26/04/2024 18:38
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Allá, en el lejano y a la vez cercano Abu Dabi, el denominado «rey emérito» guarda sus muchos silencios. Quizás, esperando con ello, en correspondencia, el perdón que le permita regresar a España para poder morir aquí y ser enterrado con todos los honores; quizás sea un guion ya cerrado. Entre esos silencios, que no parecen que vayan a quebrar la posible reforma de la ley de secretos y documentos oficiales, destacan, sin ser los más importantes, los referidos a lo sucedido entre el verano de 1980 y el 23-25 de febrero de 1981.

Los aniversarios, y no es la primera vez que cumplo con la cita, llevan a los directores de las publicaciones a solicitar algún artículo que funcione a modo de recordatorio o revisión de hechos significativos. En algún momento se realiza un mayor despliegue en virtud de intereses concretos, usualmente vinculados al acontecer político. Sin embargo, el 23-F queda desde hace tiempo en el olvido.

Ocuparse hoy del 23-F es para una parte importante de los españoles casi como hablar de un pasado muy muy lejano; para otros, ya hay poco que añadir a la «versión oficial», no exenta de valor mitológico (está aún dentro de la mitología de la Transición y de la biografía de Juan Carlos I), vivida o aprendida. Hay, sin embargo, un punto en el que los historiadores estamos de acuerdo: el 23-F fue un hecho destacable en el proceso de consolidación del sistema democrático creado con la Constitución de 1978. A partir de ahí conviene, como veremos, matizar.

Debo reconocer que mi opinión sobre los hechos del 23-F, de los que como muchos españoles tengo vivencia personal, ha ido variando con los años. Muchas de las cosas que después algunos autores han presentado como gran novedad eran ya conocidas, aunque hurtadas a la opinión pública, unas semanas después, pero entonces se reputaban como falsas.

Valga como introducción de estas líneas que el 23-F no es importante por lo que sucedió sino por sus consecuencias: previstas, imprevistas, aprovechadas o buscadas. Una de ellas la enuncié hace una treintena de años: puso fin a las posibilidades electorales de Fuerza Nueva cuando se encontraba en plena expansión, y en la trastienda política de ese hecho sí cabe hablar de las maniobras realizadas desde arriba al viento de la reinterpretación del 23-F. El 23-F puso fin durante décadas a las expectativas de conversión en una fuerza política importante a toda opción más allá del actual Partido Popular.

No carece de importancia, a la hora de interpretar y trazar la realidad de los hechos, la terminología que se emplee para referirse a un acontecimiento concreto. Fue moneda común durante los siguientes 30 años al 23-F presentar/calificar los hechos como «golpe de estado» o «intento de golpe de estado».

Hoy, tras no pocas versiones críticas con el «relato oficial», el relato del consenso realizado por periodistas, historiadores y políticos de todo signo que aún lo utilizan, no es extraño en los manuales encontrar ciertas matizaciones y abrir algunas incógnitas con respecto a la actuación esa noche de Juan Carlos I: «la posición de la Corona como única institución de autoridad en condiciones de actuar, aparecía como decisiva, pero el rey no se dirigió al país hasta la 1.14 de la madrugada, después de mantener conversaciones con los jefes militares»; ¿qué habría hecho el rey si esas conversaciones hubieran sido adversas?

Pero no se trata solo de delimitar la actuación del entonces rey sobre la que se han vertido páginas y páginas, unas inculpatorias y las más exculpatorias.

Quienes tenemos memoria de los hechos, porque los vivimos desde líneas políticas exteriores a los entonces denominados «partidos del consenso», que llegaban desde AP/CD -antecedente del PP- hasta el PCE, pasando por el PSOE o la CiU de Jordi Pujol, recordamos, y hasta guardamos documentos en nuestros archivos, la campaña subsiguiente a aquel día de 1981 que pretendió ocultar los antecedentes de la operación del 23-F. Una campaña centrada en tratar de reconducir la autoría, intelectual y material, hacia los aledaños de las reminiscencias franquistas o a la extremaderecha. Campaña que lanzaron, bien instruidos, medios como Cambio 16, Diario 16 o El País, más preocupados en manipular que en investigar. También destinada a apagar una campaña de menor intensidad, pero con importante extensión, que explicaba que tras el 23-F estaría realmente el propio Juan Carlos I.

