17/05/2024 06:45
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No existen datos de cuando ocurrió. Todos los historiadores sitúan sus orígenes en los tiempos anteriores a la invasión musulmana de la península Ibérica. El mismo Juan Martín Carromolino en su Historia de Ávila, su provincia y su obispado dice “ Es tan antigua su iglesia que se ignora su origen, aunque las más viejas crónicas de Ávila atestiguan que este templo, el de San Segundo y el del Monasterio de Nuestra Señora de la Antigua existían antes de que se perdiera España”.

Eso sí. El primer dato fehaciente con el que nos encontramos es una anotación en el libro catedralicio acreditado por el Comendador don Sebastián Diores en el que ya en 1258 aparece el Patronato de la Santísima Trinidad y Nuestra Señora de las Vacas.

Cuenta la tradición, y así nos lo hace llegar la leyenda, que allá en tiempos inmemoriales en los terrenos que se extienden al sur de la ciudad de Ávila, existía un carbonero que distribuía su pequeña hacienda en dos amplios corralones. En uno mantenía una pequeña punta de vacas que le abastecían de leche para el uso domestico, vendiendo el sobrante a la vecindad que, diseminada habitaba esa zona meridional de las afueras abulenses. El otro corralón estaba destinado a almacén de la leña recogida en los encinares próximos y al horno que utilizaba para la transformación de dicha leña en carbón vegetal.

Este carbonero era gran devoto de la Virgen María. Sus trabajos y sus rezos los ofrecía a Nuestra Señora como ofrenda. Su vida entera la consagraba a la perpetua y constante oración dirigida a la Madre del Redentor.

Un día, ya atardeciendo, a la vuelta del encinar con la carga a los lomos de la mula que diariamente utilizaba en el acarreo de la leña, un fenómeno extraño conmovió su espíritu. Un leve resplandor se erguía en el centro del corralón en el que mantenía cerradas las vacas. Muy lentamente en el interior de aquella luminosidad, que iba intensificando sus fulgores por instantes, fue forjándose una silueta. Una mujer con un niño en brazos surgió, translucida pero nítida, emergiendo de aquella llameante, dulcísima y suave hoguera etérea.

El carbonero, pleno su corazón de místicos amores encendidos, cayó arrodillado en tierra. La Virgen María había venido a visitarle. Extendió tímidamente su mirada en torno de aquella visión y pudo contemplar como la totalidad de las vacas que en el corralón permanecían cerradas, dobladas sus patas delanteras, mostraban postura de veneración ante la aparición de la Madre del Dios Creador de todas las cosas. El alma del carbonero penetro en los ámbitos en los que, fuera del tiempo y del espacio, todo es verdad, todo es dicha, todo es amor.

En aquel lugar, en el sitio que ocupaba la pequeña hacienda del carbonero fue construido el primer templo, a modo de pequeña ermita, dedicada a Nuestra Señora de las Vacas.

Pocos años después, como dice Carromolino, se perdió España. La morisma arrasó la península Ibérica. Los cristianos se vieron obligados a la huida precipitada. Las imágenes fueron ocultadas a fin de evitar su profanación. Unas veces enterradas. Otras emparedadas en muros. A veces, escondidas en algún paraje oculto.

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Durante el siglo XI la Cruz volvió a presidir la vida abulense. La ermita de Nuestra Señora de las Vacas, tan solo era unas ruinas en un solar abandonado circundado por tierras de cultivo. Este es el momento en el que la leyenda vuelve a entrar en la explicación del devenir de la imagen de la Virgen María, a la que tanta devoción tiene el pueblo abulense.

Se dice que fue un agricultor. Un hombre que araba con su yunta un campo situado en los aledaños del lugar en el que las ruinas de la antigua ermita se encontraban. Un lugareño que a diario asistía a misa. En muchas ocasiones dejaba en la labrantía que cultivaba la pareja de vacas y se desplazaba a escuchar misa a una iglesia cercana. Fueron varias las jornadas seguidas en las que quedó profundamente sorprendido al regresar de nuevo al tajo. Los animales habían continuado la labor mientras él había estado en el templo. Los surcos quedaban labrados más rectos, incluso, que cuando era él quien manejaba el arado. La confusión llegó a producir congoja amedrantada en el ánimo del labrador. Este hecho se repitió hasta que un día al regresar de sus devociones, vio la yunta parada. Los animales habían labrado solos una gran porción de tierra. La labranza se veía lineal, exacta, perfecta. Se aproximó el labriego a la collera. No tardó en percibir que del lugar donde penetraba la reja del arado en el terreno, se podían observar unos pequeños rayos luminosos que expandiéndose por el entorno inundaban todo de armónicas resonancias. Bellísimas tonalidades llenaban el escenario. Por doquier se extendía una urdimbre de tranquilo sosiego y paz amorosa.

