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En pocas semanas se producirá el cumplimiento de los seis años desde la introducción en el Código Penal de la prisión permanente revisable mediante la aprobación de la Ley Orgánica 1/2015, cuyo Preámbulo justifica su inclusión en el sistema punitivo afirmando que «La necesidad de fortalecer la confianza en la Administración de Justicia hace preciso poner a su disposición un sistema legal que garantice resoluciones judiciales previsibles que, además, sean percibidas en la sociedad como justas» y que, «Con esta finalidad, siguiendo el modelo de otros países de nuestro entorno europeo, se introduce la prisión permanente revisable para aquellos delitos de extrema gravedad, en los que los ciudadanos demandaban una pena proporcional al hecho cometido«. Esta pena puede ser impuesta únicamente en supuestos de excepcional gravedad, como asesinatos especialmente graves, homicidio del Jefe del Estado o de su heredero, de Jefes de Estado extranjeros y en los supuestos más graves de genocidio o de crímenes de lesa humanidad, en los que está justificada una respuesta extraordinaria mediante la imposición de una pena de prisión de duración indeterminada que está sujeta a un régimen de revisión. Después del cumplimiento íntegro de una parte cuantitativamente importante de la condena, cuya duración depende de la cantidad de delitos cometidos y de su naturaleza, acreditada la reinserción del penado, el condenado puede conseguir una libertad condicionada al cumplimiento de ciertas exigencias, en particular, la no comisión de nuevos hechos delictivos.

Muchos dirigentes políticos y especialistas del Derecho Penal criticaron la introducción de la prisión permanente revisable con gran contundencia. El asunto llegó a ser tan candente que Juan Antonio Lascuraín, conocido catedrático de Derecho Penal, difundió «Manifiesto contra la prisión permanente revisable», en el que llega a afirmarse que «la prisión permanente revisable debería ser derogada porque sin aportar eficacia a la evitación de los delitos más graves compromete algunos de los valores fundamentales que nos configuran como sociedad democrática», añadiendo que «no disuade de la comisión de los delitos más graves en mayor medida que las ya severas penas preexistentes (hasta treinta años de prisión por un delito; hasta cuarenta años por la comisión de varios delitos)» y que «tampoco se ha constatado la necesidad de esta pena para evitar la reiteración delictiva del condenado», pues «los estudios existentes muestran que este efecto preventivo sobre el delincuente lo despliega suficientemente el tratamiento penitenciario y la posibilidad posterior de adopción de medidas de libertad vigilada». Además, se redactaron muchos artículos académicos y se llegaron a iniciar tesis doctorales que han concluido en grandes trabajos publicados en fechas recientes, como La prisión permanente revisable, de Ángela Casals Fernández, La prisión permanente revisable: un análisis a la luz de la jurisprudencia del TEDH y del modelo inglés, de Izaro Icuza Sánchez, o Prensa, opinión pública y política criminal en España: Un análisis sobre la posible influencia del populismo penal mediático en la aprobación de la prisión permanente revisable, de Débora de Souza de Almeida.

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Curiosamente, desde que el PSOE y Unidas Podemos controlan el Gobierno y tienen la clara posibilidad de derogar la regulación de la pena de prisión permanente revisable con una mayoría absoluta como la que ha servido para aprobar la Ley Orgánica 2/2021, no se han realizado más exposiciones intelectuales de gran contundencia para criticar la pena más dura que recoge el Código Penal, habiendo quedado en el olvido las voces autorizadas que pedían su eliminación. Las últimas declaraciones se hicieron por dirigentes de Podemos, en marzo de 2018 y en diciembre de 2019, para criticar la pena de prisión permanente revisable en relación con el caso del asesinato de Diana Quer y la lógica condena impuesta al Chicle.

Probablemente hayan entendido en el PSOE y en Unidas Podemos que no merece la pena insistir en la derogación de una pena que tiene una amplia aceptación social y cuya supresión podría llegar a costarles votos, aunque resulta triste que, cuando dicen moverse por la defensa de los derechos fundamentales, solo tomen una posición ideológica cuyo mantenimiento queda condicionado a la rentabilidad electoral que pueda tener la misma, pero es algo habitual en el panorama político actual, que podría haber seguido promoviendo un debate para pulir la pena de prisión permanente revisable, eliminar algunos defectos técnicos que la reforma tiene y reducir los plazos de revisión que puedan considerarse excesivos.

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REDACCIÓN