14/05/2024 15:38

Y respondió Dios a Moisés: Soy el que soy

Éxodo, 3: 14

Olvidemos un poco a los partidos políticos, su idiocia y sus intenciones ocultas. Hablemos de otras cosas como las que fraguan un acelerado devenir de la digitalización que, sin duda, representa la estrategia que mueve a todos los políticos occidentales. Es el envolvente que funda nuevas realidades que se están levantando sobre las ruinas de un orden analógico que ya está herido de muerte.

Me sorprende que una buena parte de la población viva inquirida por su identidad personal. Sin embargo la otra, mayor en número, que ni la tiene ni la quiere, le satisface en cambio someterse in radice a las pautas de la identidad colectiva o de la nueva identidad digital.

¿Por qué? La respuesta tiene que ser más simple que compleja. Porque se trata de un fenómeno generalizado actualmente. La explicación profunda de la pérdida de la identidad analógica tiene su causa en la irrupción y expansión de la identidad digital que, evidentemente, ya no es ni identidad personal ni colectiva.

Ciertamente, los conflictos y enfrentamientos actuales en el mundo Occidental no tienen su origen entre religiones, entre etnias, entre pueblos o civilizaciones que han sobrevivido a los terremotos de la historia sino entre Grandes Ideas fundadas en verdades aparentes y en vanos paralogismos. Los 17 objetivos de la Agenda 2030, son un ejemplo.

Todo parece explicarlo la identidad, es decir aquella ‘conciencia’ que una persona o colectividad tiene de ser ella misma y distinta a las demás. Lo importante que debemos retener es constatar, de modo perfecto, que es en el seno de la conciencia donde fragua la identidad del sujeto y que ‘esa’ identidad viene de fuera a su conciencia.

Frente a las diferentes identidades que pululan en permanente competencia, el sujeto se limita solo a aceptar el producto elaborado fuera de su conciencia para dotarse de su ‘identidad’. No aporta absolutamente nada. La única fuerza motriz irresistible es la exigencia, siempre, de dotarse de una personalidad o de no tenerla (que sería otra forma de identidad negativa o inversa).

Sea como sea, la identidad personal es cualquier cosa menos personal. El sujeto que sostiene, en su conciencia, tener una identidad personal propia y única, sin duda, miente y se miente. La identidad personal no es otra cosa más que una identidad colectiva prefabricada que ha sido asumida por un sujeto concreto. Nada más. Lo que proyecta y narra ‘su’ identidad personal es justo la sombra de la colectiva, de la que deriva y de la que habla en su lenguaje, asumiendo sus códigos.

Desde el corte de pelo, la música que escucha, las preferencias en consumo, el sentido del ‘gusto por las cosas’, las lecturas que hace, las aplicaciones informáticas que se baja, las redes sociales en las que participa, el lenguaje que adopta, las creencias que asume, los prejuicios que lo delimitan, las poses y la indumentaria que adopta, sus preferencias sexuales, las bebidas y las comidas, etcétera todo aquél abanico inmenso y agotador de posibilidades inconmensurable no las produce el sujeto concreto. Éste se limita a usar o no y a aceptar o no aquel miliar de opciones que tiene a su disposición en el universo de las ofertas del consumo de la personalidad … y así toda la vida.

Es tan curioso este fenómeno que, sin sospechar que viene de fuera de su conciencia, el sujeto tiene la íntima convicción irrebatible de que es él el productor de sus dependencias, de sus determinaciones, en suma del exhaustivo diseño de su servidumbre personal o colectiva. Y la paradoja se produce cuando la elección es concebida como expresión máxima de ‘libertad’. Sartre parece inspirar ese aserto.

Es decir, la libertad queda reducida, en este metadiscurso, a una mera decisión personal de adoptar o no, asumir o no, aceptar o no aquellas consideraciones materiales o del mundo de la representación que no ha producido ni creado. En efecto, el discurso de la libertad excluye la libertad e impone con naturalidad la servidumbre de la elección. La Naturaleza permite el juego y, finalmente, sibilinamente impone sus determinaciones sin la violencia reactiva de una conciencia conturbada.

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Hay quien se pregunta: ¿ cómo vivir sin ser libre? Sin embargo, lo horrible, lo dramático, es justo lo contrario: ¿ cómo vivir siendo libres?

La Naturaleza ha provisto la dosis de ilusión necesaria para generar la sensación de libertad al esclavo moderno: aquel en el que impactan todas las determinaciones de sus afecciones, creyendo que sus actos son causados por su voluntad. Lo que condiciona la voluntad, incluso la más íntima, procede de fuera de su voluntad, causando en ella alteración, tanto orgánica como de pensamiento y que organizan los sistemas de información y que regula el Estado.

El amo, en cualquier caso, ha desaparecido. Ese es el drama de nuestra civilización que ha inventado, en sustitución, un Amo Digital, el Pantocrator de silicio hecho de impulsos eléctricos, información en circulación en la red, algoritmos … que buscan nuevos adoradores.

Antes actuaban patrones de referencia analógicos como los líderes, los héroes, los mesías, los grandes hombres, los profetas, los sabios y los poetas, los hombres honestos y valientes, los poetas y los filósofos, etcétera. El proceso que alimentaba esa identidad personal era el ejemplo, la grandiosidad espiritual como referencia (elevados principios y reputados valores humanos), la imitación de las mejores cualidades de esos hombres excepcionales. Y la manera de inocularse en la conciencia del sujeto era cualquier medio de registro o de ritual desde la danza al celuloide.

