21/11/2024 12:01

El masoquismo del pueblo español contemporáneo pasará a las Crónicas de la Infamia y de la Insania como un caso proverbial. No conozco o no me viene ahora a la memoria un caso similar en la historia: el de una sociedad que elige y reelige a sus enemigos. Y no sólo les convoca una y otra vez para que se eternicen en la depredación, sino que los justifica, simpatiza y reverencia. A la gran mayoría del pueblo español no le importa que los malhechores le roben, le humillen y le extingan, porque al parecer son sus malhechores, sus hijos sociales y políticos. Y este hecho histórico, tan repugnante desde el punto de vista moral, social y político, no puede entenderse si no es aceptando que la esclavitud y el servilismo que, desde una mirada sana padece la ciudadanía, no son tales, sino amor por las cadenas y por los esclavistas. Y en una situación así, de absoluta bajeza moral, de atroz indignidad y corrupción, la batalla cultural debe ser prioritaria. Porque lo innato humano, que es el alma, el albedrío, está podrido hasta las raíces.

Puede decirse que todo aquello en lo que creemos, añadido a nuestros hábitos, a nuestros comportamientos, a los medios de que nos valemos y a las referencias o circunstancias que nos proporciona el entorno, es la cultura. Y puede decirse, así mismo, que toda cultura implica un sistema elaborado de formas intelectuales y plásticas. La cultura es un legado que podemos alterar de acuerdo con nuestra percepción de las cosas y del mundo, con nuestra idea de civilización y, en nuestra época, de acuerdo con las consignas que el poder globalista nos dicta, cuya propaganda vienen difundiendo sus sicarios más o menos agresivamente. El problema, hoy, es que dicha cultura globalizadora es una cultura materialista y desalmada, es decir, sin alma, y, más allá, una cultura de extinción y de muerte.

El hombre, hoy, ha decidido acabar con el hombre, promoviendo una cultura disparatada. No a través de una pugna entre ciudadanos comunes, sino mediante una masiva desnaturalización y un genocidio orquestado por los grandes poderes financieros para despoblar parcialmente el planeta de seres humanos, y para esclavizar a su antojo a los sobrevivientes. Y al catálogo de medios utilizados para ello: vitales (aborto, eutanasia, genocidio por superpoblación), ambientales (ecologismo, cambio climático), educativos (adoctrinamiento, abducción ideológica), histórico-culturales y legislativos (leyes de memoria y de seguridad nacional), políticos (ataques a la soberanía de los pueblos, ataques al idioma, inmigración, terrorismo, organismos internacionales: Bruselas, ONU, OMS, OTAN), químicos (exterminio vírico, pandemias), sociales-sexuales-sanitarios (ataques a la familia, al matrimonio tradicional, a las relaciones de pareja y a la infancia, feminismo, LGTBI, transhumanismo, animalismo); y a este repertorio, como digo, se añaden los medios informativos, es decir, la propaganda, la prensa venal, el agitprop, e incluso, en nuestro caso concreto, la leyenda negra.

Aunque algunos se nieguen a concebir que la masificación pueda entenderse como cultura, porque la cultura de masas es la negación misma de todo aquello que ante los ojos del poeta se revela como esencial, lo cierto es que hoy se da una conducta y una forma de pensar superficial y gregaria. Interesa lo epidérmico, lo que no implica compromiso, lo que atrae a las multitudes, fomentado por un determinado tipo de cultura publicitaria que nos viene estratégicamente impuesta por los nuevos demiurgos. Si la mentalidad -según el historiador y ensayista José Antonio Maravall- «es una síntesis vital: la síntesis en que se ofrece el mundo tal como es entendido para sobrevivir en él y para actuar en el inmediato mañana que se espera», no cabe duda de que la mentalidad de la sociedad de hogaño, es decir, su manera de vivir, de actuar, de organizarse y de pensar está articulada en un plano destructor y negativo, que es precisamente el objetivo de los esclavistas que dirigen nuestro mundo contemporáneo.

