22/11/2024 09:00
Getting your Trinity Audio player ready...

La moderna noción de ciudadanía arranca de la Declaración de Derechos de 1789, aprobada por la Asamblea Nacional francesa, que situó al ciudadano en el centro de la sociedad moderna, rompiendo el vínculo que unía al hombre con la tierra, la Iglesia o los señores. Según el artículo 6 de la Declaración, la Ley es expresión de la voluntad general, teniendo derecho todos los ciudadanos a colaborar en su formación y siendo iguales ante ella; la ciudadanía, por consiguiente, otorga un estatuto privilegiado, en cuanto que sus titulares también lo son del poder.

La semilla plantada por los revolucionarios franceses no fructificó como esperaban, aunque permaneció latente y tuvo efímeras manifestaciones en un tiempo en el que el centro de todas las referencias lo constituye el Estado, al que ha de servir el individuo que, a su vez, es protegido por aquél, dando lugar a que sólo los nacionales sean titulares de un conjunto de derechos, negados a los extranjeros.

Los textos constitutivos de las Comunidades Europeas omitieron una referencia al ciudadano, disculpable si se tiene en cuenta, por un lado, que casi todos los Estados fundadores habían suscrito con anterioridad la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y participado en la creación del Consejo de Europa, firmando el Convenio Europeo de Derechos Fundamentales y Libertades Públicas; por otro lado, que los objetivos inicialmente señalados para las Comunidades no ofrecían una conexión directa con la ciudadanía, entendida ésta como un estatuto jurídico que comporta un elenco de derechos de los individuos -así, entre las libertades fundamentales de los Tratados constitutivos, la más personal, cual es la de circulación, se condicionaba a la realización de una actividad económica-.

Sin embargo, el transcurso del tiempo y la evolución de las mismas Comunidades potenciaron la idea de incorporar al ciudadano a los proyectos de construir Europa, al margen de los conceptos económicos hasta entonces utilizados, si bien fue el notorio desapego de los propios ciudadanos a las Comunidades, a las que veían como algo ajeno y lejano, el que preocupó a los Estados miembros motivando la creación del Comité ad hoc  «La Europa de los ciudadanos» (comité Adonino), que elaboró varios informes carentes de contenido sustantivo, aunque propició la aprobación de algunos elementos formales comunes, como el emblema o el himno europeo.

El paso decisivo se dio como consecuencia de la propuesta española formulada en 1990 y aceptada por el Consejo Europeo de Roma de diciembre de ese mismo año, asumiendo una noción abstracta de ciudadanía, concebida como «el estatuto personal e inseparable de los nacionales de los Estados miembros, que por su pertenencia a la Unión son sujetos de derechos y deberes especiales propios del ámbito de la Unión y que se ejercen y tutelan específicamente dentro de las fronteras de éstas, sin perjuicio de que tal condición de ciudadano europeo se proyecta también fuera de esas fronteras».

El Tratado de la Unión Europea, hecho en Maastricht el 7 de febrero de 1992 proclama, en su Preámbulo, que, quienes lo suscriben, están «resueltos a crear una ciudadanía común a los nacionales de sus países», enunciando, en el artículo 2, entre los objetivos de la Unión, el de «reforzar la protección de los derechos e intereses de los nacionales de sus Estados miembros, mediante la creación de una ciudadanía de la Unión», que, no obstante, se crea y regula en el Tratado de la Comunidad Europea, a continuación de los «principios», subrayándose así la importancia de la institución y de la mención expresa de los ciudadanos, tras más de cuarenta años de proceso integrador.

Desde el primer momento se concibió la ciudadanía europea como una cualidad personal no excluyente de la nacionalidad, a la que toma como base.

En efecto, la relación de un individuo con el territorio en el que nace, trabaja o se desenvuelve y, como consecuencia, con las estructuras políticas de ese lugar, se puede explicar mediante círculos concéntricos: un primer círculo, de pequeña extensión, corresponde al municipio; a continuación hay otros, cada vez mayores, que se superponen, como los referidos a la provincia o a la región hasta llegar al Estado que, como consecuencia de esa vinculación, le otorga la nacionalidad. Cada uno de estos círculos es más amplio que el anterior, no sólo por los sujetos que comprende, sino, especialmente, por los derechos y los deberes que atribuye.

La ciudadanía europea supone un círculo más, que, según se ha advertido, se fundamenta en los de las distintas nacionalidades de los Estados miembros. En este sentido, los vigentes artículo 9 del Tratado de la Unión Europea y apartado 1 del artículo 20 del Tratado de Funcionamiento, en línea con sus precedentes, dicen que es ciudadano de la Unión «toda persona que tenga/ostente la nacionalidad de un Estado miembro», precisándose, en ambos preceptos, que la ciudadanía de la Unión se añade a la nacional, sin sustituirla, pero sí complementándola.

