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La democracia, es decir, el gobierno del pueblo y para el pueblo, no sólo ha sido cubierta de una pátina de falacias y apariencias sino que se ha convertido en arma arrojadiza frente a quienes, como yo, queremos mucho más.

Reconózcanlo si quieren. Y si no quieren, pues en su derecho están pero este mundo se ha convertido en un colosal postureo, donde la estética ha enmudecido a la ética. Un mundo saturado de liturgias, pompas, cortejos, procesiones, ceremonias y demás solemnidades que tanto gustan a actores y público y que, por lo común, son el frontispicio de una farsa en la que, no obstante, experimentamos un acomodo algo primitivo.

La democracia española no es una excepción. La Transición española, coronada con la aprobación de la Constitución de 1978, fue un hito mayúsculo de nuestra Historia más reciente y no es posible negar las bondades y beneficios que ha dispensado a la sociedad española.

         Entre todos los frentes, delicados y controvertidos, uno sobresalía con singular preeminencia: el tránsito de una dictadura a una democracia con la máxima celeridad y concordia posibles. Un objetivo perfectamente asumido, y logrado, por el poder constituyente. Pero aquella urgencia tuvo consecuencias y nada buenas. Citaré algunas. A efectos prácticos, la Constitución convalidó la Ley de Sucesión del 22 de julio de 1969, por la que Franco  nombraba a Juan Carlos como su sucesor en la jefatura del Estado. Según las crónicas de algunos cortesanos, el Juan Carlos preconstitucional y plenipotenciario hizo gala de una generosidad sin límites al intercambiar la regencia ejecutiva por una meramente representativa. Me inclino ante usted, Majestad, por haber librado a su pueblo de la enésima monarquía absolutista. Todo un detalle; si me permiten el sarcasmo.

         La izquierda española, aplastada durante cuarenta años, fue muy generosa, también ingenua, aceptando la monarquía parlamentaria como forma de jefatura del Estado. Y digo que fue ingenua porque los constituyentes dejaron el asunto muy pero que muy cerrado. En el Título Preliminar (artículo 1.3) se explicita que la forma política del Estado es la Monarquía Parlamentaria. La Corona se regula en el Título II. Para la reforma total de la Constitución o parcial (que afecte, entre otros, al Título Preliminar y al Título II), se requiere una mayoría cualificada de dos tercios de cada una de las cámaras e inmediata disolución de las Cortes. Las nuevas cortes deberían ratificar  la decisión de las salientes, presentar un nuevo texto y aprobarlo por idéntica mayoría cualificada (2/3 de sendas cámaras). Sólo quedaría la ulterior convalidación por referéndum popular. Naturalmente, y para eliminar cabos sueltos, estas materias quedaron exceptuadas de la iniciativa popular. Podría decirse que es más fácil que Pedro Sánchez verbalice una sola verdad a que España sea una república.

         Por otro lado, el desarrollo del Título VIII de la Carta Magna, que configura la organización territorial del Estado, ha sido un fiasco absoluto. La Constitución cometió dos excesos tan innecesarios como incomprensibles. Su artículo dos distinguió regiones de nacionalidades y, a su vez, históricas de las de generación espontánea. Nacionalidad vendría a ser una voz esotérica que, en virtud de una ambigüedad calculada, otorgaría naturaleza de nación a lo que jamás lo fue. A su vez, la histeria del legislador constituyente distinguió regiones con Historia de otras con historietas a lo sumo.  

Junto a estas cursiladas en origen, gestadas por baldragas y embrollones, los respectivos estatutos de autonomía, con sus consiguientes y muy dispares flujos monetarios, se han ido moldeando al albur de vanidades e intereses inconfesables para los que la propaganda política halló una coartada de lo más eufemística: la gobernabilidad del país.

         De aquellos polvos, estos lodos. La socrosanta igualdad de los españoles no es más que una entelequia sodomizada por los  canovistas y sagastianos de turno y por turnos. Ahora nos enteramos que Vascongadas o Cataluña son nacionalidades pese a que jamás fueron nación. Pero el Reino de Murcia, verbigracia, apenas es un forúnculo sureño, huérfano de historia alguna, al que nadie presta la debida atención. Por lo que se ve, Extremadura (Lusitania romana, después leonesa y más adelante castellana), carece de Historia y, por tanto,  de un tren decente. Que se lo pregunten al escritor pacense Luis Landero que, hace unos días, llamó canallas a los políticos y les auguró el infierno como destino por no haber llevado a Extremadura el tren que merece.

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         Cercano anda el día de la Hispanidad en el que, de nuevo, las liturgias, la pompa y los desfiles querrán hacernos creer que somos la Madre Patria cuando, a lo sumo, somos un amalgama de ocurrencias e iniquidades, que desconcierta hasta a la madre que nos parió.

         El legislativo (es decir, los emisarios del ejecutivo), no sólo ha depauperado nuestra nación sirviéndose de los instrumentos y vaguedades del poder constituyente, sino que ha ido improvisando sobre la marcha hasta deshidratar peligrosamente nuestro Estado de Derecho. No me cansaré de recordar que corría el año 1985 y el Gobierno de González, con Ledesma en la cartera de Justicia, por medio de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, asestó el descabello definitivo al barón de Montesquieu. Solapados los poderes ejecutivo y legislativo, sólo faltaba domesticar al judicial. Dicho y hecho. Hubo gobiernos posteriores de uno y otro signo, con mayorías suficientes, que no quisieron devolver a la Justicia lo que era suyo: LA INDEPENDENCIA.

