08/05/2024 14:27

En mayo del 68 se produjo en París una protesta conjunta de estudiantes y trabajadores contra el capitalismo y la sociedad de consumo, que desembocó en la convocatoria de una huelga general que paralizó a la nación francesa, sumiéndola en el caos. De hecho, la magnitud de la ofensiva estudiantil y obrera fue de tal magnitud que el entonces presidente francés, Charles De Gaulle, se vio en la necesidad de convocar elecciones de forma anticipada, para intentar detener la ola de disturbios que amenazaba la propia estabilidad del país. Cabe recordar que el lema que impulsó la revuelta fue la célebre frase de Herbert Marcuse “Seamos realistas, pidamos lo imposible”. Sin embargo, a pesar de las masivas movilizaciones impulsadas de forma indisimulada por los comunistas franceses, las elecciones finalmente se saldaron con una contundente victoria de la gaullista Unión de Demócratas por la República y una severa derrota del Partido Comunista, de tal forma que el ímpetu revolucionario del momento quedó en agua de borrajas, probablemente porque salvo Daniel Cohn-Bendit y cuatro estudiantes más que habían leído a Marcuse, la gran mayoría de aquellos que se adhirieron a las protestas no alcanzaban a entender el verdadero significado de la metafórica aseveración revolucionaria del pensador germano-estadounidense.

En realidad, Marcuse, en su obra El Hombre unidimensional”, había llevado a cabo una profunda crítica tanto de la sociedad capitalista como de los regímenes comunistas de la primera mitad del siglo XX. Así, para Marcuse el poder establecido en los países industriales avanzados había logrado imponer un pensamiento único en el seno de la sociedad, fundamentalmente a través del adoctrinamiento y el control social llevado a cabo por un imponente aparato estatal y sus terminales mediáticas. Así, desde las esferas de poder se ejercía en todo momento y lugar una dominación represiva sobre el conjunto de la sociedad, que vino a provocar la eclosión de un ser humano unidimensional, caracterizado por el desempeño de un rol de productor-consumidor que a la postre le impedía alcanzar la plenitud vital. En consecuencia, según Marcuse, para combatir este estado de alienación derivado de la mercantilización de la cultura resultaba imprescindible que el ser humano se rebelara, para lo cual resultaba imprescindible abandonar el pensamiento acrítico imperante y promover un nuevo paradigma cultural orientado a reconstruir el orden político, social y económico, tomando en consideración las pulsiones vitales del ser humano.

Años después, con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la posterior desintegración de la Unión Soviética la izquierda no solo quedó desacreditada a nivel práctico, sino que también perdió su soporte teórico. Así, el mundo entero tuvo ocasión de comprobar como en los regímenes comunistas la llamada dictadura del proletariado se materializaba en el imperio virulento de la opresión y el crecimiento incesante de la miseria para mayor gloria de los próceres comunistas, todo ello, además, en contraposición al floreciente escenario de libertad y prosperidad inherente al normal desenvolvimiento de las democracias liberales. Asimismo, la lucha de clases como motor del cambio social dejo de tener predicamento incluso entre los más desfavorecidos, debido a que la permeabilidad entre los diferentes estratos socioeconómicos, el ascensor social y la existencia no solo de diferencias sino también de intereses compartidos entre empresarios y trabajadores habían dinamitado los principales postulados teóricos en los que se asentaba el comunismo.

En este contexto sociocultural, la izquierda necesitaba aferrarse a nuevos postulados y crear nuevas formas de confrontación, para mantener viva la llama de la disrupción del orden social occidental en aras de una nueva puesta en escena del totalitarismo marxista, esta vez bajo el disfraz democrático. Fue entonces cuando el filósofo argentino Ernesto Laclau llegó al escenario político para dar munición al socialcomunismo mediante una retórica que hacía referencia a la existencia de minorías agraviadas, viniendo con ello a intentar sustituir la lucha de clases por la lucha de identidades. Curiosamente los distintos grupos sociales pretendidamente oprimidos (esencialmente mujeres, negros, homosexuales y musulmanes) mostraban intereses dispares e incluso contrapuestos, razón por la cual los teóricos del neomarxismo recrearon un enemigo común de todos ellos, el cual, como no podía ser de otra forma, fue el patriarcado cristiano, heteronormativo y capitalista. Obviamente, todo este nuevo constructo ideológico ya no podía inscribirse abiertamente bajo el manto del socialcomunismo, debido a que había penetrado en la opinión pública occidental su franca incapacidad para establecer una marco social apto para situar al ser humano en disposición de desarrollar todas sus potencialidades e incluso alcanzar un cierto grado de felicidad. Como consecuencia de todo ello los pensadores neomarxistas, incurriendo en una perversión interesada del lenguaje, designaron con el nombre de progresismo” a su reformulación doctrinal, desvirtuando así el propio concepto de progreso en cualquiera de sus vertientes. Sin embargo, para logra el éxito al nuevo cóctel ideológico le faltaba un ingrediente fundamental en toda batalla cultural, el cual no era otro que el convencimiento de las masas de las bondades de su proyecto político -lo cual no resultó sencillo ya que era esencialmente totalitario y empobrecedor- sirviéndose para ello de un discurso nítidamente populista, es decir orientado a la evocación de las emociones en detrimento de la razón.

