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LA RAZÓN Y LA DEMOCRACIA
En un artículo publicado en el Periódico de México de la Federación de Economistas Mexicanos, en junio de 2104, Carlos J. Díaz Rodríguez dejaba caer esta frase:
“La razón de la democracia es relativa, imperfecta; sin embargo, cuando crece el aprendizaje moral y científico de la mayoría de los votantes es posible llevarla al máximo nivel”.
No cuestionaba la democracia, solo quería recordar que las masas no siempre han tenido la razón al emitir su voto. Ponía como ejemplo el acceso de Hitler al poder y las consecuencias de aquella opción. También hacía notar que en ocasiones se han aprobado por referéndum leyes en contra del derecho natural, que se encuentra predeterminado por la naturaleza y que no solo parte de cuestiones meramente morales, sino científicas. Abogaba por superar el dualismo jurídico entre el derecho natural y el derecho positivo (creado por la legislación del hombre) para procurar que se complementaran, una tarea que parece ser harto difícil para algunos de nuestros legisladores.
La razón y la mayoría son dos conceptos que no tiene por qué ser compatibles. Se ha asumido, equivocadamente en mi opinión, que nuestra “presunta democracia representativa” produce un “gobierno del pueblo y por el pueblo”, que ya había superado las teorías ilustradas del “gobierno para el pueblo, pero sin el pueblo”. Es decir, se creé que nosotros, el pueblo, hemos dejado de ser un simple receptor de la acción de gobierno, para pasar a ser un sujeto activo de la soberanía a través de nuestros representantes. En paralelo a todo ello se ha dado por buena la idea de que “la opinión de la mayoría”, si es que eso existe, coincide con la “opinión de la mayoría parlamentaria”.
A este respecto, un error sobre el que quiero llamar la atención es que se dé por sentado que la “razón” la tiene siempre la mayoría, sea parlamentaria o social. Y me refiero a la razón definida como “verdad o acierto en lo que una persona dice o hace”, o a tener razón en el sentido de “estar en lo cierto”, de entre las muchas acepciones que tiene esa palabra.
Entonces, ¿Deberíamos aceptar lo que esa mayoría está dando como razonable, en coincidencia con la mayoría parlamentaria? ¿Debemos asumir que la mayoría social y parlamentaria “tiene la razón” y plegarnos, sin rechistar, a sus dictados, aun siendo diametralmente opuestos a nuestras creencias? Habrá respuestas de todo tipo pero, aunque el ciudadano disconforme se vea en la obligación de cumplir la norma de la que discrepa, nadie le puede negar el derecho a manifestar su oposición e incluso a resistirse, dentro de los límites legales, a su cumplimiento.
La esperanza de que una democracia se acerque a una cierta perfección descansa sobre todo en la formación de los votantes. En una capacitación que nos permita no sólo saber cómo obtener información, que la tenemos a raudales y a menudo de mala calidad, también saber analizar, contrastar, discriminar y sacar nuestras propias conclusiones. En definitiva, saber conformar nuestra “razón” y distinguir la de la mayoría social o parlamentaria, sean o no coincidentes. Mientras eso no sea posible la democracia será solo nominal, no llegará más que a ser un sistema imperfecto de representación del pueblo, una partitocracia, un sistema demagógico, o como se le quiera calificar, pero no una democracia.
DEMOCRACIA DIRECTA. ¿LA UTOPÍA POSIBLE?
No voy a exaltar a la democracia directa como si fuera el sistema político perfecto. No lo fue ni en la antigua Atenas, donde se precisó recurrir a algunos periodos dictatoriales que, aunque iniciados desde la misma Asamblea, tasados y limitados temporalmente, servían para devolver las aguas a su cauce cuando el sistema derivaba en demagogia y tornaba en tiranía, o se hacía ingobernable por corrupto.
Reconozco, además, que aquella democracia hoy solo sería practicable en comunidades políticas de reducido tamaño (algunos pueblos, barrios y comunidades de vecinos) y en ámbitos orgánicos de nuestra sociedad (centros laborales, sindicatos, asociaciones empresariales, colegios profesionales, etc).
Pero tengo que reconocer que aquella democracia produjo una mayoría interesada en la participación política y bastante capacitada, que hizo frente a una minoría aristocrática o elitista que, como en la actualidad, se reproducía por principios hereditarios, económicos, de posición social, o de conocimientos. Y lo logró porque, aunque Atenas no era una democracia directa en sentido estricto, las características de su Asamblea y de las diferentes instituciones de gobierno y control hacían que se aproximara mucho a ella, de manera que su forma aleatoria de elegir a muchos de los cargos públicos, junto a normas relativas a la rotación y la limitación de los mandatos, le daba un carácter democrático claramente contrapuesto al elitista.
