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Antecedentes

La ciudad de Zaragoza se convirtió durante la II República en el epicentro anarcosindicalista de las distintas comarcas de La Rioja, Aragón y Navarra, contando con miles de militantes en sus filas; no escaseando tampoco en dicho territorio millares de enrolados en el sindicato socialista de la UGT. Así las cosas, en mayo de 1936, se celebraba en la capital maña un congreso de la CNT para decidir -entre otras cosas- sobre la posibilidad de fusionar las dos centrales sindicales, como había propuesto el sindicato socialista; por aquel entonces controlado por el ala caballerista del socialismo, entregado a los designios de la III Internacional o Comintern, con el fin de constituir un magno sindicato revolucionario en su afán por apoderarse del poder político. Pues bien, los anarcosindicalistas aceptaron la fusión propuesta, pero siempre que se actuara independientemente de partido alguno, por lo que los socialistas para-soviéticos optaron entonces por explorar otras estrategias revolucionarias, no en vano controlaban las populosas juventudes socialistas, el multitudinario sindicato de la UGT y gran parte del viejo partido socialista.

Mientras, los militares aragoneses que estaban al tanto de tales preparativos subversivo-revolucionarios deciden sublevarse, tras conocer el levantamiento del Ejército de África. En consecuencia, publican un bando militar en la madrugada del 19 de julio, siendo fuertemente contrariado por los sindicatos de izquierda, los cuales, por respuesta, declararon la huelga general revolucionaria. En tal tesitura, los militares conjurados acordaron aplicar rápidos castigos ejemplares con el fin de estrangular la fuerte oposición a su bando de guerra; con mayor motivo, cuando pocos días más tarde la ciudad se vio bombardeada y amenazada por miles de milicianos armados que invadieron la región procedentes de Cataluña. Pues bien: que esta estrategia castrense de defensa y castigo produjo cientos de víctimas no puede dudarse; ni siquiera escamotear su alcance. Lo que sí ha de criticarse es la instrumentalización histórica que viene efectuándose de la misma, con la finalidad de establecer por vía de hecho una especie de tiranía larvada en el seno de la comunidad autónoma.

Pues bien, a iniciativa de los socialistas -paradójicamente los herederos políticos de los mayores latrocinios, homicidios y calamidades de la pasada contienda- el Parlamento regional aprobó en 2018 una curiosa norma (Ley 14/2018, de 8 de noviembre), apropiándose cínicamente de la palabra democracia con el fin de poner fuera de la ley al franquismo; eso sí, cuarenta años después de su disolución… Con ello, no sólo se proscribe, ladinamente o por vía de hecho, la propagación de los antiguos ideales de las diversas facciones que se adhirieron al alzamiento del laureado Ejército de África, sino el recuerdo de los acontecimientos políticos, culturales y económicos del duradero régimen anterior, desde la heroicidad del soldado de Alcubierre hasta la labor legislativa del probo procurador elegido por el tercio familiar o sindical, pongamos por caso.

Con todo, lo más grave de este tecnológico ucase es la discriminación indudable que crea dicha parcialísima norma en relación con los perseguidos a muerte por la izquierda regional durante la etapa republicana y la guerra civil, sin olvidar de este trágico inventario los decesos ocasionados por el maquis en la inmediata posguerra; cuya memoria queda definitivamente oculta por determinación legal.

En consecuencia, razones de todo linaje nos exigen comentar, siquiera casuísticamente, las gravísimas humillaciones y atrocidades infligidas por la izquierda regional de la época (socialistas, comunistas y anarquistas) a sus adversarios políticos y sociales, fueren personas de orden, jóvenes contestatarios, pacíficos ciudadanos o piadosos sacerdotes; sin descuidar el atentado fanático contra muchas propiedades públicas y particulares, comenzando por la mismísima Basílica del Pilar, cuyo recinto sagrado fue bombardeado por la aviación republicana el tres de agosto de 1936.

 

La persecución

La mortandad regional supera los cinco mil fallecidos por muerte violenta, cantidad que se distribuye por provincias de la siguiente forma: en la provincia de Zaragoza, la Causa General registra 1251 fallecidos; en la de Huesca, 1814 muertes y en la Teruel, 1911 decesos. Una matanza excesiva, habida cuenta que las circunscripciones provinciales de Aragón no fueron dominadas en su integridad por las tropas rojas, permaneciendo fieles muchos pueblos y villas, desde un principio, a los dictados de la 5ª División, capitaneada por el general Cabanellas y su estado mayor. Y lo sostenemos, teniendo como referencia la represión efectuada en otras provincias de España por las fuerzas izquierdistas, que ni siquiera llegaron a esos parámetros sangrientos: Almería, Cuenca o Albacete. Con todo, lo dicho debiera considerarse como provisional y aproximado, pues alguna fuente eclesiástica posterior refiere matanzas mayores, al contabilizar en el término de Barbastro 800 homicidios, quinientos más de los anotados en la estadística oficial, y hasta tres mil masacrados en el territorio diocesano de Zaragoza.