Lo que a la altura del año 2023 sería difícil poner en duda es que el rey fue uno de los grandes usufructuarios del 23-F, pues le permitió borrar durante décadas, de un plumazo, su pecado original: ser el rey traído por Francisco Franco (arquetípicas son en este sentido las biografías de Powell o Preston, hoy un tanto sonrojantes ante la salida a la luz de lo que era un secreto a voces sobre el comportamiento de Juan Carlos I y que ellos, sin duda, conocían).

Del 23-F sabemos mucho, conocemos en profundidad lo que yo denominaría «los detalles del entretenimiento»; sabemos cuántos tanques y soldados salieron en Valencia, lo que consumieron en el bar del Congreso sus ocupantes, lo que dijo fulanito y menganito, el lío de horas y tiempos, las idas y venidas, el discurrir de la grabación del afamado mensaje desde la Zarzuela a los estudios de TVE…

Aunque no haya trascendido en demasía, algunos tenemos cierta constancia de la extensión real del conocimiento sobre la operación que existió en no pocas capitanías generales y unidades militares que, por prudencia/acuerdo político, quedó cubierta con la reducción a los que comparecieron ante el tribunal militar en el denominado «juicio de campamento». Pero solo, y de forma muy tangencial, con muy escasa base documental, conocemos como se gestó aquella operación. Y seguimos preguntándonos: ¿cuál fue el grado de participación o conocimiento fuera de los ámbitos estrictamente militares? ¿hasta dónde llegó la trama que dio vida a la operación del 23-F?… Resulta cuanto menos destacable que, transcurridos 42 años, nadie haya reclamado una investigación oficial u oficiosa sobre ello, pero para llevarla a cabo sería necesaria la desclasificación previa de esa documentación. Tiempo al tiempo.

En este sentido, acercarse al 23-F sigue teniendo una trascendencia política que va más allá de la historia. Descartemos lo que nunca fue: un golpe franquista. Ni tan siquiera cabría vincularlo, aunque se haya hecho, al pensamiento, la doctrina y el comportamiento militar durante el régimen de Franco: tan franquista podía ser el general Guillermo Quintana Lacaci, que desbarató militarmente el movimiento de dominó que pudo producirse en aquella tarde de febrero de 1981, como Milans del Bosch.

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Afirmemos lo que en realidad fue: una operación política con concurso militar con objetivos que fueron variando al ritmo del desarrollo de los hechos desde que comenzó a cobrar forma a mediados de 1980.

El relato oficial más elaborado sobre el 23-F es el que afirma que a la altura de 1980 había cobrado cuerpo una débil cadena de propuestas «golpistas» por parte de sectores duros del ejército que podían conducir a uno o varios golpes de estado de amplio respaldo o de aceptación pasiva, blandos o duros, con forma «comisoria» o de dictadura militar en su horizonte. En esa línea se estimaba que todos los planteamientos operacionales pasaban por una acción desencadenante que provocara un «vacío de poder», por la creación de un gobierno comisorio…, pero que políticamente, todo lo más, asumían una limitación política en aspectos tales como las autonomías o la legalidad de partidos como el PCE, una acción resolutiva contra el terrorismo, junto con otros objetivos difusos; no existía liderazgo militar alguno que implicase la sustitución del rey a lo que conduciría, sin duda, un golpe de estado concebido como tal.

Ese rosario de proyectos, con distinto grado de entidad, serían la base de lo que se calificaría como «golpe duro». Inviable, porque algunas reuniones o planes, que no fueron más allá de la mente de su autor, eran inmediatamente conocidos (citemos la afamada, y reutilizada tras el 23-F como antecedente, «operación galaxia», o la destitución del general Torres Rojas). Pero, añadimos ahora, el manejo del «ruido de sables» como amenaza era ampliamente utilizado en la política de aquellos años en un sentido o en otro.

En ese relato de los hechos, los servicios secretos dejarían prosperar esas corrientes, pese a conocerlas y remitirlas a las altas alturas del Estado, incluido el rey, para aprovecharlas y usarlas, llegado el momento, como «vacuna». Esto último es una conclusión más que asumible desde la lógica. En este sentido, el 23-F se convirtió, el 24-F, en la operación que actuó como elemento disuasorio definitivo frente a los teóricos «sectores golpistas» del ejército, lo que encierra una parte, pero solo una parte, de verdad. Estimar lo contrario sería levantar un acta de acusación o de torpeza manifiesta para los servicios secretos del estado.

