cripta, Sánchez asimismo hizo ver que le interesaba sobremanera lo que le contaba la forense que vino «ex profeso» desde la ciudad nazarí, pero la verdad es que estaba más pendiente de agachar la cabeza para no darse un coscorrón con el techo.No por nada, en sus años mozos jugó de ala-pivot en el Estudiantes.
Es preciso recordar -ya poniéndonos serios- que en el Valle de los Caídos hay enterrados 33.833 cadáveres, de los cuales 21.423 están identificados, y el resto -12.410- no. Pues bien, entre ellos, únicamente han solicitado su  reconocimiento 160, es decir, el 1,2 %. De manera que casi el 90% ha preferido que descansen en paz sus ancestros.  Pero lo que son las cosas: las tibias utilizadas a modo de arma arrojadiza por Sánchez, se han vuelto contra él como un bumerán. Y es que el presidente de la Asociación de Defensa del Valle de los Caídos, Pablo Linares, denunció que los forenses que se prestaron al paripé llevaban sin dar señales de vida por la Sierra de Guadarrama desde el 7 de enero.
A lo que se ve, los huesos también los carga el diablo…
Por si fuera poco, uno de los osarios ante los que se detuvo Sánchez, con la mirada lánguida y la boca curva, está en el primer piso de la capilla del Santo Sepulcro y esos columbarios albergan en su inmensa mayoría soldados del bando nacional, siendo el resto víctimas civiles represaliadas en la retaguardia por milicianos del Frente Popular. Para más inri, ahí se hallan una treintena de religiosos y catorce mártires de guerra, de los cuales cuatro son beatos -dos de ellos padres agustinos- y un niño de quince años, Antonio Gaitán Perabad, que murió abrazado a su padre porque no quiso separarse de él cuando lo acribillaron a balazos. Se trata, por consiguiente, de reliquias exhibidas impúdicamente, a mayor gloria del Presidente.
A decir verdad, Sánchez no dejó satisfecho a nadie. Ni siquiera a la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, que lamentó profundamente que las familias de las víctimas aún no hayan podido acceder al recinto para ver como se desarrollan esos trabajos, mientras sí lo ha hecho él, con fines a todas luces propagandísticos. Sólo fueron invitados al Palacio de la Moncloa -han manifestado- el pasado verano, en plena campaña electoral, con un gran despliegue de medios gráficos.
Aquel jueves 4 de abril, cuando terminó su paseo mortuorio y fantasmal por el hipogeo, Sánchez se despojó del disfraz de forense y al llegar a la Moncloa -como quien regresa de una fiesta de Halloween que se ha prolongado más de la cuenta-, emitió un comunicado a través de las redes sociales que rezaba así:
Hoy he visitado los trabajos del laboratorio forense en el Valle de Cuelgamuros que atiende la demanda de 160 familias que aún están buscando respuestas. La Ley se va a cumplir y debemos saldar nuestra deuda pendiente con quienes dieron su vida luchando por la libertad y la democracia en España.
Sic erat scriptum.
Sabíamos que el futuro ya no es lo que era -como dijo Paul Valèry- pero ignorábamos que el pasado fuera más impredecible e inquietante todavía. Ahora resulta que el lobito -la ll República- era bueno y lo maltrataban todos los corderos…
Miguel Espinosa García de Oteyza
Escritor

Autor

Miguel Espinosa Garcia de Oteyza
Miguel Espinosa Garcia de Oteyza
Miguel Espinosa García de Oteyza es licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid.
Ha desarrollado su actividad profesional en la Bolsa, la Banca y la Empresa.
Hijo del que fuera ministro de Hacienda de Franco, Juan José Espinosa San Martín, Miguel es también autor de tres libros. El más reciente, "Mi tío robó los diarios de Azaña y otras historias familiares".
LEER MÁS:  Ya estamos de nuevo en 1936. Así son LOS DISCURSOS DE LAS 2 ESPAÑAS El de Ayuso en Madrid y el Sánchez en Barcelona. Por Julio Merino
Últimas entradas
Suscríbete
Avisáme de
guest
0 comentarios
Feedback entre líneas
Leer todos los comentarios
0
Deja tu comentariox