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Artículo publicado en la revista «Cotas», diciembre de 1.962

 

Uno de los acontecimientos que primeramente atrajeron la atención y que después han enquistado a la opinión pública mundial, ha sido el que se viene denominando «el caso de Cuba”.

Si nos remontamos a los orígenes del «caso» encontraremos que «in principio» el asunto arranca de una vieja pugna en la que España y los principios que España llevo a América para forjar las naciones que integran lo que hoy llamamos comunidad hispánica, fueron derrotados.

Los Estados Unidos, en fecha tan próxima a su independen­cia política, como el 10 de abril de 1.812, pretendieron, como revela el informe de nuestro representante en aquel país al Virrey de Méjico, la fijación de “sus límites soberanos en la embocadura del Río Norte o Bravo, siguiendo su curso hasta el grado 31; y de allí, tirando una recta, hasta el Pacífico…  incluyendo también en dichos límites la isla de Cuba como perte­nencia natural de la República».

Juan Vázquez de Mella, el 8 de julio de 1.896, en una de esas intervenciones luminosas y llenas de patriotismo que caracterizaron su vida parlamentaria, denunció el hecho y dio lectura, ante la mirada incrédula de los diputados, al informe que acabamos de citar.

Luego vino la guerra. A la insurrección armada de los patriotas para conseguir la libertad de Cuba, se sobrepuso, no para ayudar al país a obtenerla, sino para consumar la derrota española, la intervención americana.

Rubén Darío, que tuvo una sensibilidad poética y humana de primer grado y que por ello supo captar lo mucho que en aquella contienda estaba en litigio, no pudo por menos de escribir: »Cuba admirable y rica y cien veces bendecida por mi len­gua… hacen gloriosa obra los hijos tuyos, porque te quieren libre y bien hace el español de no dar paz a la mano por temor a perderte».

En el fondo, Rubén sabía que debajo de esa lucha, necesa­ria y dolorosa quizá para que el proceso de creación hispánica no se detuviera, se inmiscuía y en última instancia se decidía, la intervención absorbente de los Estados Unidos en la vida cultural, política y económica de Hispanoamérica.

A partir de aquel día en que fue arriada la bandera espa­ñola en tierras del Caribe y que Ramos Carrión rememora así:

«Hoy desmayada y triste                                                                                                                   con humildad se pliega:                                                                                                                                             amarilla de rabia                                                                                                                                                               y roja de vergüenza,”

la presencia norteamericana ha hecho sentir su fuerza en el país hermano, y lo ha convertido, como fruto parcial de sus tremendos errores, en la primera víctima americana del comunismo.

Que la intervención de los Estados Unidos, desde entonces, no respondía a fines altruistas lo prueba el hecho de que consu­mada la paz y cuando los cubanos esperaban la independencia, asistieron desazonados a la implantación de un gobierno militar norteamericano presidido por Leonard Wood, y que cuando esta independencia les fue reconocida, quedó mediatizada por la Enmien­da Platt que subordinó a los Estados Unidos la política exterior de Cuba y reconoció a aquellos la facultad de intervenir en los disturbios interiores.

En 1.906 y aprovechando tales disturbios, el general Taft desembarcó en Cuba y se hizo cargo del poder con 1a más grotesca e hiriente de las fórmulas intervencionistas: «República de Cuba bajo la administración provisional de los Estados Unidos”. ¡Y no hace de esto ni sesenta años!

Realmente, Cuba, país rico y alegre, se fue convirtiendo en productor de tabaco y azúcar, cuyo precio en el mercado -que en gran medida señalaba los Estados Unidos como primer consumidor- determinaba la prosperidad o la pobreza, sin posibles compensaciones de otras partidas.

En el trance de la postguerra universal, en el que aún nos movemos, Hispanoamérica sufrió las sacudidas de quienes al esti­marse victoriosos creyeron que su sistema político había de implantarse en todo el mundo como un trofeo de su victoria.

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En Cuba, Fidel Castro, del que las agencias de noticias comienzan hablando a raíz de la violencia desatada en Bogotá, se lanzó a la sierra Maestra con un grupo de exaltados y bajo el lema aparente de poner término al régimen de Batista.

Los grandes medios de publicidad en los Estados Unidos y los periodistas más famosos de este país se pusieron inmediatamente a su servicio; y es un lugar común, por ser hecho bien conocido, que la política del Departamento de Estado fue de simpatía y ayuda a la rebelión fidelista, en la que quiso ver catalizada la insurrección de un pueblo contra un sistema político considerado como dictatorial.

Un día se hará público y con todo detalle cuales fueron los motivos inmediatos que produjeron con la crisis final del siste­ma, la marcha de Batista, y la entrada triunfal y apoteósica de Fidel Castro y sus hombres, en la capital de la República.

Lo que sí sabemos es que a la campaña de simpatía y popula­ridad de que Castro gozó en los Estados Unidos se unió la miopía de sectores decisivos de la clase directora del país, que ofrecieron al «héroe» su colaboración, su prestigio, incluso espiri­tual y su ayuda económica sin restricciones.

 He conocido a muchos de los leales a Fidel, de cuyo buen espíritu no puedo dudar. Permanecieron a su lado, y a pesar de los desmanes de la Revolución, con una terquedad rayana, no en la soberbia, que en ellos no cabía, sino en el fanatismo o en la sugestión. Discutir sus puntos de vista resultaba inútil. Era como estrellarse con una pared que no quería abrirse, por miedo, quizá, a que entrara la luz, y se viesen los mias­mas que anidaban dentro. Hoy, o han sido fusilados, o están en las cárceles y campos de concentración, o han logrado huir y viven desconsolados entre nosotros.