         A nuestros estudiantes de Derecho les dirán, como le contaron a un servidor, que en España hay separación de poderes y que todos somos iguales ante la Ley. Les contarán, también, que la Fiscalía General del Estado actúa con imparcialidad y es independiente, sin que pueda recibir instrucciones ni órdenes del Gobierno ni de ningún otro órgano administrativo o judicial aunque, eso sí, el Gobierno podría interesar del Fiscal General del Estado la promoción, ante los Tribunales, de las actuaciones pertinentes en orden a la defensa del interés público. Debo prevenir a los estudiantes que todo esto, como diría aquél, es falso de toda falsedad.       

         El resto de mortales, estudiantes o no, hemos oído cosas que nos podrían haber helado la sangre. Por ejemplo: “Otegui es un hombre de paz” (Pablo Iglesias). “Luis, sé fuerte” (Eme punto Rajoy). «La indemnización que se pactó fue una indemnización en diferido. Y como fue una indemnización indifi… en diferido, en forma, efectivamente, de simulación, de… simulación, o de… lo que hubiera sido en diferido en partes de una… de lo que antes era una retribución, tenía que tener la retención a la Seguridad Social.» (refiriéndose a la indemnización de Bárcenas, María Dolores de Cospedal). “Con Bildu no vamos a pactar; si quiere, se lo digo veinte veces” (Pedro Sánchez). “La salud moral de una sociedad se define por el nivel del comportamiento ético de cada uno de sus ciudadanos, empezando por sus dirigentes, ya que todos somos corresponsables del devenir colectivo” (Juan Carlos I en su último mensaje navideño; 2013) «Solamente los tontos, que todavía tienen la tarifa regulada por el Gobierno, pagan más por la electricidad« (José Ignacio Sánchez Galán, Presidente de Iberdrola)

         “Las eléctricas venían al Ministerio con los reales decretos ya redactados” (José Manuel Soria, ex ministro de Industria, Energía y Turismo)

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         Esta última perla (que sospechosamente pasó desapercibida en las opiniones pública y publicada) es un maravilloso epílogo de este sucinto muestrario que revela la putrefacción del sistema.

         Parece evidente que la mayoría de mis paisanos andan encantados de haberse conocido, complacidos por saberse demócratas de toda la vida. El peligro, dicen, viene de una izquierda decente y necesaria (que la hay, naturalmente que la hay) o de quienes, como un servidor, han abrazado ideas viejas, aunque eternas y mancilladas, donde el hombre corriente y doliente es el centro de todo y en la que importa una democracia antes sustantiva que formal.

         El PSOE ha evolucionado pero recordemos que fue fundado por un político marxista que, entre otros cánticos a la democracia, tarareó :  El partido que yo aquí represento aspira a concluir con los antagonismos sociales,… esta aspiración lleva consigo la supresión de la Magistratura, la supresión de la Iglesia, la supresión del Ejército… Este partido está en la legalidad mientras la legalidad le permita adquirir lo que necesita; fuera de la legalidad cuando ella no le permita realizar sus aspiraciones.“

         El PP también ha progresado adecuadamente pero una vez fue Alianza Popular y muchos de sus más altos dignatarios eran franquistas recauchutados.

         IU, aleación tristemente desleída en la marca lila, también avanzó satisfactoriamente pero no podemos ignorar que en su génesis más genuina y primigenia bebió de ideas y principios que allí donde se ensayaron provocaron hambrunas, tiranía y muerte en proporciones no superadas. A Dios gracias y a Don Mariano Camacho Blaya (que el primero lo tenga en su gloria), IU goza de buena salud en mi querida Cieza. Y digo esto porque, aunque disienta de algunos de sus planteamientos, reconozco que su actividad política y cultural ha sido y es encomiable. No tienen mi filiación pero sí mi respeto.

         Luego si todos, aun con intrahistorias para olvidar, han crecido para bien, ¿por qué no puedo hacerlo yo desde mi falangismo íntimo, particularísimo y, por descontado, adaptado a los tiempos de hoy? No atisben soberbia alguna pero lo haré de todas formas. Jamás precisé salvoconductos, aquiescencias o licencias de nadie.

En la Ley de Desmemoria Histérica y Selectiva, el espíritu del legislador fue evidente: el afloramiento de parte de la verdad y la ocultación de la otra parte. Entristece que muchos de los damnificados, que comulgan con ideas bien distintas de los mentores de ese engendro legal, hayan sido abducidos por esa mixtura de mala baba e ignorancia culpable. Una parte de la derecha ha entendido, por fin, que, además de las cosas del comer, resulta  insoslayable e inaplazable el combate ideológico por tierra, mar y aire, con cuantas herramientas, determinación y coraje sean necesarios.

 No estoy ya para el frente pero aquí en la retaguardia, sin más armas que mi palabra ni más juez que mi consciencia, seguiré buscando la verdad. Me consta que los testimonios escritos dejan pistas de nuestra necedad y revelan lo mucho que nos resta por aprender. Pero si la búsqueda es limpia y honesta, entonces, habrá merecido la pena.

Autor

REDACCIÓN