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No obstante, en este martirologio tampoco quedan incluidos los soldados nacionales o republicanos asesinados y ejecutados en el frente, circunstancia no tenida en cuenta en los estudios que se han acercado al análisis de la represión frente populista; y se trata de una peculiaridad en absoluto desdeñable, pues en territorio aragonés acaecieron enfrentamientos durísimos en Belchite, Teruel o el Ebro que excitaron los ánimos de los combatientes republicanos, lo que generaría la perpetración inmediata o a posteriori de innumerables asesinatos y pillajes, como fue el fusilamiento en 1939 del defensor de Teruel el coronel Rey d’Harcourt. De hecho, consta que las tropas rojas masacraron, con ocasión de la toma de Belchite, diecisiete indefensos soldados franquistas en Híjar, 27 en Huerta y once en la localidad oscense de Alerre. Tampoco ha de omitirse los castigos ordenados por los jefes de las columnas catalanas en tierras aragonesas durante las primeras semanas de la guerra, las cuales eliminaron incluso entusiastas de la 2ª República como refiere Gironella en Un Millón de Muertos. Y no sólo eso, sino que también figura documentalmente la represión efectuada contra individuos de la CNT por las fuerzas republicanas en 1937 y que dio lugar a detenciones y desapariciones, así como la persecución inmisericorde contra los soldados republicanos no adictos y contra quienes pretendían evadirse hacia zona enemiga.

En cualquier caso, lo que sí ha quedado bien reflejado en la estadística posterior a la contienda es la ferocidad con que se procedió en Aragón, equiparable, en no pocos casos, a los sucesos horripilantes observados en el mediodía peninsular. Así, en la provincia de Zaragoza, fueron masacradas familias enteras como los Carod de Herrera de los Navarros; un oficial de la Guardia Civil fue arrastrado por el suelo y quemado con gasolina en Caspe; también fue asesinada una enfermera capturada en Belchite así como decapitado otro defensor de dicha localidad y hasta se arrojó alguna persona por profundos barrancos tras someterlo previamente a bárbaros tormentos. Con todo, lo más horroroso de dicha provincia tal vez fueran los suplicios soportados por Manuel García Vera y Antonio Guiu Guiral. El primero de los citados fue muerto e inmediatamente descuartizado a modo de cruz, cortándole también los genitales; el segundo, fue obligado a andar descalzo y medio desnudo por la población, como si fuera camino del Gólgota, hiriéndole las masas con todo tipo de objetos, cortándole de paso una oreja y siendo expuesto en el ayuntamiento como trofeo para ser trasladado al cementerio donde sufrió todo tipo de escarnios. En la provincia de Teruel, la crueldad y el sadismo también tuvieron su apartado particular. Así, la Causa General recoge violaciones, amputaciones y horrorosos tormentos infligidos a los disidentes: a Ramona Miguel y Manuel Zarzoso les extrajeron los ojos en vida; a Romualdo Martínez le arrojaron al río desde un puente siendo rematado a puñaladas; a Bernardo Ferrer lo rociaron con gasolina, quemándolo vivo; a Antonio Ferrán lo decapitaron tras ser fusilado entre insultos y blasfemias. Terribles fueron los padecimientos soportados por Carmen Albesa y Rosario Cardona, detenidas, violadas y quemadas en vida, obligándoles previamente a saber el fusilamiento de toda su familia. También, los de Virgina Gil arrojada  a un barranco con su hijo de ocho meses; los de Antonio Cañada, castrado y con los ojos extraídos en vida; o los de Gabriel Blasco, acuchillado por los riñones y degollado en el camión de la muerte; sin olvidar el colmo de la perversión, practicado en el cuerpo del médico Teodoro Mayayo, quien tras ser fusilado le cortaron las orejas, poniéndolas en el buzón de correos, queriendo unos milicianos comérselas asadas… En la provincia de Huesca, no escasearon las mutilaciones, los reos quemados en vida, los arrastrados hasta la muerte, las palizas mortales, los arrojados por precipicios, etc. Con todo, los crímenes más horrorosos fueron los efectuados sobre el personal religioso, como el ecónomo de Antillón o el obispo de Barbastro; al primero, le sometieron a bárbaros tormentos, fusilándolo medio moribundo y al segundo, le seccionaron los testículos con el auxilio de un médico, como refiere en 1949 el informe del fiscal de la Causa General.

