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La tesis modernista sobre el surgimiento de las naciones se sustenta en un análisis histórico de las causas de la existencia de las naciones y el nacionalismo. Subraya la naturaleza política de ambos, así como su modernidad, esto es, su surgimiento en Europa a partir de finales del XVIII. De tal manera que naciones, nacionalismo e identidad nacional están vinculados al proceso de modernización, ya sea como producto o como reacción. Claves para su desarrollo fueron la industrialización, la urbanización, la movilidad social, la alfabetización masiva y el crecimiento de las redes de comunicación social. Los modernistas hacen hincapié en el papel del Estado como transmisor de conciencia de pertenencia a la nación, pero igualmente subrayan el de las instituciones privadas, las élites políticas, los intelectuales y la denominada «invención de la tradición», es decir, el proceso histórico mediante el que usos y hábitos de reciente creación pasan a ser considerados «tradiciones nacionales» y a representarse como manifestaciones desde tiempo inmemorial de un supuesto espíritu de la nación. Señalan la guerra y la creación de la figura del «otro», del enemigo contra el que se construye la idea de la nación, como factores cruciales de la movilización nacionalista. ¿Les suena esto proyectándolo a Cataluña y Vascongadas?
Sin embargo, una cuestión que todavía no se ha resuelto en ninguno de los análisis sobre el tema es la de la distinción, si es que existe, entre patriotismo y nacionalismo. Kwame Anthony Appiah, catedrático de filosofía de la Universidad de Princeton, ha sugerido que el patriotismo es un sentimiento, mientras que el nacionalismo es una ideología, Nussbaum, 1996. No obstante, el patriotismo en el mundo contemporáneo está teñido de nacionalismo. Patriotismo es lo que los políticos suelen invocar cuando tratan de justificar una determinada política o posición nacionalista con una ideología política subyacente y un «otro», un enemigo definido con mayor o menor claridad, frente al que aunar la opinión pública. En realidad, los términos «patriotismo» y «nacionalismo» resultan difíciles de separar. Sería más preciso situar los sentimientos de apego a la nación dentro de un espectro que abarcase desde la identificación cultural pasiva, en un extremo, hasta el nacionalismo explícito del «Nosotros» contra «Ellos», en el otro. En cualquier caso, sea cual sea la fuerza del sentimiento relacionado con ella, la idea de pertenencia a una nación sigue proporcionando hoy en día un telón de fondo al discurso político y los productos culturales. De manera muy diversa, en ocasiones de forma implícita, por medio de banderas izadas en las fachadas de edificios públicos, telediarios, competiciones deportivas y partes meteorológicos, los ciudadanos son bombardeados a diario con mensajes que les recuerdan su lugar en un mundo de Estados-Nación, Billig, 1996.
Dejando de lado las versiones teleológicas y perennialistas de los nacionalistas españoles y periféricos, la gran mayoría de los estudios recientes sobre nación y nacionalismo en España trabajan dentro del marco de la perspectiva modernista. Esta historiografía sostiene que España ni se desvía enormemente ni se ajusta de forma rigurosa al modelo analítico modernista que explica la emergencia del nacionalismo en Europa occidental. La primera articulación moderna del nacionalismo español moderno se dio en las Cortes de Cádiz. La Constitución de 1812 establecía el poder soberano de la nación y sus ciudadanos sobre el monarca y la Iglesia y crea una serie de Instituciones representativas de corte liberal tanto en la península como en las colonias, Portillo, 2000.
Historiadores y sociólogos coinciden ampliamente en afirmar, en el marco del paradigma modernista, que la modernización socio-económica que tuvo lugar en España a partir de la segunda mitad del Siglo XIX fue un proceso relativamente lento, asimétrico y generador de considerables tensiones, como las Guerras Carlistas, que acabaron por alentar el surgimiento de nacionalismos alternativos al español.
La perspectiva modernista también domina los análisis del surgimiento de los nacionalismos periféricos a finales del siglo XIX. el nacionalismo vasco se tiende a interpretar como una reacción frente a la modernización, en tanto que el catalán, en la mayoría de sus formas, fue una afirmación de modernidad ante lo que se consideraba el fracaso del Estado a la hora de impulsar el desarrollo político y cultural de España. El movimiento nacionalista vasco, en buena parte restringido inicialmente a las áreas urbanas de Vizcaya, fue una respuesta defensiva de algunos sectores de la pequeña burguesía que se vieron perjudicados por la rápida industrialización siderúrgica y naviera de la provincia. La industria pesada también atrajo a un gran número de inmigrantes castellanos, a los que se veía como una amenaza no sólo para la cohesión social sino también, a los ojos del fundador del nacionalismo vasco, Sabino Arana. El movimiento catalanista, por otro lado, abarcó diferentes proyectos. Fue en parte una respuesta de las élites políticas catalanas, que consideraban que Cataluña debía ser el modelo de modernidad que había de seguir el resto de España y veían como el turnismo de la Restauración, el sistema por el que el partido liberal y conservador se alternaban en el gobierno de Madrid a base de amañar elecciones los dejaba fuera de las cotas de poder que consideraban les correspondía, Riquer en García Rovira, 1999. Ahora bien, el catalanismo de principios del siglo XX fue además un movimiento que integró grupos políticos muy diversos, desde republicanos hasta carlistas, e hizo hincapié en la solidaridad cultural y lingüística más allá de las barreras de clase en busca de una autonomía de la región.
La globalización, ha intensificado el desafío a tales imaginarios tradicionales a través de la descolonización, la inmigración, las solicitudes de asilo político y la transmisión cultural de una identidad confeccionada por el capital multinacional dominado por Estados Unidos, Flynn, 2001.
La globalización militar, económica y tecnológica erosiona asimismo la soberanía tradicional del Estado conforme éste va aumentando su colaboración con otros Estados dentro de instituciones multiestatales como la Unión Europea. Por otro lado, este proceso ha supuesto la transferencia de poderes y de representación a nuevos actores políticos a un nivel subestatal, lo que ha permitido el ascenso de diferentes culturas y lenguas y ha fomentado la resistencia frente a las identidades nacionales transmitidas desde el Estado, Guibernau, 2004b.
La discusión, para finalizar, en torno a la nación y la identidad en España ha sido por lo general introspectiva, un campo de batalla entre nacionalismos españoles y nacionalismos subestatales donde el debilitamiento del Estado ha tenido una gran influencia en los procesos de los nacionalismos catalán y vasco.
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