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Las fechas históricas, con carácter emblemático, suelen imponer su ley. Los artículos sobre el 18 de julio (hay varios 18 de julio con importancia pero sólo con uno esta se identifica, el de 1936) fueron permanentes cada año entre 1937 y 1975, aunque con intensidad diversa. En la segunda mitad de los setenta y parte de los 80 no fueron tan extraños desde posiciones diversas, claro está. Los artículos conmemorativos, que también los ha habido en los últimos cuarenta años, vienen a mantener, con lenguaje actual, lo que durante el régimen de Francisco Franco se expresaba.

Nuestro editor, hace unas semanas -yo casi llego tarde a la cita-, siempre contracorriente, nos retó a escribir sobre el 18 de Julio; quizás porque este pudiera ser el último año en el que algunos podamos escribir con libertad sobre ello, porque en el tiempo presente no pocos practican la autocensura.

He escrito, a lo largo de las últimas cuatro décadas, algunos artículos sobre el tema coincidiendo con la fecha desde un punto de vista si se quiere político. Y más o menos, sobre su significado, su trascendencia, su resultante nos retaba nuestro editor a escribir.

Por llevarle la contraria, por ser rebelde en el 18 de Julio, el día de la paga extra, que para muchos españoles hace ya tiempo que dejó de ser realmente extra con el truco/adaptación del salario anual en 14 pagas, me he planteado volver a la historia para situar al lector no en la ucronía sino en las vías de lo que pudo haber sido y no fue.

José María Gil Robles, el máximo líder de la Confederación Española de Derechas Autónomas, el PP de la época para entendernos, explicó que el 18 de julio fue el estallido de la “media España que no se resignaba a morir”, y que sus votantes y seguidores, que eran varios millones, en realidad fueron el “pueblo del movimiento”, lo que es rigurosamente cierto. Pero eso aconteció a partir del 18 de julio de 1936.

En esa fecha la II República era formalmente un régimen democrático con pocos demócratas. A menudo se olvida que la democracia liberal no tenía en los años treinta el valor universal que hoy tiene. Es más, tanto a derecha como a izquierda eran amplias las masas que no creían en la democracia liberal y que la reputaban como un régimen fracasado, burgués, al que había que sustituir o derribar. Sin entender eso es muy difícil comprender lo que sucedió entre el 17 y el 20 de julio de 1936. Pero ello conduce a admitir que anarquistas, comunistas y socialistas con la ayuda de ERC aspiraban a derribar la democracia mediante el recurso de la fuerza (lo que habían intentado en 1931, 1932 y 1934), realidad que la izquierda política y mediática ha tratado de borrar de la historia creando una falsa realidad paralela.

Ahora bien, es de sobra conocida, la tendencia de la izquierda, incluyendo la historiográfica, a admitir como justa, necesaria y justificable la violencia de la izquierda ante una fantasmagórica violencia estructural. ¡Qué bonitas y simpática son las revoluciones, desde la rusa a la china pasando por la cubana! ¡Qué romántica resulta la revolución con su rosario de crímenes y de muertos!, son ideas que laten en el discurso mediático, político e historiográfico que la izquierda lleva décadas imponiendo y parte de la derecha aceptando. Es lo que conduce a cantar las glorias del asalto al palacio de invierno negando el derecho a quienes quisieran defenderlo.

En 1936 había una España, media España se decía, que sentía el aliento amenazante de la revolución y tenía amplios motivos para creerlo. No es que la izquierda no hubiera ensayado el asalto armado a la democracia en 1934, para no pocos hecho que abrió el plano inclinado hacia la guerra civil, sino que la izquierda había realizado una campaña electoral, el PSOE sobre todo, anunciando que no aceptarían el resultado electoral si les era adverso y que su sueño era alcanzar la dictadura del proletariado, cosa que solo se podía alcanzar mediante la violencia.

La II República, y en ello brilla la gestión de Manuel Azaña, se convirtió en un régimen excluyente, que consideraba que las derechas, que no tenían vitola de republicanas, estaban ilegitimadas para gobernar (discurso que por otro lado tiene buena acogida con transposición a la actualidad entre la izquierda política y mediática). Un régimen incapaz de atraer apoyos, pero habilidoso a la hora de conseguir exactamente lo contrario, lo que condujo a su autodestrucción.

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En política no hay determismo porque los errores, los caminos equivocados, se pueden corregir. En Historia abusamos del determinismo al retrotraernos de la resultante a los orígenes, escribimos sabiendo lo que pasó y acomodando la pendiente de los hechos a ello, lo que muchas veces lleva a conclusiones equivocadas, que son las que han conducido a explicar el 18 de julio como producto de la ambición personal y el horizonte antidemocrático de un general llamado Francisco Franco, lo que en muy poco coincide con la realidad de 1936. De hecho estuvo a punto de suceder sin Francisco Franco.

Plateemosnos como eje de este artículo los otros caminos que, en la primavera trágica de 1936, pudieron conducir a otro discurrir del tiempo.

La existencia de conspiraciones militares, sin gran fuerza real, en la historia de la II República es un hecho (también las políticas y las amparadas cuando no impulsadas por Alfonso XIII), pero el gobierno no las consideraba peligrosas, desde 1932 las daba por amortizadas. En mayo de 1936, sin ir más lejos, Indalecio Prieto, uno de los líderes del PSOE, habló de ellas en un mitin en Cuenca señalando a Franco como el único militar capaz de encabezar una rebelión militar con éxito, lo que Manuel Azaña temía desde 1931. Pero Franco se debatía entre sus dudas desde marzo de 1936: temía el despeñamiento revolucionario de la República, pero asumía que era posible que el gobierno, que había excluido a los socialistas en el ejecutivo, estabilizara la Republica e impusiera el orden a los revolucionarios de la izquierda. Algo que, por otra parte, en un juego de maniobras políticas Manuel Azaña intentó entre abril y mayo de 1936 cosechando un sonoro fracaso ante un PSOE orientado hacia la vía bolchevique.

