21/11/2024 16:11
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Esta es la parte sexta de la serie de artículos sobre el libro de Jesús Hernández Tomás, Yo fui un ministro de Stalin. En ella reproducimos el texto que trata de la horrible tortura y asesinato de Andrés Nin, presentada en uno de los párrafos más largos del libro, que he troceado con puntos y aparte para facilitar la lectura:

Andrés Nin, el antiguo amigo de Lenin, de Kamenev, Zinoviev y Trotski, fue asesinado en España por la misma mano que en Rusia había exterminado físicamente a toda la vieja guardia bolchevique. El crimen fue así:

En días sin noche, sin comienzo ni fin, en jornadas de diez y veinte y cuarenta horas ininterrumpidas, tuvieron lugar los interrogatorios. Quien de ello me informó tenía sobrados motivos para estar enterado. Era uno de los ayudantes de más confianza de Orlov, el mismo que había luego de ponerme en antecedentes sobre el proyecto de asesinato de Indalecio Prieto.

 

Con Nin empezó empleando Orlov el procedimiento «seco». Un acoso implacable de horas y horas con el «confiese», «declare», «reconozca», «le conviene», «puede salvarse», «es mejor para usted», alternando los «consejos» con las amenazas y los insultos. Es un procedimiento científico que tiende a agotar las energías mentales, a desmoralizar al detenido. La fatiga física le va venciendo, la ausencia del sueño embotándole los sentidos y la tensión nerviosa destruyéndole. Así se le va minando la voluntad, rompiéndole la entereza. Al prisionero se le tienen horas enteras de pie, sin permitirle sentarse hasta que se desploma tronchado por el insoportable dolor de los riñones.

 

Alcanzado este punto, el cuerpo se hace espantosamente pesado y las vértebras cervicales se niegan a sostener la cabeza. Toda la espina dorsal duele como si la partieran a pedazos. Los pies se hinchan y un cansancio mortal se apodera del prisionero, que ya no tiene otro afán que el de lograr un momento de reposo, de cerrar los ojos un instante, de olvidarse de que existe él y de que existe el mundo. Cuando materialmente es imposible proseguir el «interrogatorio», se suspende. El prisionero es arrastrado a su celda. Se le deja tranquilo unos minutos, los suficientes para que recobre un poco su equilibrio mental y comience a adquirir conciencia del espanto de la prolongación del «interrogatorio» monótono, siempre igual en las preguntas e insensible a las respuestas que no sean de plena inculpación. Veinte o treinta minutos de descanso son suficientes. No se le conceden más.

 

Y nuevamente se reanuda la sesión. Vuelven los «consejos», vuelve el tiempo sin medida en que cada minuto es una eternidad de sufrimiento y de fatiga, de cansancio moral y físico. El prisionero acaba desplomándose con el cuerpo invertebrado. Ya no discute, ni se defiende, no reflexiona, sólo quiere que le dejen dormir, descansar, sentarse. Y se suceden los días y las noches en implacable detención del tiempo. Del prisionero se va apoderando el desaliento, produciendo un desmayo en la voluntad. Sabe que es imposible salir con vida de las garras de sus martirizadores y su anhelo se va concentrando en un irrefrenable deseo de que le dejen vivir en paz sus últimas horas o de que lo acaben cuanto antes. «¿Quieren que diga que sí? Quizá admitiendo la culpabilidad me maten de una vez». Y esta idea comienza a devorar la entereza del hombre.

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Andrés Nin resistía increíblemente. En él no se daban, los síntomas de ese desplome moral y físico que llevó a algunos de los más destacados colaboradores de Lenin a la inaudita abdicación de la voluntad y firmeza revolucionarias, a esa absurda consideración de que «Stalin es un traidor, pero Stalin no es la revolución, ni es el Partido y, puesto que mi muerte es inevitable, voy a hacer el último sacrificio a mi pueblo y a mis ideales, declarándome contrarrevolucionario y criminal, para que viva la revolución». ¡Con qué asombro el mundo entero escuchó a estos prohombres de la revolución rusa infamarse hasta la abyección, sin que de sus labios saliera una palabra condenatoria para el estrangulador de esa misma revolución que con su silencio querían salvar!

 

Se ha hablado de drogas especiales cuyo secreto poseen los rusos. No creo en tal versión. De no admitir esa desquiciada idea de «servir a la revolución» in artículo mortis, creería, sí, en el juego de ciertas consideraciones humanas que llevan al hombre que se sabe definitivamente perdido, a tratar de salvar a sus hijos o a su esposa o a sus padres de la venganza del tirano, a cambio de su «confesión».