Así, al igual que la modernidad ilustrada sustituyó el pensamiento mágico característico de las sociedades premodernas por el pensamiento racional como fuente de conocimiento y consecuentemente como fundamento tanto del discurso cultural como de la articulación del orden socioeconómico, el progresismo neomarxista sustituyó el pensamiento racional por el pensamiento emocional preconizado por estudiantes y obreros en el mayo francés, es decir por una forma de razonamiento consistente en colocar a los sentimientos en un lugar hegemónico a la hora de describir la realidad social, obviando la necesidad de que el resultado de tal proceso fuera verificado o refutado por los datos que las ciencias naturales y sociales eran capaces de aportan. Con todo ello, la izquierda, con la inestimable colaboración de las élites globalistas, ha impuesto en el seno de la sociedad el llamado “pensamiento políticamente correcto”, siendo tan prominente su posición en la conciencia colectiva que cualquiera que ose criticar públicamente alguno de sus dogmas de fe es sometido “ipso facto” a un inmisericorde juicio mediático que por regla general concluye con la condena del disidente a la cancelación social. En consecuencia, es cada vez más frecuente ver como los individuos optan por asentir temerosamente ante determinados despropósitos discursivos, sometiéndose así a la peor forma de censura, que no es otra que la autocensura.

Ejemplificando en qué consiste realmente el progresismo socialcomunista nos encontramos con la llamada “ideología de género”, constituida por una serie concatenada de disparates intelectuales cuyo objetivo es enfrentar a hombres y mujeres en una batalla sin cuartel, para con ello acabar eliminando a la familia como núcleo socializador y trasmisor de valores morales. Desde hace ya unos años estamos asistiendo a la definitiva eclosión del feminismo queer, una de cuyas principales impulsoras es la filósofa estadounidense Judith Butler. Así, en su obra “El género en disputa”, Butler sienta las bases de esta cuarta ola del feminismo, cuyos postulados se alejan meridianamente de la defensa de la igualdad entre ambos sexos sostenida por las primeras feministas, tal y como se explicita en la llamada “Declaración de Sentimientos” nacida de la reunión celebrada en Seneca Falls allá por 1848. En síntesis, según Butler tanto el sexo como el género son construcciones de carácter performativo, dentro de un contexto social dominado por un sistema patriarcal heteronormativo. Por ello para Butler es necesario enterrar el debate entre esencialistas y constructivistas, ya que la propia categoría de sujeto indefectiblemente refiere un esquema binario masculino-femenino que no se corresponde con la realidad humana. Es decir, para Butler no existe ni sexo biológico ni género construido, sino que lo único que hay son cuerpos sin identidad sexual, siendo tanto el sexo como el género ficciones performativas de carácter lingüístico, que perpetúan un sistema binario que consagra la dominación masculina. Parece obvio que las diferentes ramas de la biología han dado cuenta de manera incontrovertible de la existencia de hombres y mujeres como entidades psicofísicas con características propias tanto comunes como diferenciales, motivo por el cual resulta indudable que el feminismo queer es ante todo antinatural y anticientífico, de tal forma que la única conclusión posible ante tan disparatado constructo teórico es que no existe razón alguna para sostener la validez de sus planteamientos. Pero es que, además, si en un ataque de locura aceptamos la inexistencia del sexo y del género resulta que la teoría queer resulta ser intrínsecamente contradictoria al establecer la transexualidad como una categoría natural dentro de la especie humana, ya que no es posible estar encerrado en un cuerpo del sexo contrario al autopercibido cuando resulta imposible definir lo que es un hombre y lo que es una mujer.

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Autor

Rafael García Alonso
Rafael García Alonso
Rafael García Alonso.

Doctor en Medicina por la Universidad Complutense de Madrid, Especialista en Medicina Preventiva, Máster en Salud Pública y Máster en Psicología Médica.
Ha trabajado como Técnico de Salud Pública responsable de Programas y Cartera de Servicios en el ámbito de la Medicina Familiar y Comunitaria, llegando a desarrollar funciones de Asesor Técnico de la Subdirección General de Atención Primaria del Insalud. Actualmente desempeña labores asistenciales como Médico de Urgencias en el Servicio de Salud de la Comunidad de Madrid.
Ha impartido cursos de postgrado en relación con técnicas de investigación en la Escuela Nacional de Sanidad.
Autor del libro “Las Huellas de la evolución. Una historia en el límite del caos” y coautor del libro “Evaluación de Programas Sociales”, también ha publicado numerosos artículos de investigación clínica y planificación sanitaria en revistas de ámbito nacional e internacional.
Comenzó su andadura en El Correo de España y sigue haciéndolo en ÑTV España para defender la unidad de España y el Estado de Derecho ante la amenaza socialcomunista e independentista.
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