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Dos son las solemnidades principales que este mes otoñal nos regala: la celebración jubilosamente prometedora y ejemplarizante de Todos los Santos y el preludio de la Navidad redentora en la reafirmación de Cristo Rey (domingo anterior al 1º. Domingo de Adviento), como el rey de reyes y señor de los señores; señor de la historia que por eso la recapitula siendo el mismo ayer, hoy y por los siglos de los siglos.
Los tumbos de las historias mundiales en sus luces y sus sombras sucediéndose en formas accidentadas, violentas, escandalosas, desconcertantes pero alternadas con heroísmos personales o en gestas nacionales que jalonan ese cuadro colorista, no son sino el programa misteriosamente providencial de la voluntad divina que se reparte en los siglos y milenios, pero con un sublime destino trascendente tan enigmático como amoroso.
No podía ser de otra manera en los planes de un Dios cuya causa amorosa responde a los imperativos de la naturaleza amorosa: el bien último de sus creaturas, porque el amor es metafísicamente difusivo hacia la felicidad compartida con el Creador.
Un Dios que crease por capricho, por distracción o por recrease en la crueldad de sus creaturas, no sería el Dios verdadero, sino una potencia espiritual diabólica, lo cual sería absurdo al carecer del atributo de la perfección que es la bondad, la belleza y la verdad inmarcesible y por tanto inalterable en su esencia.
El ser (el ente), es por su naturaleza intrínseca bueno, verdadero y bello. Toda fealdad, aunque fuese marginal, atentaría contra la existencia de lo infinitamente perfecto y ese ser sería, necesariamente un anti dios, diabólico y en esencia destructivo y tiránico.
Estas dos fiestas de noviembre nos hablan del triunfo de la santidad en los fieles que por haber obedecido los planes de Dios en estas creaturas concretas, hermanas nuestras, han logrado el fin último de compartir la bienaventuranza en la paz infinita y en el descanso inalterable del Creador, imán último obligado en la realización sobrenatural del alma creada a imagen y semejanza de su autor, al haber compartido la vida divina en el estado de gracia santificante, conectada con esa santidad plena e increada del Hacedor de toda existencia.
Toda causa deja su huella indeleble en lo que hace y esas leyes de exigencia metafísica de identidad (“el ser, es; el no ser, no es) y el de no contradicción (“nada puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto”) no pueden fallar ni contradecir la misma esencia natural del Creador, de forma que ni Él puede excepcionar las.
Por eso Dios lo puede todo, menos contradecirse tratando de crear un círculo cuadrado.
De Dios depende la existencia de los seres, pero no su esencia.
Pues celebremos en la fiesta de los Santos la alegría de ser llamados a esa santidad que nos hace hijos de Dios y herederos del Cielo en esa concordia de perfección moral conectada con la del Creador, cuándo no la hayamos perdido por el pecado mortal, que nos haría merecer el infierno, el rechazo y la eterna infelicidad de la soberbia luciferina.
La misericordia divina, no puede contradecirse ni negar su eterna e insobornable Justicia.
Antes que la caridad, la Justicia, y antes que el error, la Verdad infinita.
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