De lo que no cabe duda, entre toda la maraña de testimonios, deducciones, referencias que se han ido reproduciendo en los trabajos publicados (destaquemos los de Bolaños o Cercas y no desdeñemos del todo las diatribas de Martínez Inglés), es que a la altura del verano de 1980 el posible liderazgo militar existente para un golpe de estado pasaba por los generales González del Yerro y Miláns del Bosch, especialmente por este último. Tenientes Generales a los que podrían secundar la mayoría de los capitanes generales, dada la vinculación de unas carreras que se remontaban hasta su participación como oficiales en la División Azul. Ahora bien, en el mismo sentido, se puede afirmar que, en la mente de Milans del Bosch, pasaba a ser condición clave que cualquier acción tuviera la anuencia real. No era algo privativo del general de Valencia, así Quintana Lacaci, con toda honestidad, explicaba tras los hechos: «El rey me mandó parar el golpe y lo paré. Si me hubiera ordenado asaltar el Congreso, lo habría hecho». Poco más se puede añadir.

A la altura de 1980 la Transición no caminaba precisamente por el mejor de los caminos, lo que se estaba produciendo era el desencanto general frente al proceso político iniciado externamente tras la muerte de Franco. La mitología de la Transición ha procurado borrar esta realidad.

La fuerte crisis económica, el intento de paliar un paro creciente mediante el crecimiento del empleo público en una administración que engordaba día a día, el terrorismo (en 1980 fueron asesinadas 93 personas, la mayoría militares y la mayoría por ETA, sumándose decenas de heridos), la preocupación internacional por la situación española, la incapacidad del presidente del gobierno, Adolfo Suárez, a la hora de encontrar un camino mientras la coalición que presidía se enzarzaba en querellas cainitas, el descrédito que salpicaba al propio rey… estaban ahí y no pueden ignorarse cuando tantos se planteaban y planteaban: ¿qué hacer?». Había transcurrido menos de un año desde las elecciones de 1979 y el presidente del gobierno, Adolfo Suárez, estaba perdiendo todas las confianzas, incluida la real.

El 23-F nace en esa coyuntura de la mano de dos operaciones políticas simultáneas y convergentes: la primera, la necesidad de sustituir a Adolfo Suárez, que no acepta las recomendaciones que de un modo u otro le hacen llegar; la segunda, la formulación de la idea/concepto del «golpe de timón», cuya paternidad es múltiple y entre la que encontraríamos a personajes tan diversos como el periodista monárquico Luis María Ansón, el líder catalanista Josep Tarradellas o el propio Manuel Fraga, fundador de Alianza Popular, que se vertebrará en la denominada «solución Armada».

El 23-F nace jugando con las noticias sobre reuniones para una posible intervención militar aupada sobre un descontento castrense, pero también social, tan notorio como creciente, que abre las posibilidades de prosperar a una «operación política» que se bautizará a posteriori como «solución Armada» y previamente como «operación De Gaulle». Quienes en esa época estaban en política o en el periodismo, o en determinados círculos de poder, y dieron alas a la idea, con el apoyo o el silencio, a la posibilidad, de que Adolfo Suárez fuera sustituido por un gobierno de concentración presidido por un militar. El propio Adolfo Suárez acabó hablando, semanas antes de su dimisión a finales de enero de 1981, de esas maniobras en las que participaría el PSOE para sustituirlo por un militar. Y tanto Manuel Fraga como Felipe González tenían información suficiente en el otoño-invierno de 1980 sobre la posibilidad de que ese militar fuera el general Alfonso Armada. ¿Hubo en la prensa una campaña denunciando y oponiéndose a esa posibilidad? Cabría decir que no.

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Quizás, cuando se desclasifiquen los papeles de los servicios secretos españoles, podamos saber hasta qué extremos y qué lugares llegaron las conversaciones político-militares-reales que se desencadenaron en el último semestre de 1980 y, sobre todo, el valor que los silencios pudieron tener para mover a unos y otros.

