10/05/2024 00:35

La estancia de Pedro Sánchez estas Navidades en Quintos de Mora, a donde se ha desplazado a bordo de un Súper Puma -helicópteros que fueron adquiridos por el Gobierno de Franco el verano del 75 y estrenados por el entonces Príncipe Juan Carlos-, me ha traído a la memoria la Semana Santa que pasé en esa idílica finca cuando mi padre, Juan José Espinosa San Martín, era Ministro de Hacienda en la década de los sesenta. Fue precisamente en esos paradisíacos parajes donde mi progenitor abatió un ejemplar macho de cabra hispánica, cuya cabeza disecada presidió, con sus cuernas anilladas y robustas y la barba oscura bajo el mentón, el vestíbulo de nuestra casa de Madrid durante muchos años, formando parte del acervo familiar.

Aunque apodado el «rancho de Aznar» por  Condoleezza Rice, y considerado el «Camp David español», al acoger, entre otros ilustres mandatarios, a George W. Bush, Tony Blair o Lula da Silva, lo cierto es que esos predios fueron comprados por el Gobierno de Franco al pueblo de Mora de Toledo en 1942 y allí, alejado del mundanal ruido, se retiraba el Caudillo cuando disponía de unos días de asueto a practicar sus dos aficiones favoritas: la caza y la pesca.
En un Land Rover destartalado transitamos esos caminos forestales, con las ventanillas abiertas, respirando el aire puro del bosque, perfumado de jara y tomillo, entre brezos, alcornoques y madroños,  mientras divisábamos conejos y ardillas en medio de un denso silencio, sólo roto por el rumor de un arrollo o el zureo de las palomas torcaces.
Desde lo alto de un peñasco, enfocamos con los prismáticos la Sierra de Toledo, el majestuoso y cenital vuelo de un águila imperial y distinguimos, entre el follaje, una manada de muflones salvajes.
Una mañana radiante, mientras arrojaba, de orilla a orilla, guijarros de canto sobre la superficie del río Las Navas, donde se zambullían los sapos y las ranas, vi una nutria buceando en zigzag hasta que emergió abruptamente de las aguas cristalinas, con su pelaje oscuro y reluciente, escabulléndose entre los juncos y los herbazales.
Alrededor de la vivienda, enclavada sobre una raña y rodeada de un patio con arcos, perseguíamos saltamontes entre las flores silvestres, trepábamos por las encinas y le suplicábamos a mi padre que nos aupara a la grupa de la escultura de un ciervo que se alzaba junto a la puerta. Al languidecer el día nos refugiábamos en la casa, decorada con trofeos de caza, vigas de madera y rústicos muebles castellanos, por cuyos largos pasillos jugábamos al escondite, ocultándonos tras las cortinas, dentro de los armarios o bajo las camas de todas las habitaciones, menos una: la de Franco, que envuelta en un halo de misterio, permanecía cerrada a cal y canto.
En aquella España, impregnada de un espíritu místico y religioso, se respetaba escrupulosamente la Cuaresma y, tras bendecir la mesa mi madre, comíamos verdura y pescado fresco capturado en los afluentes del Guadiana.
Como la televisión -una arcaica Telefunken que desatascábamos a base de golpetazos-, sólo emitía procesiones, los Santos Oficios o música sacra, nosotros nos distraíamos con los juegos de mesa que había en la casa guardados en el cajón de una alacena: un parchís, un dominó, una baraja española de naipes gastados con la que jugábamos al tute, la brisca o las siete y media…aunque lo que a mí me tenía fascinado era un ajedrez con las piezas de madera de boj y una base de fieltro verde que se deslizaban suavemente sobre el tablero revestido de cristal, frente al que mi hermano y yo nos devanábamos los sesos, como si fuéramos Fisher y Spassky.
– No perdáis ninguna pieza, por favor…- nos advirtió mi padre una tarde lluviosa mientras leía el periódico, arrellanado en un butacón, junto a la chimenea en la que chisporroteaba la leña.-Y luego, mirándonos fijamente por encima de las gafas, añadió algo que me impresionó- Es el ajedrez de Franco…
El Sábado Santo, la víspera de regresar a Madrid, nada más terminar la partida, yo me encargué de guardar las piezas en la caja, separando cuidadosamente las negras de las blancas.
– ¿Están todas?- me preguntó mi padre.
– Sí- le respondí satisfecho.
Luego deposité la caja de cartón piedra sobre el tablero de cristal de un golpe seco y comprobé desolado que el vidrio se había resquebrajado.
Miré a uno y otro lado y tras cerciorarme de que no había testigos del estropicio, coloqué disimuladamente el ajedrez hecho añicos sobre la repisa de la librería, pero el sentimiento de culpa me atormentó durante días…
Por eso, cuando semanas después, una luminosa mañana de domingo, justo antes de arrancar el Desfile de la Victoria en el Paseo de la Castellana, engalanado con banderas de España, un estridente toque de clarín anunció la llegada de Franco, di un respingo en el asiento. Tras protegerme de los rayos del sol con la mano, a la vez que sonaban los acordes del himno nacional, avisté al Generalísimo desde la tribuna de invitados- donde estaba sentado junto a mi madre y mis hermanos-, avanzando parsimoniosamente hacia nosotros en un imponente Rolls Royce descapotable, custodiado por la guardia mora, con sus pomposos uniformes, trotando a lomos de sus caballos y vitoreado por la muchedumbre enfervorizada, mientras yo poco a poco me jibarizaba, hasta que se detuvo justo a nuestro lado.
En cuanto descendió del vehículo, Franco fue cumplimentado ceremoniosamente por sus ministros, entre quienes distinguí, con orgullo, a mi padre -un orgullo que se ha agigantado con el paso de los años-; luego el  Caudillo trepó hasta la tribuna presidencial y ocupó el arengario, flanqueado por el ministro del Ejército y el príncipe Juan Carlos.
Precedidos de grímpolas, banderas y estandartes,  desfilaron con marcialidad soldados de los tres Ejércitos, entre jeeps, camiones y carros de combate; escuadrones motorizados, unidades de la Policía Armada y la Guardia Civil, jaleados por un público entusiasta que abarrotaba los andenes, mientras los atronadores aviones surcaban el cielo raso de la capital dejando una estela rojigualda en el aire sin que yo dejara de mirar con el rabillo del ojo a Franco que, luciendo sus centelleantes condecoraciones en la pechera, permanecía erguido e inmóvil, como una esfinge, en el estrado, hasta que instantes antes de terminar la parada militar mi padre se acercó presurosamente a nosotros desde la tribuna de al lado.
– ¿Queréis saludar a Franco?- nos preguntó.
– No- respondí yo con un hilo de voz al tiempo que sacudía la cabeza.
Esa fue la única oportunidad que tuve de estrechar la mano de Franco…
Miguel Espinosa García de Oteyza
Escritor

Autor

Miguel Espinosa Garcia de Oteyza
Miguel Espinosa Garcia de Oteyza
Miguel Espinosa García de Oteyza es licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid.
Ha desarrollado su actividad profesional en la Bolsa, la Banca y la Empresa.
Hijo del que fuera ministro de Hacienda de Franco, Juan José Espinosa San Martín, Miguel es también autor de tres libros. El más reciente, "Mi tío robó los diarios de Azaña y otras historias familiares".
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2 comentarios
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Proby

¿Y por qué no quiso saludar a Franco?

aliena

¿»Trepó»? Qué ingenioso, mecachis.

Última edición: 3 meses hace por aliena
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