LEER MÁS:  Los vuelos de la vergüenza. Por Miguel Bernad

La vinculación de la ciudadanía europea a la nacionalidad es total, produciéndose tanto para la adquisición como para la pérdida, de manera que quien no es nacional de algún Estado miembro no puede ser ciudadano europeo. Como se recogía en el Proyecto de Tratado sobre la Unión Europea de 1984, la ciudadanía de la Unión no puede ser adquirida ni perdida separadamente de la nacionalidad.

No obstante, la conexión conduce a que la ciudadanía adolezca de los mismos defectos que la nacionalidad, constituyendo un instrumento de exclusión, en especial para los extranjeros, entendiendo por tales los que no ostentan la nacionalidad de alguno de los Estados de la Unión. Es decir, con la vinculación de la ciudadanía europea a la nacionalidad se reduce el concepto de extranjero en el ámbito europeo, a fin de evitar que se considere tal a quien es nacional de uno de los socios europeos, pero nada más, puesto que se traslada a un plano mayor la concepción instrumental y tradicional del término, manteniendo la dicotomía entre las miembros de la comunidad nacional y, ahora, europea, frente a los demás, los extranjeros o nacionales de terceros Estados.

En este punto puede citarse un supuesto en el que, debido a la indisoluble relación de la ciudadanía con la nacionalidad se llega a un resultado singular y puede producir unas consecuencias importantes en todos los Estados miembros, afectando, sin duda, a la política sobre extranjería.

La problemática suscitada por la vinculación de la ciudadanía europea a la nacionalidad ofrece una nueva dimensión cuando se repara en que son los Estados de la Unión quienes definen unilateralmente las normas relativas a la adquisición, la conservación y la pérdida de la nacionalidad. La Declaración anexa al Acta Final del Tratado de la Unión Europea de 1992 claramente especificaba que «la cuestión de si una persona posee una nacionalidad determinada se resolverá únicamente remitiéndose al Derecho nacional del Estado miembro de que se trate».
Pero ocurre que las reglas sobre la nacionalidad son muy diferentes en un Estado o en otro, pues, al lado, de normativas generosas en cuanto a la atribución de la cualidad, hay otras sumamente rigurosas, al tiempo que unas priman el ius soli y otras el ius sanguinis, sin perjuicio de las múltiples circunstancias especiales y de oportunidad concurrentes.

En todo caso, debería evitarse la devaluación de la ciudadanía dando sentido a la conocida frase de Jean Monnet: «nosotros no unificamos Estados, unimos hombres».

Por tanto, es indudable que a estas alturas todo el mundo parece tener claro que la hipotética independencia de Cataluña de España conllevaría una serie de consecuencias sobre las que no se ha advertido de manera suficiente a la población.

La independencia supone una renuncia expresa a la nacionalidad española y por tanto a la ciudadanía europea, que los nacionales de los estados miembros poseemos por la pertenencia de nuestros países a este grupo. No sería entonces descabellado decir, que perder la nacionalidad española, supone perder la ciudadanía comunitaria.

La nacionalidad española se regula en nuestro ordenamiento en el Código Civil, en concreto en el Libro Primero que trata de las personas, Título Primero, bajo la denominación «de los españoles y extranjeros», y establece los modos de adquirirla o de perderla.

Se establecen cuatro formas de adquisición de la nacionalidad que son nacionalidad de origen, por opción, por residencia o por carta de naturaleza.

Nuestro código civil recoge la posibilidad de perder la nacionalidad, que si bien puede ser recuperada, requiere de una voluntad clara del ciudadano de mantenerla; pero no parece que ésta sea la primigenia intención de los promotores de la independencia.

Los lideres de la UE han dejado claro que un hipotético nuevo Estado nunca pasaría a engrosar directamente la lista de los países pertenecientes a la Unión Europea; desde luego, no sería justo que lo hiciera sin superar los filtros y canales que tuvieron que pasar el resto de los paises, que una vez dentro, han tenido que permanecer atentos a que se mantuvieran las condiciones que se van negociando e imponiendo, dentro de la necesidad de homogeneización de las normas y procedimientos.

La declaración de independencia en Cataluña debería conllevar la consecuente perdida de la nacionalidad española de quienes, a partir de ese momento, entiendan que forman parte de un Estado que no es el español, pues tal y como se expresa en el punto 2 del artículo 24 del Código Civil, en todo caso esta se pierde cuando se renuncia a expresamente a ella, se adquiere otra y se resida habitualmente en el extranjero.