Si seguimos lo que se conoce, fueron los meses de las entrevistas del general Armada defendiendo esa operación de sustitución con políticos de diverso signo; de confluencia con el «posible golpe de estado» fruto del malestar castrense, del ruido de sables, del que tanto se hablaba. Aceptemos que también de convergencia final entre esos movimientos militares y el proyecto del general Armada. Lo que sí sabemos es que, a la altura de noviembre, existían informes conocidos por las altas autoridades del estado, incluido el rey, sobre todos los posibles proyectos de intervención militar (Panorámica de las operaciones en marcha se titulaba). A partir de aquí surgen las incógnitas aún por contestar y fundamentalmente una: ¿quién decidió dejar correr el reloj de los hechos? ¿quizás alguien estimó que agitar la amenaza podría ser suficiente para facilitar un cambio?

Fueron también los meses de sugerencias para la anuencia a Juan Carlos I en las que no queda muy claro aún el papel de su entorno, pero que las hubo es un hecho y que de Zarzuela no partió un NO rotundo, también. Lo que no cabe obviar es que la monarquía acusaba el desgaste del gobierno y que en el entorno de Juan Carlos I se estimaba que la incapacidad política del ejecutivo ponía en peligro a la Corona.

En este ambiente de lo que no cabe duda es que el rey se sumó con todo entusiasmo a la presión para acabar consiguiendo la dimisión de Adolfo Suárez, que de amigo y colaborador cercano había pasado a ser un problema para la propia monarquía. En los días posteriores al 23-F se difundió que existió una reunión militar, con presencia de mandos militares y del rey, con Adolfo Suárez, en la que el rey abandonaría oportunamente la sala, y aquellos le conminarían a dimitir. Adolfo Suárez siempre negó que abandonara por presiones, pero nadie niega hoy que estas existieron. El presidente daba por sentado que el PSOE había asumido la idea de sustituirlo por un gobierno presidido por el general Armada. También, tras la dimisión de Adolfo Suárez, que paralizó la operación con intervención militar, que el rey estuvo meditando sobre qué hacer: ¿tenía viabilidad la opción de proponer un militar para la investidura?

El 23-F se puso en marcha aprovechando las votaciones para la investidura del nuevo presidente Leopoldo Calvo-Sotelo, quizás la última maniobra política de Adolfo Suárez frente al rey. Lo demás es historia conocida.

El teniente coronel Antonio Tejero entró en el Congreso convencido de que actuaba con el apoyo real, aunque creía que era para que una junta militar, presidida por el general Milans del Bosch, tomara el poder. En realidad, el operativo era para asegurar el triunfo de la denominada «solución Armada», apoyada según se había comunicado a los implicados por el rey: un gobierno de concentración con representantes de los diversos partidos presidido por un militar (el propio general Armada) del que conocemos un listado que está ahí.

La operación fracasó, a mi juicio, por dos motivos simultáneos: el primero, la decisión de Guillermo Quintana Lacaci, que impidió que se produjera un efecto dominó que hubiera sido determinante controlando los movimientos de las unidades de la División Acorazada Brunete; segundo, la decisión de Antonio Tejero de no dejar al general Armada que propusiera a los diputados su alternativa al anochecer del 23-F. Lo que nadie había hecho, pese a la presencia del miembros del CESID, era detener la acción previamente. Es más, casi cabría estimar que lo que se había producido era un aliento indirecto para desencadenar una operación que conducía a la «solución Armada», algo que a pocos podía sorprender cuando esta era harto conocida.

La partida, entre las 18 y las 19 horas de la tarde del 23-F, se trasladó a la Zarzuela. El hecho es que la decisión pasó a manos de Juan Carlos I y su entorno; decisión que tomaron en función de las circunstancias. Todos sabemos cuál fue la opción finalmente asumida a lo largo de aquella tarde-noche, lo que no sabemos es cuántos actores quedaron en la sombra y, sobre todo, cómo decidieron afrontar las consecuencias los diferentes líderes políticos a partir de que el 24-F salieran del Congreso.