Franco, como millones de españoles, temía el desbordamiento revolucionario de la República del Frente Popular, mientras en la calle la violencia política daba visos de realidad a un clima de preguerra civil que difícilmente se puede obviar. El gran problema fue que el gobierno amparó y justificó la violencia de la izquierda.

Desde junio de 1936 el gobierno estaba más o menos informado de la existencia de movimientos políticos y militares conspiratorios, pero estimaba que no pasarían de una nueva sanjurjada que le fortalecería. Y en realidad pudo haber sido así de no producirse el asesinato de José Calvo Sotelo, por parte de miembros de la seguridad del estado y de la organización paramilitar socialista, con armas incluidas, escolta de Indalecio Prieto, conocida como “la motorizada”, que la izquierda mediática e historiográfica lleva décadas intentando justificar y minimizar. Sí, el PSOE contaba con organizaciones paramilitares armadas.

 

Cabe aquí recordar que el día antes del asesinato, Franco, desde Canarias, transmitió al general Mola el mensaje en clave de “Geografia poco extensa”. Lo que Mola tradujo acertadamente el 13 con un “Franco no va”. El general más prestigioso del ejército español no cruzaba el Rubicón. Tampoco las negociaciones con los carlistas iban por buen camino y si estos no se sumaban contaría con pocas fuerzas para avanzar sobre Madrid. Pero el asesinato de Calvo Sotelo, y el intento de asesinato que él mismo sufrió, acabó por decidir a Franco y también completó el proceso de desafección de la República de millones de españoles.

Volvamos a las semanas anteriores, al 23 de junio. Franco, consciente de su posición, clave desde el punto de vista militar, se ofrece al presidente del gobierno. Ese es el mensaje que se oculta en su pensada carta: ¿para qué? Pues, básicamente, para evitar una “guerra”, para que el gobierno se apoye en el Ejército para evitar la pendiente revolucionaria. Franco no pide, como han hecho otros desde la prensa republicana, la dictadura nacional republicana, sino lo mismo que había ofrecido al gobierno republicano radical en las azarosas jornadas tras las elecciones de febrero de 1936. Lo que entonces, por otra parte, hubiera evitado la dimisión de funciones de un gobierno, asegurado la limpieza a en la segunda vuelta electoral y evitado la manipulación de los resultados en la Comisión de Actas por parte de la izquierda encabezada por el PSOE. Puede que la historia se hubiera escrito de otra manera en febrero o junio de 1936 y el orden constitucional republicano se hubiera mantenido. Cierto es que era una decisión difícil para el gobierno, que probablemente hubiera generado algunas respuestas violentas pero no la guerra y se hubiera mantenido el régimen democrático. De hecho, Franco había demostrado que ello era posible, como lo hubiera sido en febrero, cuando unilateralmente, como Comandante General de Canarias, decidió desplegar tropas, con objetivo disuasorio, para evitar los excesos violentos de la izquierda el 1 de mayo. El general de Canarias al que miraba de reojo el gobierno, que le vigilaba, y al que en julio de 1936 la extrema izquierda que empezaba en la poderosa ala bolchevique del PSOE había decidido eliminar. Tanto miraba hacia Canarias que ordenó suspender las maniobras de la Armada que se estaban realizando por la euforia despertada entre la oficialidad de la Marina en una recepción en Capitanía General de las Islas ofrecida por Franco al ser informado el gobiernl de los hechos.

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Aún cabría retrotraernos un poco más en el tiempo. La II República, de la mano del centroderecha pudo estabilizarse en 1935. El gobierno radicalcedista, pese a sus contradicciones, que puso en marcha, con aciertos y errores, un programa de eliminación del radicalismo del sectarismo azañista, pero que, en ningún modo, caminaba hacia la destrucción de la democracia, que supo atraerse a los militares, pero que tenía abiertas las heridas por la decisión antidemocrática del presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, de proscribir la posibilidad de un gobierno que pivotase sobre la CEDA y no sobre los republicanos de Lerroux, cayó víctima de unos escándolos de corrupción que tendrían su influencia en los resultados de unas elecciones en febrero de 1936. Así, en vez de continuar el proceso de estabilización lo que se abrió fue el camino contrario. Y Azaña creyó que encabezando la coalición del Frente Popular reeditaría el modelo de 1931-1932 sin percibir que no sería posible. Él ya había gobernado aplicando una política de mano dura frente a las acciones revolucionarias-golpistas-antidemocráticas de los anarquista y frente a las conspiraciones que vinculaba con los sectores militares monárquico-republicanos.

En julio de 1936, repitámoslo, el gobierno esperaba una algarada militar que sofocaría como en 1932. Tampoco percibió que la situación política no era la misma y que en julio de 1936 existía una polarización social y que amplias capas de la población veían la República como un enemigo que pretendía acabar con sus libertades y forma de vida.

Cierto es que en julio de 1936 existía un plan militar para un golpe de estado, tan cierto como que este, con apoyos poco definidos, estaba condenado al fracaso, como así sucedió. Pero una vez desencadenado el golpe se transformó en una rebelión cívica y militar contra la República del Frente Popular. Fue la movilización del “pueblo del movimiento” la que sostuvo lo que se transformó en un alzamiento y a la par fue el “pueblo revolucionario” el que sostuvo al gobierno del Frente Popular y ambos pueblos miraban hacia un horizonte distinto al de la democracia liberal burguesa de 1936. Pero esto no fue producto de un determinismo histórico sino del resultado del juego político del poder.

 

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Francisco Torres