No estamos es esos tiempos.

La identidad digital se abre paso entre las nuevas generaciones y desespera a las viejas. Las generaciones más viejas sostienen que las identidades digitales no proporcionan ninguna identidad genuina y que se trata de una miscelánea tecnológica que conduce a la desesperación psicológica y a la exaltación de la individualidad (cosa imposible porque no existe sujeto reflexivo ni activo en el orden digital).

Las nuevas generaciones que se dejan seducir por las identidades digitales, por el contrario, consideran que las viejas generaciones, dotadas de identidades analógicas, están ancladas en una ‘realidad’ muerta y seca, que no les proporciona más que refugio y consuelo (Gabriel Albiac es su epítome consumado), negándose a afrontar una realidad nueva, distinta, la ‘realidad artificial’, la de un mundo regido por patrones que no tienen nada que ver con el pasado … y, cierto, no tienen que ver absolutamente con nada, sin referencias, se vive aspirando a desaparecer en una especie de exterminio auspiciado por el sistema de información inmisericorde. Para ser digital hay que exterminar toda la pátina que proporciona la personalidad analógica.

Ahora todo sufre un desgarro íntimo que provoca sucesivas sustituciones siendo la principal, y sobre la que pivota todo lo posterior: la sustitución del sujeto por el objeto.

Es la máquina quien impone su código, irrumpe en todas las facetas, según edad, espacios y tiempos, sin limitación, inaugurando la era de los sujetos artificiales, una construcción que se alimenta de los flujos de información que vertebran, estructuran y, en su suma, determinan todo comportamiento mental o práctico, el que sea, de los sujetos convertidos en terminales de una red infinita de información pura. La subjetividad se exacerba en grado máximo.

Todo ese proceso alimenta una ilusión desbocada que organiza el cuerpo del pensamiento supeditándolo a las coordenadas de la información y que solo puede ser imagen, estética, pose, artificio … Para los conectados a las estructuras en red por donde fluye la información, la realidad se convierte en odiosa, una carga pesada, de la que hay que desprenderse sin piedad: para ellos la opción estriba en sumergirse en las tinieblas del internet profundo donde hallan un universo más real que lo real, una dimensión que existe mientras se crea en ella … por eso resulta tan desgraciados y tan inadaptados a lo real de cuyo ámbito empiezan desertar y a negarse regresar.

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Es necesario no-ser para ser sujeto digital. De ahí el rechazo histérico a cualquier pretensión de definirse al margen del vórtice de una información, irrenunciable, que construye todo el entorno que lo envuelve como una nueva realidad artificial total (si es artificial, claro, ya no puede ser realidad; queda apuntado: la realidad concebida como una metáfora de lo que, en el proceso de sustitución, ha desaparecido). Por eso, para todo digital, desconectarse es la muerte.

No es que todo el universo digital esté a tu servicio para que, como resultado del ejercicio de las elecciones computacionales, se configure una identidad personal. Es lo contrario: el sujeto está vencido, ha sido derrotado, no existe, es un cuerpo vacío. Lo que ahí opera, tomando al sujeto como medio, es solo la información.

Más que eso: el sujeto queda convertido en una terminal a través de la cual circula incesante el flujo de información y que tiene por razón programada definir identidades personales (digitales). La definición del sujeto procede de su conexión con la información, es decir convertirse en un medio en contacto permanente con el orden digital que lo determina cuanto más lo estructura la razón binaria del chip: el sujeto redefinido como un circuito integrado.

En ese ámbito, donde el sujeto se ha convertido en objeto, ya no es posible el despliegue de la psicología, puesto que presupone y exige un sujeto (analógico).

Tampoco puede existir el conocimiento sociológico, puesto que requiere un conjunto de ciudadanos ‘libres e informados’.

Tampoco opera ninguna religión, puesto que requiere la existencia de un alma (y el objeto carece de ella).

Tampoco es precisa ni la moral ni la ética, puesto que el sujeto está determinado por la naturaleza binaria de la información que representa su nuevo medio ambiente que lo envuelve y que constituye su ser (o su no-ser).

Tampoco se necesita pensar, puesto que esa facultada ha sido desplazada por la inteligencia artificial.

Tampoco son imprescindibles los poderes, puesto que la nueva servidumbre voluntaria está ínsita en la propia naturaleza de los algoritmos que opera en la infinita red por donde discurre la información.

Me objetarán: “No es posible tanto pesimismo. Ni las máquinas ni los demás inventos del Hombre anularán al Hombre”.

Es posible concebir que el Hombre mate a Dios. Pero, al parecer, no es posible concebir que el Hombre mate al Hombre.

Estamos en ese proceso en el que el producto del Hombre, ese bien tan preciado de nuestra historia reciente como la tecno-ciencia, se gira contra el propio Hombre y busca el homicidio perfecto. Pero para eso es preciso que primero deje de existir como realidad y después se exprese en una ilusión tan tenue que cuando te aproximas desaparece.

El universo digital no está habitado por humanos, ni es el lugar de las referencias materiales descartesianas, ni el dominio de Dios. Se trata de un nuevo espacio geométrico no euclidiano donde todo aquel que se introduce se licúa convirtiéndose en un medio por el que circula la información. ¿Nada más? Nada más.

Y si eso es así: ¿Para qué el Hombre? Para contemplar el curso espectacular de su exterminación.

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