Se lea como se lea lo cierto es que el gran usufructuario del 23-F fue Juan Carlos I. Una de las motivaciones esgrimidas por Armada y que estaba en el discurso político, el descrédito del rey, se diluyó tras el 23-F. El rey pasó de ser el motor del cambio al garante/salvador de la democracia en la mitología de la Transición, lo que, en gran medida, pese a su descrédito personal actual, se mantiene. El rey dio por amortizado el proyecto político que se había ido diseñando antes de la muerte de Franco, en el que su figura quedaba vinculada a lo que debería de ser la mayoría política hegemónica: la de lo que hoy denominamos centroderecha ganadora de las dos primeras elecciones. La resultante fue la alianza invisible entre la monarquía y el socialismo, la entente de proximidad que todos pudimos ver durante años entre Felipe González y Juan Carlos I mientras floreció la cultura del pelotazo.

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JoseAntonio1

Se agradece la aportación ordenada de datos que ayudan a esclarecer lo que pasó .Asimismo la lógica de los hechos que se describe , es bastante verosímil , aunque habrá que esperar a que se desclasifiquen datos que dejen aún más claro todo lo que pasó .

José Santandreu

Hubiera podido ser Fuerza Nueva una especie de «Vox» en los años ochenta? Interesante hipótesis, quizás sin 23-f…Buen artículo, por lo demás.

Geppetto

El 23 F estuvo bien planeado y mejor llevado a cabo, hubiera funcionado si no se hubiera topado con la dignidad, el honor y el sentido del deber de Antonio Tejero, que al darse cuenta de la encerrona, la controlo y la anulo.
Tanto si funcionaba como si no el ganador era y fue el Rey Juan Carlos, si ganaba el seria el que salvaba España apoyando el gobierno de salvación nacional que proponía su amigo y mentor Alfonso Armada y sino, con un discurso en el que negaba toda participacion y se ponía al lado de los «oprimidos demócratas» también salvaba la Patria.
El único que perdía, pasara lo que pasara, era Tejero, en cualquiera de las situaciones terminaría mal.
S.M el Rey no habla del 23 F como no habla de los muchos enjuagues y asuntos mugrientos en los que estan envueltos los demócratas españoles, desde Suárez a Sánchez porque sabe que existe eso que se llama Majestad y decoro y el, pese a todo, es la cabeza visible de la Casa reinante.
Por el mismo sentimiento de amor a España se callaron Milans del Bosch, Torres Rojas, Monje, Tejero y Sabino Fernández Campos entre otros muchos.
Por lo demás es evidente que en aquella época había un fuerte malestar en el Ejercito fruto de la desatinada política de Suárez con los separatistas y con los comunistas, con el propio Suárez que les había mentido a la cara y con la deriva del régimen en si mismo que si seguía por ese camino arrastraría en su caída a la Monarquía, caída que buscaba otro golpe militar, este menos blando, en el que Jefes del Ejercito planeaban echar al rey sin mas historias y terminar con los separatismos y la constitucion y que fue abortado porque se le adelanto el del Rey-Armada..
Armada junto a algunos jefes de los servicios secretos y varios poéticos fraguaron un acto que saboteara al Ejecutivo y que sirviera como detonante para un cambio, que el Rey creía positivo para el y que nunca se sabrá como hubiera terminado si el Gobierno de salvación nacional hubiera respondido de manera diferente a la que les plantearía Armada.
Armada se apoyo en el prestigio de Millns del Bosch para tener contenido al Ejercito y que actuara en contra o a favor del golpe en si y Milans, que no sabia una palabra de lo que tramaba Armada, pico, era el militar mas monárquico que habia y si el Rey le pedía su concurso, allí estaría.
La mayoría del Ejercito, sencillamente, estaba a las ordenes de S.M el rey y harían exactamente lo que este les ordenara, cosa que hicieron.
Cuando la ETA asesino a Quintana Lacaci muchos de sus compañeros de milicia se sintieron profundamente indignados, pero sabían a y así lo dijeron, que era una consecuencia de su actuación al frente de la Capitanía General de Madrid, actuación que impidió que el ejercito arrasara a la ETA-PNV.
Y aunque no guste, esa fue la reaccion de buena parte de sus compañeros de promoción, promocion I de Transformación llena de Alféreces provisionales y algunos cadetes antiguos que habian combatido voluntariamente contra el frente rojo en 1936 y cuya sensibilidad frente a la Constitución que de nuevo disgregaba España era muy conocida.

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