20/05/2024 17:14
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Edición de Las Últimas Banderas en francés, “la primera gran novela publicada en España sobre la guerra civil vista desde el lado republicano”.

Continuamos con los extractos de Los que perdimos. Las partes anteriores están aquí.

Capítulo V. … en abandonar el tajo / con los demás jornaleros

Más estampas de la prisión (el rancho):

Oscurecía y los impacientes se paseaban ya, inquietos, con el plato de aluminio colgado a la cintura, en espera del último rancho del día. Era la hora en que despertaban los recuerdos y en que los fantasmas comenzaban a invadir la prisión. Había quien permanecía obstinadamente aislado en medio de un nutrido grupo de compañeros, quien se dedicaba a recorrer los largos pasillos sin ver ni oír lo que se movía o sonaba alrededor, como si anduviera por un camino solitario; quienes, sentados en el suelo, ocultaban el rostro entre las manos; quienes, con los ojos cerrados, aparentaban dormir, y quienes hablaban a solas en voz alta. No faltaban los que escribían, quién sabe qué, en sobados cuadernos, quizá cartas que no leería nadie o testimonios de amor que no llegarían nunca a su destino, puesto que no estaba permitido enviar fuera más que una tarjeta postal de diez líneas como máximo cada semana. Eran más, sin embargo, los que buscaban compañía, tal vez para evitar la tortura de la nostalgia. Entonces surgían entre ellos diálogos incoherentes, porque cada cual pretendía más bien oírse a sí mismo que a su interlocutor, y que, en realidad, eran obsesivos monólogos entrecruzados.

Mientras, la sala se había ido llenando de reclusos. Lucían ya las pobres bombillas eléctricas y en los patios nacía y se hinchaba la noche, cuyos tentáculos, como los de un pulpo gaseoso, penetraban a través de los ventanales. De pronto, sonó la trompeta y sus notas alegres, seguidas de las voces de los jefes de sala llamando a formar, estremecieron la prisión y pusieron en movimiento a los hombres. Corrían los rezagados por escaleras y pasillos y los tempraneros se disputaban los primeros puestos en las filas. Al principio fue una ligera vaharada de agrios olores lo que trascendió de los patios, donde estaban alineadas las grandes perolas humeantes, y, después, un tufo pestilente que fue creciendo a medida que iba llegando el rancho a sus puntos de distribución. Era un olor a heces fermentadas que producía una sensación táctil de sebo rancio. Pronto estuvieron en sus puestos los hombres del cazo, al aire el vello lustroso de los brazos, grasientas las manos de uñas renegridas, tiesos de costra sus mandiles de arpillera…

Son enviados a juicio a las Salesas, con pernoctación en los calabozos. De Guzmán también cuenta un episodio semejante en Nosotros los asesinos.

 

Capítulo VI. Al remate, nos rendimos, / sin sol ni luna en el cielo…

En uno de esos recuerdos de los buenos tiempos republicanos, De Lera mete la pata:

 

En algún lugar, otros jóvenes aprenden la instrucción militar bajo las órdenes de algún sargento u oficial del ejército. A pesar del aire conspirativo y revolucionario de tales concentraciones, se diría más bien que se trata de excursionistas domingueros aficionados a jugar un poco a la revolución en vez de representar historias de policías y ladrones, aunque alguna vez, como en cierta tarde madrileña, ya de vuelta a la ciudad, alguien, se dijo que una aristócrata muy conocida, disparase desde un coche contra ellos y matase a Juanita Rico.

Es muy raro que cuando escribió esto no conociera de Lera la repugnante hazaña de Juanita la meona. He visto que hay quien la reivindica como “la primera víctima del fascismo en España”.

Ejemplo de esas reflexiones que se harían tantos presos:

 

… Hemos perdido una guerra a muerte, y eso es grave, muy grave. Lo peor de todo es que entre tantos odios, rencores, violencia y muerte, se ha perdido el respeto a la vida humana. ¿Y quién nos defenderá? La derrota se ha llevado las organizaciones, los partidos y los sindicatos. Antes, cuando un revolucionario iba a parar a la cárcel, sus compañeros y correligionarios podían actuar en su favor desde fuera. La Prensa y los oradores se ocupaban de él. Había movimientos de opinión que reclamaban su libertad. Le defendían buenos abogados en los tribunales y diputados adictos en el Congreso. Él y su familia eran socorridos económicamente. Podía convertirse en héroe. De hecho, casi todos los dirigentes políticos han pasado por el noviciado de la cárcel. Pero ahora… Nadie puede preocuparse por nosotros, porque tiene bastante cada cual con preocuparse de sí mismo. Estamos solos. Y, a pesar de ello, la mayoría de los compañeros no quieren darse cuenta del peligro que nos acecha. La gente prefiere tomar a broma la situación. Espera la amnistía. Hala, todos a la calle.

La esperanza es verdaderamente lo último que se pierde:

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  —Y de la amnistía ¿qué?

  —¿De la amnistía?, ¡leches!

  —¿Cómo? ¿Qué dices?

  —Que no sé nada, hombre.

  —Pero se rumorea.

  —Lo dice todo el mundo, es verdad.

  —¿El qué, lo de la amnistía?

  —¿Es que estamos hablando de fútbol?

  —También dicen que te ponen la Pepa en broma, pero que luego te fusilan de veras.

  —¡Qué van a fusilar!

  —Entonces, ¿por qué ponen la Pepa?

  —Porque son unos cachondos, compañero.

  —Unos cachondos, ¿eh?