Efectivamente, fue una guerra de exterminio contra la religión que superó incluso los implacables castigos ordenados contra los católicos por las tropas del presidente mejicano Calles diez años antes. Los templos y edificios religiosos fueron considerados “objetivo militar”, comenzando por la Basílica del Pilar, monumento nacional desde 1904. Y es que, en la diócesis de Zaragoza, los daños ocasionados en las iglesias superaron los veinte millones de pesetas de 1940, contabilizándose hasta 173 iglesias destruidas o dañadas; mientras que ermitas serían 286 (entre devastadas y deterioradas). Con todo, el personal religioso sufriría una persecución muy cruel: fueron asesinados 78 sacerdotes, 38 religiosos, siete seminaristas y hasta 49 miembros de Acción Católica, mencionándose la rápida ejecución de media docena de frailes en la devota Calanda, el 29 de julio de 1936 (entre ellos un anciano dominico vecino de mi familia). En la diócesis de Teruel y Albarracín, las cosas no resultaron mucho mejor: serían destruidas o devastadas 192 iglesias y 221 ermitas, masacrándose 44 miembros del clero secular. Con todo, sería la provincia de Huesca la que más sufriría la persecución roja, hasta el punto de registrarse en su circunscipción territorial la friolera de 468 sacerdotes, religiosas y religiosos asesinados, contabilizándose, por ejemplo, en la diócesis de Barbastro la destrucción de 200 iglesias y la matanza de 114 curas… Como resulta obvio, esta persecución religiosa produjo daños irreparables en el patrimonio histórico-artístico de la región, resultando incalculable el valor de lo perdido en el campo de las artes y los archivos; debiendo destacarse lo ocurrido en el territorio oscense, con la desaparición de más de 400 retablos y la reducción de su imaginería sacra en un 25 por cien de las existencias prebélicas… En fin, obras magníficas de Gabriel Yoli, Maestro de Sigena o Pedro Jiménez terminaron siendo pasto de las llamas o del hacha destructora.

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Igualmente, la propiedad privada recibió un ataque frontal como nunca se había visto: fueron desvalijadas la mayoría de sucursales bancarias que cayeron bajo el dominio izquierdista, aun en localidades menores como Belchite, Alcañiz o Caspe. Por lo demás, las cámaras del Comercio e Industria adveraron que las incautaciones y saqueos efectuados en los bienes de particulares de la provincia de Huesca superaron los siete millones de pesetas de entonces, mencionándose el robo de un millón y medio de pesetas en joyas y monedas antiguas a dos hermanos de Castejón de Monegros. En la provincia de Zaragoza, el expolio fue incluso mayor, pues lo incautado supera los treinta millones de pesetas de la época, según certificación de la Cámara de Comercio; y en la provincia de Teruel, el valor de lo sustraído a las personas de orden superó los trece millones.

 

Conclusiones

Las cifras no engañan por muchos peros que podamos argumentar en su contra, siquiera comulgásemos con prédicas elaboradas por nostálgicos de la II República o hagiógrafos de personajes del fenecido Frente Popular, patología doctrinal que incluso se ha extendido a varias parcelas de la historiografía actual. Fue una persecución terrible y espantosa la desarrollada en tierras de Aragón por la izquierda de los años treinta, incluso haciendo las oportunas comparaciones con la represión conducida por el Ejército triunfante, en conformidad con las leyes y costumbres de la guerra, y sin omitir los excesos que pudiéramos observar en su aplicación; pues en definitiva se trata de una discusión meramente histórica. Lo grave es confundir la historia con la política, y más cuando hay ochenta años de diferencia. Por tales motivos, hemos de conceptuar la norma aragonesa de marras como propia de una dictadura ideológica de acuñación iberoamericana; no en vano la arbitrariedad y la injusticia son las señas de identidad de las tiranías. Y no se instrumentalice cínicamente la palabra democracia para perseguir a los disidentes, así como el recuerdo de los masacrados por los revolucionarios socialistas, pues en nombre de la libertad se han cometidos no pocos desmanes, desde la Revolución Francesa hasta las “democracias populares” de los países del desaparecido Telón de acero; aunque se organice esta persecución en nombre de la ley, pues ya lo dijeron los juristas romanos: summun ius summa iniuria.

Autor

José Piñeiro Maceiras