 

Nin no capitulaba. Resistía hasta el desmayo. Sus verdugos se impacientaban. Decidieron abandonar el método «seco». Ahora sería la sangre viva, la piel desgarrada, los músculos destrozados, los que pondrían a prueba la entereza y la capacidad de resistencia física del hombre. Nin soportó la crueldad de la tortura y el dolor del refinado tormento. Al cabo de unos días su figura humana se había convertido en un montón informe de carne tumefacta.

 

Orlov, frenético, enloquecido por el temor al fracaso, que podía significar su propia liquidación, babeaba de rabia ante aquel hombre enfermizo que agonizaba sin «confesar», sin comprometerse ni querer comprometer a sus compañeros de Partido, que con una sola palabra suya hubieran sido llevados al paredón de ejecución, para regocijo y satisfacción del amo de todas las Rusias. Se extinguía la vida de Nin.

 

En la calle de la España leal y en el mundo entero arreciaba la campaña exigiendo el conocimiento de su paradero y su liberación. No podía prolongarse durante mucho tiempo esa situación. Entregarlo con vida significaba una doble bandera de escándalo. Todo el mundo hubiera podido comprobar los espantosos tormentos físicos a que se le había sometido y, lo que era más peligroso, Nin podía denunciar toda la infame trama montada por los esbirros de Stalin en España. Y los verdugos decidieron acabar con él. Los profesionales del crimen, pensaron en la forma. ¿Rematarle y dejarle tirado en una cuneta? ¿Asesinarle y enterrarle? ¿Quemarle y aventar sus cenizas? Cualquiera de esos procedimientos acababa con Nin, pero la GPU no se libraría de la responsabilidad del crimen, pues era notorio y público que era ella la autora del secuestro.

 

Había, pues, que buscar un procedimiento que, al mismo tiempo que liberaba a la GPU de la responsabilidad de la «desaparición», inculpara a Nin, demostrando su relación con el enemigo. La solución, al parecer, la ofreció la mente encanallada de uno de los más desalmados colaboradores de Orlov, el «comandante Carlos» (Vittorio Vidali, como se llama en Italia o Arturo Sormenti y Carlos Contreras, como había hecho y se hacía llamar en México y en España).

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El plan de éste fue el siguiente: Simular un rapto por agentes de la Gestapo camuflados en las Brigadas Internacionales, un asalto a la casa de Alcalá, y una nueva «desaparición» de Nin. Se diría que los nazis lo habían «liberado», con lo cual se demostrarían los contactos que Nin tenía con el fascismo nacional e internacional. Mientras tanto a Nin se le haría desaparecer definitivamente y, para no dejar huella, se le tiraría al mar. La infame tramoya era burda, pero ofrecía una salida.

 

Un día, aparecieron amarrados los dos guardianes que vigilaban al prisionero en la casa de Alcalá de Henares (dos comunistas con carnet de socialistas); declararon éstos que un grupo como de diez militares de las Brigadas Internacionales, que hablaban alemán, habían asaltado la casa, les habían desarmado y amarrado, habían abierto la celda del prisionero y se lo habían llevado en un automóvil. Para dar más visos de realidad al siniestro folletín, en el suelo de la habitación de Nin se encontró tirada su cartera conteniendo una serie de documentos que demostraban sus relaciones con el servicio de espionaje alemán. Para que nada faltase hasta se encontraron algunos billetes de marcos alemanes.

Por la versión de quien mantenía contacto directo con Orlov pude más tarde reconstruir estos hechos. Pero del asesinato de Andrés Nin tuve la certidumbre plena al día siguiente de consumado el crimen. La compañera X me hizo saber que había transmitido un mensaje a Moscú en el cual se decía: «Asunto A. N. resuelto por procedimiento A».

Las «pruebas», en cuya «elaboración» documental intervino muy activamente W. Roces, resultaron tan huecas y falsas que ninguno de ellos pudo ser llevado al paredón de ejecución (a pesar de haberse editado un libro con todos los documentos del supuesto espionaje, libro prolongado por José Bergamín), y unos fueron puestos en libertad y otros condenados a penas no mayores de 15 años «por la participación de los procesados en la sublevación anarco-poumista del 5 de mayo de 1937 en Barcelona», movimiento en el que el POUM nunca había negado su participación activa.

Así se las gastaban los soviéticos y los comunistas en aquella república democrática.

En todo caso, no olvidemos que Nin no dejaba de ser otro canalla comunista capaz de permitir, utilizar si no ejecutar directamente crímenes semejantes.

Por cierto, al final se menciona a otro execrable canalla: José Bergamín. Un auténtico saco de pus.

En la próxima entrega seguiremos con el capítulo V.

Autor

Colaboraciones de Carlos Andrés
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