El viaje de Fidel Castro a los Estados Unidos, la ruptu­ra subsiguiente de relaciones diplomáticas, la proclamación de Cuba como república popular, la llegada de técnicos y dirigentes de los países marxistas, la instalación de plataformas de lanzamiento de proyectiles atómicos…, son hitos de un proceso que ha convertido a la nación hermana en un pueblo desfigurado y trastocado, pues no es tan solo su perfil lo que está cambiando, sino que es su alma la que está en peligro de perderse.

En esta situación se ha producido el último de los inci­dentes al reclamar los Estados Unidos, con una actitud ciertamente viril y enérgica, que se retiraran los proyectiles atómicos soviéticos y se desmantelaran las plataformas instaladas para lanzarlos. El bloqueo marítimo, que hizo visible la resolución de utilizar la fuerza, y las negociaciones inmedia­tas, a través de la Organización de las Naciones Unidas, determinaron lo que en 1a gran campaña del apaciguamiento se llama la humillación soviética.

La verdad es que, si nos adentramos en el examen de la si­tuación, las conclusiones no pueden considerarse tan optimistas, al menos en cuanto hace referencia al porvenir más próxi­mo del pueblo cubano. Poco o nada, en efecto, pesó en el ánimo de «los grandes» la miseria y esclavitud en que hoy se encuen­tran millones de ciudadanos fuera y dentro de la isla. Lo úni­co que importaba y 1o único que fue capaz de mover los ánimos de la Administración americana fue la posibilidad, ciertamente alarmante, de que el dispositivo militar soviético en el Caribe tuviera dentro de su alcance balístico ciudades e industrias de los Estados Unidos.

Se ha negociado con rapidez, sin duda, y con valor y diligencia innegables, pero solo pensando egoístamente en la segu­ridad propia, y no en la vida y en la libertad del vecino, despreciadas y oprimidas en Cuba. Más aun, aunque desconozcamos en que ha consistido la negociación, y que bazas se han descu­bierto en el toma y daca que lleva consigo el hecho de transigir, lo que no tiene duda es que la orden norteamericana, obedecida por la URSS no hacía referencia al armamento ordinario y que éste llena hoy los arsenales del ejército fidelista.

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Es decir, que la libertad de importación de cualquier mate­rial de guerra por parte del fidelismo cubano está reconocida. Sólo se excluye aquel que por su alcance y el temor psicológico que su posesión por el enemigo pueda acarrear al pueblo norteamericano, conviene que se halle lo más lejos posible. Pero, es pre­cisamente aquel tipo de armamento el que utilizara el ejército fidelista contra cualquier tipo de insurrección armada que dentro del país pueda producirse, o contra los intentos de desembarco promovidos por los patriotas que trabajan para derribar al fidelismo desde el exterior.

De igual modo, ese armamento es el necesario e indispensable para la dotación de las guerrillas que preparadas y adiestradas en todos los países iberoamericanos esperan su recibo desde Cuba para lanzarse, cuando la voz ejecutiva se pronuncie desde lejos, a la conquista violenta del poder o, al menos, a la subversión esporádica que, al destruir la economía, perturbar el or­den y sembrar la desgana, facilita el acceso del comunismo.

La tragedia de Cuba es aleccionadora y angustiosa a la vez: so pretexto de destruir un poder dictatorial, el país más poderoso del mundo libre contribuye y ayuda a la instauración en sus riberas de un gobierno comunista; los patriotas cubanos, muchos de ellos víctimas del engaño fidelista y deseosos de rescatar a su patria del comunismo, se ven desamparados de toda ayuda al intentar un desembarco libertador; ligado el gobierno de Cuba por vínculos cada día más fuertes al bloque soviético y utilizada la tierra de Cuba como base militar de aquel, se hace caso omiso de la situación del país y de aquella política que los juris­tas españoles del siglo de oro llamaron política homicida, y de un modo indirecto pero real se coopera al fortalecimiento del comunismo en Cuba, alejando las posibilidades de que, al fin , acabe un régimen de terror.

De otra parte, los cientos de millares de cubanos que se hallan en el exilio están fragmentados y divididos. Dan la impresión de que tratan de ajustarse las cuentas por un pasa­do que es irreversible y no de olvidar agravios y equivocaciones y acudir a lo fundamental, que es Cuba aherrojada por el comunismo.

Son los cubanos los que, por sí, y con todo el riesgo, pero también con toda la gallardía que el gesto requiere, han de liberar a su patria. Si Cuba está por encima de sus quere­llas y de su comodidad, Sierra Maestra es tan acogedora hoy para los patriotas, como ayer para los «barbudos», y su lección, maestra también, dio a los últimos resultados sorpren­dentes y visibles.

Confiar en ayudas ajenas, después de Hungría y de la bahía de los Cochinos, es tanto como renunciar a Cuba para siempre. Y si esas ayudas, por cualquier circunstancia imprevista pero posible, llegaran después de que fueran tantas veces denegadas, «habrá que estar alerta para que la factura no fuera como aquellas del gran Capitán y volviéramos a leer de nuevo claramente o entre líneas en los membretes oficiales: «Repú­blica de Cuba, bajo la administración provisional de los Es­tados Unidos», como hoy leemos «República de Cuba, bajo la administración provisional de la URSS».