Junto a la reja del arado fue quedando al descubierto una imagen de la Virgen María. Una imagen hace siglos escondida por cristianos que antes de su huida la habían ocultado. Una imagen de la Virgen María a la que habían querido proteger de las profanaciones que estaban seguros habría de realizar el invasor musulmán. La imagen de la Virgen de las Vacas.

Allí, en el mismo sitio en el que se situaban las ruinas de la primitiva ermita, se levantó una iglesia bajo la misma advocación mariana de antaño: Nuestra Señora de las Vacas. La imagen aparecida en la tierra del labriego devoto, milagrosamente descubierta, pasó nuevamente a presidir el altar mayor del nuevo templo. Esta iglesia construida, nos informa la Historia que, durante el siglo XIII perteneció a los Caballeros de Jerusalén, pero no fue muy longeva. Dos siglos más tarde, volvía a estar arruinada. Fue en los años comprendidos entre 1460 y 1469 cuando a expensas de Juan Núñez Dávila se procedió a la construcción del templo que hoy día podemos contemplar. Templo cuyo altar mayor continúa presidiendo la imagen de Nuestra Señora de las Vacas.

Pero aquella primitiva imagen de Nuestra Señora de las Vacas, de románicas estructuras y hierática apariencia; sentada en trono y mostrando a su Hijo Niño a los fieles, no había de durar mucho. Abandonadas las formas estéticas tanto románicas como góticas, y aparecidas las cosmovisiones artísticas barrocas, al igual que ocurrió a lo largo y ancho de la cristiandad con muchas imágenes de la Virgen María, la de Nuestra Señora de las Vacas fue víctima del serrucho. Al objeto de forjar una imagen de brazos móviles y capaz de ser vestida con mantos, fue realizada una nueva imagen, pero ocultando en su seno la anterior, aunque gravemente mutilada.  En la sacristía existe una vitrina en la cual, entre otros recuerdos de la Virgen, se muestra una preciosa reproducción de la imagen primitiva. Una imagen de la Madre de Dios, de formato románico, sedente en trono con su santísimo Hijo sentado sobre las rodillas y con la esfera del orbe en su mano derecha.

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Se observa con nitidez, en la actual imagen que en el altar mayor se asienta, una mariposa bordada en el manto de la Santísima Virgen. La causa de la presencia de tal mariposa en el manto de Nuestra Señora, nos la explica la tradición del siguiente modo:

Hace muchísimos años, cuando la ermita no estaba, como hoy día se encuentra, rodeada de casas, en pleno núcleo urbano, sino que por el contrario, se extendía por su entorno un campo con multitud de árboles entre los que no escaseaban los frutales. Los días de culto se producía un fenómeno, repetido y constante a través de los tiempos, que llamó poderosamente la atención de los fieles, muchos de los cuales interpretaron como hecho milagroso, y que hoy, con esa mariposa bordada en el manto de la imagen de Nuestra Señora, se le quiere dar perpetuo recuerdo.

Nos dicen las viejas crónicas que, entonces, cuando la multitud de fieles, que acudía a la ermita los días de culto, impedía que las puertas de la misma pudieran ser cerradas, y las velas encendidas forjaban un ascua en el altar mayor iluminando el rostro de la Virgen Santísima, una gran mariposa pasaba, volando desde la puerta sobre los enfervorecidos y devotos fieles y atravesando longitudinalmente el templo, llegaba hasta el manto blanco de la imagen de la Madre de Dios, y allí permanecía el lepidóptero con sus grandes, policromadas, cristalinas y bellísimas alas extendidas, cual riquísimo camafeo prendido en el virginal atavío, como joya por la Creación en ofrenda regalada, hasta terminada la ceremonia de culto.

Y, como decíamos antes, es este hecho al que quiere proporcionar testimonio imperecedero, el bordado que reproduce una mariposa sobre el albino ajuar de la imagen.

¿Se debía tal fenómeno a la atracción que ejercía sobre el insecto la blancura resplandeciente del manto iluminado por las velas encendidas? ¿Era debido tal hecho a causas sobrenaturales?

A los que consideramos que cada instante de nuestra existencia nos está proporcionando la contemplación permanente de hechos milagrosos, no nos importa cuál sea la respuesta.

 

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