  —Claro. Tienen que hacer algo para meternos el resuello en el cuerpo. Pero de ahí no pasan, ya lo verás…

Olivares recibe una sentencia de muerte:

 

  ¿Qué? ¿Mi nombre? ¿Pena de muerte? Me pongo en pie inconscientemente. No me tambaleo. Ni siquiera me tiemblan las piernas. Eso sí, me parece que floto. Soy ingrávido. Me han levantado las miradas que me punzan por detrás, por delante, por los lados… Si siguen empujándome, llegaré a dar con la cabeza en el techo… Pero el presidente paraliza mi ascensión con un movimiento de su dedo índice y empiezo a bajar, a bajar y bajar hasta quedar otra vez sentado. Automáticamente. Ahora hay como un gran disco luminoso ante mí, que gira y gira mientras oigo otros nombres: Molina, José Manuel, Agustín…

Y estas unas reflexiones de Molina, el colega anarquista:

 

… Hemos fracasado. Responsables: nosotros, yo. ¿Y Olivares? Menos. ¿Y Agustín? Mucho menos. ¿Y José Manuel? Nada. Yo soy el más responsable. Comprendí, a los pocos días de estallar la guerra, que la revolución se nos escapaba. Pero ya era tarde. Olivares llega a Madrid diciendo: Vengo de Málaga y Cartagena y no me gusta nada de lo que he visto allí, porque no hay un orden revolucionario, porque la guerra lo corrompe todo, porque no existe espíritu creador, porque no se parece a lo que yo tengo leído de la Francia del 89 y de la Rusia del 17.

Como que el orden revolucionario de la Francia del 89 y de la Rusia del 17 no hubiera sido tan destructivo o más. Solo que triunfó y por ese mismo hecho tuvo que acabar en una situación estable. Sigue el mismo tono:

 

¿Perdedor? De momento, sí. A la larga, no. El desarrollo histórico es incontenible y nosotros marchamos a su aire. Eso es lo que importa. Lo verdaderamente descorazonador, desesperante, sería quedarse sin fe, sin viento en las velas. Y ése no es nuestro caso. A esperar.

 

Otra escena de cárcel (más rancho):

 

¡Hala, el cazazo! Casi se me cae el plato con el peso violento del condumio. ¡Dios! Pero hay que tragar… Paciencia, hermano, paciencia. Y, ahora, a comer. ¡Uf! Huele mal, pero sabe peor. ¿Cómo harán este comistrajo que ni los cerdos comerían? Mejor es no pensarlo. Nos sentamos en el suelo. Hasta Olivares ataca las lentejas sin remilgos. Si no fuera por los palitroques… Agustín sorbe el caldo ruidosamente. José Manuel cierra los ojos y engulle sin respirar. Claro, es conveniente no respirar hasta que la bola cae en el estómago. Así no se gusta. Es lo que hace Federico también. Me mira por encima de la cuchara y sonríe. Ah, pero le da una arcada. ¡Coño, cómo se domina! Le lloran los ojos, pero él sigue. ¡Hay que vivir! Hasta rebaña el plato, anda. Acabamos en un santiamén. Ya podemos respirar hondo. Nos miramos como después de una pelea, jadeantes. Únicamente Agustín se relame. ¿Será posible? Pues lo es.

Atención a esto:

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¿Qué hacen ahí esas mujeres enlutadas? Se han camuflado con crucifijos y medallas en el pecho… Se acercan a los guardias. ¿Por quién preguntarán? Por algunos presos, familiares suyos, seguramente. Sí. Bueno, andando, al camión. Ah, las mujeres enlutadas. Nos miran. ¿A quién buscarán? Parece que intentan acercarse más a nosotros y que los guardias lo impiden. ¿Cuándo aprenderán los guardias a tener corazón? ¡Bestias! Pero ¿qué dicen esas mujeres?

  —¡Asesinos! ¡Canallas! ¡Malditos rojos!

  —¡Atiza! Si es contra nosotros. Coño, si pudieran, nos despedazarían. ¡Vaya unas señoras! Y yo que las había tomado por compañeras… ¡Qué patinazo!

  ¿Qué te parece, José Manuel?

  —Increíble, espantoso.

Viudas de asesinados por los suyos…

A los prisioneros rojos les daban yuyu los compañeros condenados a muerte; querían que se fueran a otro barracón…

 

  —No podemos comprender que nuestros compañeros, en vez de solidarizarse con nosotros, nos repudien. Es una cobardía —protestó Olivares.

  —¡Una hijoputez! —remachó Agustín.

  —De manera que los compañeros se niegan a admitirnos de nuevo en la sala, ¿no? —insistió Molina.

 

Otras escenas de cárcel:

 

Los grupos se disgregaban, y como cada día a la misma hora, surgían acaloradas discusiones por el trozo de suelo que correspondía a cada uno en el lecho común del suelo entarimado de la sala.

  —A ver si haces el favor de lavarte los pies. Apestan.

  —Pues diles que me pongan en libertad.

  —Jefe de sala, éste quiere ocupar una tabla más.

  —Y yo ¿qué culpa tengo de no ser tan esmirriado como tú?

  —Te juro que no me hace ninguna gracia dormir tan pegado a ti.

  —Si fueras una gachí…

  —Para ti iba a ser, hombre.

  —Algo me darías, ¿no?

  —Claro, una patada en los cojones.

Pronto sonarían ronquidos espeluznantes, gemidos por quién sabe qué aventuras eróticas soñadas o por quién sabe qué torturantes remordimientos. Alguien se sentaría de pronto, jadeante, y miraría alrededor para cobrar conciencia después de una horrorosa pesadilla. Alguien permanecería horas y horas pensando, soñando despierto, hasta que los primeros espeluznos de la madrugada lo abatiesen. Y comenzaría la callada y feroz batalla contra las chinches, contra el escozor de la piel sudada, contra la náusea, contra la angustia, contra la agonía del espíritu.

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