De los 700 magistrados que, más o menos, estaban dedicados al gobierno de la ciudad, unos 600 eran seleccionados por sorteo entre los que voluntariamente se prestaban a colaborar y otros, los que requerían conocimientos específicos (aristoi), por ejemplo los que entendían de la gestión del tesoro, la dirección de la guerra o las embajadas internacionales lo eran por elección. Pero todos ellos eran considerados simples delegados designados por la Asamblea, no representantes de nadie y además estaban bajo el control de un tupido y rodado sistema de vigilancia y corrección (la Boulé y la Heliea), que garantizaba que aquellos cumplieran exclusivamente la misión de implementar las decisiones políticas de la Asamblea, de manera temporal y sabiéndose sometidos a una estricta rotación y limitación de mandatos.
Es en estos aspectos donde radica la principal diferencia entre la democracia directa griega y nuestro defectuoso sistema de gobierno representativo. Son esas las características que pueden ser aplicables en los niveles adecuados de nuestro sistema político, para lograr capacitar y movilizar a esa mayoría que actualmente está desinteresada en la participación política y que está deliberadamente mal formada e informada.
LA DEMOCRACIA DESEABLE Y QUIZÁS POSIBLE
A partir de ahí, de una ciudadanía más formada, con mayores capacidades para la participación política y más interesada en los asuntos políticos que afecten a su comunidad, pequeña o grande, será más fácil corregir los defectos del sistema político que estamos disfrutando.
Todos somos conscientes de los problemas que una democracia directa supondría a nivel nacional en nuestros estados modernos, incluso en las unidades subestatales de los estados descentralizados y en los grandes municipios.
Pero estoy bastante convencido de que esos problemas podrían ser resueltos con alguna forma de democracia directa, o con una más participativa, en los niveles políticos más próximos al ciudadano, complementada hasta alcanzar los niveles más altos con una democracia orgánica.
Karl Christian Friedrich Krause
Es decir, una democracia directa perfeccionada con aquel sistema basado en la estoica concepción orgánica de la sociedad del “idealismo alemán”, cuyo máximo representante fue Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831), en “la filosofía krausista” de Karl Christian Friedrich Krause (1781-1832) y, sobre todo, en las ideas de Enrique Ahrens (1808-1874), alumno de Krause, y que fue el primer gran teórico de la representación de intereses y de la democracia orgánica. Teoría que tuvo su seguimiento en España entre varios intelectuales y políticos, como Francisco Giner de los Ríos.
Giner de los Rios
Sea como fuere, tanto si se logra emprender ese cambio de sistema político, a la búsqueda de una mayor participación ciudadana en los asuntos políticos, como si no, pero sobre todo si no se inicia ese camino, es urgente exigir un mayor y más cercano control de nuestros políticos, para parar la deriva autocrática que está tomando esto a lo que llaman democracia y que ya está en el terreno de la demagogia.
El acto de votar, que repetimos cada cuatro años, es el único momento en el que podemos ejercer un control (ex-post) sobre los políticos. Después los controles brillan por su ausencia, las posibilidades de elevar propuestas fuera de los canales controlados por las élites de los partidos, y de que sean leídas, consideradas y debatidas, es muy remota. El control de los grupos parlamentarios por parte de unos partidos escasamente democráticos es férreo e inconstitucional. Una vez constituida una mayoría, sea por el procedimiento que sea, su palabra será ley aunque haya una opinión generalizada en contra, aunque existan dudas sobre si le asiste o no la razón.
Los “representantes” deciden sobre la vida y milagros de todo el mundo durante cuatro años prácticamente sin control, no hay consultas populares, no hay referéndums vinculantes y, por si fuera poco, cada vez caben más dudas sobre los contrapesos del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional.
LLEGAN LAS ELECCIONES
En una semana algunos volverán a sentir la satisfacción de estar ejerciendo un control a posteriori de la acción de los gobiernos autonómicos y municipales, tendrán la íntima satisfacción de cumplir con el deber democrático de elegir a sus representantes en los parlamentos autonómicos y en los plenos municipales y de haber castigado o premiado con su voto a quien les parezca bien.
Después descansarán y dejarán que todo se decida por ellos, conforme a lo prometido en la campaña electoral o no, ya será igual, los representantes legales harán y desharán según unos intereses partidistas que frecuentemente no coinciden ni con lo prometido, ni con lo socialmente necesario. Y lo harán durante los siguientes cuatro años.
Otros, los más afortunados, aquellos que voten en las pequeñas poblaciones españolas tendrán la suerte de hacerlo a “personas conocidas”, no importará de que partido, o sí, depende, pero serán personas con las que luego se van a cruzar por la calle, o por los caminos de la vecindad, con las que seguramente podrán charlar e intercambiar ideas, quejas o lisonjas.
Todo seguirá igual si no trabajamos por ese cambio de sistema político, que logre acabar con la insoportable demagogia y la deriva hacia la zafiedad y lo irracional se ha instalado en nuestra política.
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A ver si llega el día en que los mejicanos, los españoles y los que no lo son, se aprenden un ejemplo menos sobado, manoseado, ajado y zarrapastroso que el de su imprescindible Hitler, sin el que no pueden escribir, hablar, pensar o vivir.