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El laicismo como religión sustitutoria
El odio de la izquierda bien sea jacobina o socialista-comunista, hacia la religión católica como nervio de la comunidad política, nace fundamentalmente de los mismos presupuestos sectarios que habían motivado a los revolucionarios franceses en 1792, la época conocida como «El Terror». No en vano, Lenin, como apuntan Robert Service y Víctor Sebestyen en sus respectivas biografías sobre el político ruso, admiraba al que fuera el director del Terror revolucionario francés: Robespierre. Asimismo, los grandes estudiosos de la Revolución soviética, como Richard Pipes, Orlando Figues o Sean McMeekin, no han dejado se señalar ésta como heredera de la francesa, aunque con un ímpetu expansivo desconocido hasta entonces. De hecho, la Revolución francesa concluyó para dar paso a la dictadura expansionista y belicista de Napoleón del mismo modo que el final de la Revolución comunista en Rusia terminara con el inicio de la dictadura expansionista y belicista de Stalin.
Ya en 1931, como recuerda Fernando Díaz-Plaja en Francia 1789. España 1936, la Segunda República eligió el 14 de julio, aniversario de la toma de la Bastilla, para la apertura de las Cortes Constituyentes que elaborarán la anticatólica Constitución republicana el 9 de diciembre. En ella se encontraba condensada jurídicamente la mayor persecución que sufriría la Iglesia en toda su historia a partir de julio de 1936. Del mismo modo, es perfectamente comprensible que dicha República, dirigida por jacobinos como Azaña o Companys, se lanzara en los brazos de un PSOE bolchevizado por Largo Caballero como ha probado documentalmente Víctor Manuel Arbeloa en El quiebro del PSOE y con anterioridad Pío Moa en Los orígenes de la guerra civil española. La consecuencia fue que, a sólo dos meses escasos de iniciarse la contienda, el presidente socialista del Gobierno, Largo Caballero, junto con el socialista ministro de Hacienda, Negrín, embarcaban las reservas de oro del Banco de España, las cuartas del mundo, hacia la opaca Unión Soviética, «paraíso del proletariado». «Desde ese preciso instante, el destino de la Segunda República quedaba a merced de Stalin», escribe Enrique Martínez-Campos en Historia del PSOE, de problema a pesadilla.
Durante el siglo XIX español, los liberales exaltados (la izquierda de entonces), estaban convencidos de que la Iglesia constituía el baluarte cultural y espiritual del orden tradicional y que el clero, los frailes y monjas, los edificios eclesiásticos y sus principales partidarios constituían encarnaciones tan simbólicas como tangibles de ese orden a derribar. Todavía más que quienes formaban los grupos políticos y económicos conservadores, llamados entonces liberales moderados o liberal-conservadores. Lo cual motivó la primera matanza de frailes en 1834, narrada de forma extraordinaria por Benito Pérez Galdós, en sus Episodios Nacionales: Un faccioso más y algunos frailes menos. Asimismo, se sumó a esta ofensiva en 1836 la desamortización de Mendizábal y en 1855 la de Madoz, como explican los estudios clásicos de Manuel Revuelta, La exclaustración junto con La Iglesia ante la revolución liberal de José Manuel Cuenca Toribio. Dichas desamortizaciones fueron retratadas por Menéndez Pelayo en su célebre Historia de los heterodoxos españoles como un: «inmenso latrocinio para comprar voluntades y conciencias».
Todo ello con la finalidad de asfixiar económicamente a la Iglesia, hasta entonces absolutamente independiente, para someterla al Estado liberal y de esta forma anular su presencia e influjo en la sociedad. No otra es la meta que persigue el laicismo (Pío XI, Quas primas, n. 23-24). Contra este designio anticatólico y por extensión hispanófobo se produjeron los levantamientos carlistas, que recientemente ha historiado Javier Barraycoa en Historia del carlismo.
En este sentido, la motivación de la persecución violenta de la izquierda al catolicismo durante la Segunda República y en la actualidad, puede considerarse hasta cierto punto también religiosa, aunque como revuelta, expresando nuevas religiones laicas rivales o más bien sucedáneos de la fe tales como el socialismo, el comunismo o la ideología de género. Dicho fenómeno, es denominado por Bruce Lincoln en El imperio triunfante, como «antinomismo milenarista». Mucho más profundo, Francisco Canals, en Mundo histórico y Reino de Dios, siguiendo al eminente biblista P. Bover SJ, habla de la «anomía» como fruto de la apostasía de las naciones, debida a la quiebra del principio de autoridad a causa del advenimiento mundial de la democracia liberal que antecede a la manifestación del Anticristo. Y es que como sostiene en Esencia y valor de la democracia el famoso jurista protestante y campeón del positivismo jurídico, Hans Kelsen: «La causa de la democracia estaría perdida si se creyera alcanzar verdades universales». De lo que se deduce que el fundamento de la democracia liberal (régimen basado en la opinión) es el relativismo y por extensión el nihilismo. Lo que movía a los revolucionarios de la Ilustración era el expreso deseo de liberarse totalmente de las normas universales, leyes o pautas morales absolutas a la hora de restaurar una nueva utopía milenarista.
No otra cosa fue la revolución sexual de mayo de 1968 sino la reedición de estas histéricas soflamas y no otro elemento ideológico aúna a la izquierda contemporánea. Igual que la Revolución francesa tuvo su principal mentor intelectual remoto en el alemán Lutero e inmediato en Rousseau, el icono intelectual de la izquierda posmoderna, de la sociedad líquida -que apunta Zygmunt Bauman en Ceguera moral– en la que todo se disgrega y en la que no hay ni debe haber sentido alguno, es el francés Michael Foucault. Sin olvidar a su precursor alemán, también protestante, el nihilista Nietzsche.
El Gobierno, en su particular ceremonia pagana al viejo modo fenicio o de ridículo fuego de campamento alrededor de un pebetero, realizó una manifestación explícita o profesión de la religión laica y, por tanto, de su voluntad de continuar avanzando en su esquema de convivencia social donde Dios no tiene cabida. Este postulado es fruto de una ideología revolucionaria y, por consiguiente, contraria al orden natural y divino revelado en Jesucristo. El Nuevo Orden Mundial continua con su proyecto internacionalista o globalista de extinción de la religión católica y las naciones culturales. Sin embargo, éstas poseen una mayor densidad histórica que la mezcla del utópico humanitarismo de Rousseau, la fraternidad universal masónica y las ilusiones futuristas del tarot («mirar al futuro», repiten los políticos del PSOE-PODEMOS y del PP-CIUDADANOS) con que intentan sustituirlas.
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