Pero quienes se niegan a aceptar esa cultura masificada, opinan por el contrario que la cultura es el conjunto de todas las formas de arte, de amor y de pensamiento, capaces de volver al hombre más sabio y menos esclavo. Y, por ende, los individuos, al recibir ese conjunto de creencias, hábitos y mitos que suponen la herencia cultural, lo deben mejorar si ya es bueno, o desechar si es nocivo. Ítem más si consideramos que la cultura, más allá de entenderla como civilización externa, y aunque sea un valor de este mundo, estamos obligados a verla también como cultivo y perfeccionamiento de las facultades espirituales. O sea, debemos tratar de trascender su valor temporal o relativo, para, alzándola por encima de un código de principios, acercarla a la esencia del Evangelio.

El caso es que, trayendo el asunto a nuestra patria, y dando por cierto que a su ciudadanía le falta sensibilidad cultural en todos los aspectos, y particularmente en la cuestión cívica, está claro que no se puede dar la batalla cultural halagando a dicha ciudadanía u ocultándole sus defectos. La majestad del pueblo, cuando éste es consciente de su emancipación y del significado crucial del civismo, consiste en evitar la injusticia y no tolerar que las ciénagas morales, los reinos de la sinrazón, prosperen gracias al crimen. Una virtud ésta que ha estado ausente en el pueblo español durante las últimas décadas.

Lo que más espanta de esta impostada escena democrática que España sufre, de este trágala que los enemigos del pueblo han impuesto a la chita callando como cultura de la depredación y de la muerte, es decir, como Sistema, es ver a los políticos y a sus sostenedores, sin mérito ni vergüenza, siempre dispuestos a saquear al pueblo, mientras la muchedumbre ignorante y estólida, va extinguiéndose poco a poco o se contenta con gozar los espectáculos que le regocijan y los privilegios de un bienestar falso y de un hedonismo vacío.

En la España de hoy, mientras el pueblo se deteriora y empobrece, crecen cada día más los patrimonios mal conseguidos, las riquezas ventajosamente ganadas. Sin embargo, como al codicioso siempre le falta el oro, nunca se hartará de aumentarlas. Si realmente el pueblo se siente robado, engañado y humillado por la actuación de sus dirigentes, ha de arrancar de raíz los gérmenes de las infames pasiones de estas élites gobernantes y financieras que le depredan, y templar su ánimo en la determinación de juzgarlos y encarcelarlos con urgencia.

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Frente a la codicia de sus gobernantes, frente a los premios otorgados a los ladrones y a los pervertidos, la llamada Transición democrática ha dejado solos a los espíritus libres, a los trabajadores honrados y solidarios que se esfuerzan en provecho de un fin común. Por eso, al contrario de lo que viene ocurriendo, que se alza al infractor hasta las más altas magistraturas, debe entenderse como imperativa la necesidad de una cultura moral que estigmatice al delincuente, impidiéndole su acceso a la función pública, y así mismo identificar a sus electores y sustentadores, sacándoles del anonimato en el que se suelen ocultar dentro de las estructuras sociales ordinarias, para ubicarlos en un espacio social diferenciado: el de los traidores a la vida, a la humanidad y a la patria.

La batalla cultural pendiente, que no debiera ser difícil en un pueblo que ha dado a la Historia insignes ejemplos de hidalguía, generosidad y cultura, consiste en acabar con el paraíso de impunidad en que los matones han convertido a España, y de paso, acabar con quienes les respaldan y patrocinan. Y, con ello, dejando de facilitar el abuso, extinguir el cenagal en el que chapotean arrogantes desde hace casi cinco décadas, pues la práctica criminal sin consecuencias penales les ha convencido de que el Estado es suyo y que la explotación de los pecheros es connatural a su omnímodo poder.

Contra este sentimiento despótico, la regeneración pasa por lograr que la percepción ciudadana se sensibilice tanto de la insoportable irregularidad jurídica que sufre como de sus obligaciones cívicas; que el espacio normativo e instructivo descubra la realidad social y se conciencie del conflicto sociocultural y político que subyace en ella, hasta que las mayorías vulgares, indiferentes o silenciosas se reduzcan en beneficio de las minorías cívicas, cultas y activas. Y, en la práctica, equiparando dicha cultura moral o poder cultural a la fuerza de la ley y asentándose sobre el principio de la responsabilidad cívica que atañe a toda comunidad.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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