Entendemos por tanto que la adquisición de la nacionalidad catalana sería incompatible con la española, a menos que se promoviera un convenio que permita la doble convivencia de ambas nacionalidades, como tenemos suscritos con otros países del mundo.

LEER MÁS:  Brutti, sporchi e cattivi. Por Omar Pardo

Pero habremos de tener en cuenta el punto primero de este artículo 24 del Código Civil, que, como evidentemente no está pensado para un supuesto como este, nos desarrolla una situación concreta en la que el emancipado que resida en el extranjero adquiere una nacionalidad extranjera, y por el trascurso de tres años pierde la española, salvo que expresamente declare su voluntad de conservarla.

Del tenor literal del artículo -que acaba enumerando de manera general los países que permiten compatibilizar una doble nacionalidad-, se infiere que, o se llega a un acuerdo al tener Cataluña una vinculación mayor que los países que se nombran, o no se llega, y por lo tanto son excluidos y este artículo no es aplicable.

En un primer momento, este sistema de compatibilidad podría darse por la vía de hecho, al no ser factible que el Estado español retirase, por ejemplo, los pasaportes en vigor de los nuevos nacionales catalanes que, al adquirir la nacionalidad catalana, habrían renunciado expresamente a la española.

Lo lógico sería esperar a que paulatinamente se vayan viendo excluidos de poder renovar este documento o el DNI español.

De igual modo, y dado que la nacionalidad española se adquiere por «ius sanguinis», y por tanto son españoles los hijos de españoles y españolas independientemente de donde nazcan, se requiere de la inscripción en el Registro Civil para posteriormente poder demostrar esta nacionalidad, y si bien es factible que el hijo de españoles que nace en el extranjero sea inscrito a través de los consulados y embajadas -que remitirían esta inscripción al Registro Civil Central-, no parece lógico pensar que el convencido de su nacionalidad catalana inicie dicho trámite.

Distinto sería el caso del que quiera mantener esta nacionalidad española, quien a mi juicio, y demostrando que es un residente extranjero en Cataluña con los correspondientes certificados y pruebas, podría seguir manteniendo tal condición, pues expresa su voluntad de continuar ostentando la nacionalidad española.

Además, todo esto nos plantea el reto de saber de qué manera perderían los ciudadanos de Cataluña la nacionalidad española.

En este punto, entendemos que primero debería de existir algún tipo de documentos de identidad catalán, que por el mero hecho de ser solicitado debería comportar una renuncia expresa a la nacionalidad española, al menos para el Gobierno español, que debería entender conforme a lo explicado con anterioridad, que la adquisición de otra nacionalidad extranjera y la residencia en el extranjero comporta esta pérdida de la nacionalidad.

Merece mención aparte la situación de todos aquellos ciudadanos extranjeros extracomunitarios que han decidió residir en España, y que tras un periodo de tiempo de residencia legal -que puede variar entre el año y los diez años-, decidieron solicitar la nacionalidad española como parte de su proyecto migratorio y personal, incluyendo a sus familias en ello, y que para tomar tal decisión tuvieron en cuenta que España era un país de la UE, sin saber que posteriormente Cataluña decidiría independizarse.

Por último, y como reflexión final, se plantea el problema de saber quiénes serían los «catalanes de origen», pues como tantas otras cosas en esta situación en la que se intenta alcanzar un fin sin saber nada de lo que posteriormente pasaría, o simplemente confiando en la buena voluntad de los demás, este concepto no está claro.

Si se atiende a lo que dicen algunos de los promotores y defensores del independentismo catalán, «serán catalanes todos los que están en Cataluña», y la pregunta es evidente.

¿No serán catalanes los que estén fuera?, ¿ni los que hayan nacido allí?, ¿y los extranjeros sin residencia legal?

Parece absurdo pensar que si un catalán nacido en Cataluña, y con antepasados catalanes de varias generaciones, que quiera adquirir esa nacionalidad pero que resida en Madrid, se le vaya a negar, aún a riesgo de que su siguiente paso sea tener que acudir a la Oficina de Extranjero de Madrid para informarse de los requisitos necesarios para regularizarse.

Creo que finalmente, y dado que desde hace muchos años hemos escuchadolas arengas independentistas de destacados políticos catalanes, e incluso sus muy visible cónyuges, en las que el poso de xenofobia a lo español no solo era evidente sino manifiesto, la adquisición de la nacionalidad catalana requerirá de una prueba de pureza sobre sus orígenes para poder restringirlo.

Y así de paso, si la cosa sale mal y no se pudiese echarle la culpa a España, siempre podrían recurrir al socorrido soniquete de que «la culpa es de los extranjeros…»

Autor

REDACCIÓN