09/05/2024 11:45
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Ayer (1.936)

UN LÍDER SOCIALISTA SE CARGÓ AL JEFE DEL ESTADO

con una Proposición no de Ley…

y Hoy (2.023),

con otra Proposición no de Ley…

EL SIBILINO PEDRO SÁNCHEZ INSTAURA LA DICTADURA PARLAMENTARIA…

y lo digo parafraseando al gran Don Julián Besteiro en el transcurso de aquel interesante Curso de Verano, cuando la cúspide del PSOE y las Juventudes de Santiago Carrillo ya unificadas, para estudiar “Los caminos posibles del socialismo español”.

Antes de entrar de lleno en la enorme gravedad que conlleva la Ley de Amnistía que hoy se va a debatir en el Congreso de los Diputados,  por vía de urgencia,  no tengo más remedio que alertar a mis lectores y otros posibles, de lo que lleva en su interior contra la Monarquía, la Constitución vigente y «el Régimen del 78» y para España.  Porque de eso se trata, de un verdadero Golpe de  Estado, y aunque creo que esta batalla también la tiene ganada el truhan, sibilino y pistolero Don Pedro Sánchez Pérez-Castejón, actual presidente del Gobierno golpista que hoy detenta el poder.

Y les voy a reproducir, resumidos, porque largos y muy discutibles fueron los debates que se promovieron en el mismo Hemiciclo dónde hoy (12-12-2023)   se están ya debatiendo: “Ley para la Amnistía”, con su preámbulo, exposición de motivos y articulado:

Aquel día se debatía, con la Constitución en la mano el Cese obligado del Presidente de La República, don Niceto Alcalá Zamora, por haberse extralimitado de la Constitución de 1931, y siguiendo la pauta de una «Proposición no de Ley»,  que habían presentado un grupo de diputados, en su mayoría socialistas, que encabezaba don. Indalecio Prieto con un sólo objetivo, cargarse al «derechista» Alcalá Zamora y llevar a la presidencia a don Manuel Azaña.  (Que era también un modo de quitarse de enmedio al «Hombre de la República», al que ya habían ordeñado toda la leche que podía dar su imaginación, su espíritu de venganza y resentimiento y sus miedos innatos.

Y eso fue lo que se discutió durante dos días en el Congreso, que presidía  D. Diego Martínez  Barrio  y como  Presidente del Gobieno, D. Manuel Azaña.

Pero, haciéndome eco de ese pensar que dice: “Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla».

Pues eso mismo hago yo repitiendo aquellas proféticas palabras que el líder socialista don Julián Besteiro, el más honesto, el más honrado, el más culto y el que a la postre nombró su heredero el fundador del PSOE, don Pablo Iglesias Pose le dio las riendas del socialismo a su muerte (PSOE Y UGT) y “el Lenin español”, don Francisco Largo Caballero cuando le dijo al periodista, el Caballero Audaz, lo siguiente:

  • Señor Besteiro ¿y qué me dice usted de esos amigos suyos que quieren instaurar una Dictadura del Proletariado?

  • Mire señor Audaz no me sea usted tan pícaro, porque usted lo que quiere es que yo me enfrente a los míos…

  • ¡Ah!, ¿pero usted sabe quienes son los suyos?

  • Pues, en eso también tiene usted picardía, porque ya sabe que yo heredé a don Pablo Iglesias y durante unos años llegué a ser presidente del PSOE y Secretario General de UGT, luego me rebajaron al Sindicato y por último me hicieron Concejal del Ayuntamiento de Madrid, que tal vez a estas alturas ya no sepa quienes son mis amigos.

No sea usted más pillo que yo, don Julián y dígame si apoya y aspira a una Dictadura del Proletariado Comunista.

  • En absoluto, caballero Audaz, le aseguro, le voy a ser rotundamente claro: yo no acepto y me parece una locura lo de “Dictadura del proletariado”, como tampoco estoy ni me gusta una Dictadura capitalista, ni una Popular, ni absolutista, ni plurinacional, ni militar… ¡PORQUE TODAS ME PARECEN INVIABLES Y UNA VERDADERA GUILLOTINA DE LAS LIBERTADES…!

Y mucho menos una dictadura parlamentaria, la más peligrosa, porque pareciendo democrática es una pura Dictadura, es la peor de todas, incluso más sanguinaria que aquella otra de Robespierre cuando la Revolución Francesa. Porque si el Presidente del Ejecutivo es la única persona que puede convocar o desconvocar Elecciones Generales, que consiguen los 176 escaños que componen la mayoría absoluta y pueden, o tienen que votar lo que diga el jefe, aunque sea simulando una falsa libertad. (Y eso es lo que va a suceder hoy y ahora en el Congreso de los Diputados), ya que todos los elementos que pueden constituir una dictadura están en manos del jefe (Ministerio de Justicia, Fiscalía General del Estado, Abogacía del Estado, Presidente de las Cortes, Ministros de la Presidencia, CGPJ y Tribunal Constitucional (ojo, que ahí está el ínclito don Cándido Conde Pumpido para cargarse todos los recursos habidos y por haber si le molestan al “Dios” que habita en la Moncloa).

Y no solo eso, que si las cosas se le torcieran al final con los separatistas e independentistas catalanes, vascos y gallegos, seguro que por no perder la Moncloa, el “Falcon”, el helicóptero y el BOE sería hasta capaz de retratarse y darles el poder al sediento Núñez Feijóo y VOX, siempre que a él le dejaran el sillón del Poder. (Y más aún si un día para seguir en La Moncloa tiene que cargarse a los partidos separatistas y nacionalistas y darles aseguradas al PP y a VOX la unidad de la Patria seguro que lo hará, si le dejan el sillón de marioneta de la Moncloa). 

ORDEN DEL DÍA

Se leyeron y sin discusión fueron aprobados los dictámenes de la Comisión de incompatibilidades (Véase el Apéndice l.° al Diario núm.13.)

Proposición no de Ley

para disolución de Cortes

Debates reducidos

Comunicaciones pendientes.

El Sr. PRESIDENTE: Se va a dar lectura a una comunicación que dirigió a las Cortes el Presidente del anterior Gobierno.

El Sr. SECRETARIO (Llopis): Dice así: “Excelentísimo Sr.: Su Excelencia el Sr. Presidente de Ja República se ha dignado expedir el decreto siguiente:

“El art. 81 de la Constitución exige sea motivado el decreto de disolución de Cortes. Lo fue ya el de las Constituyentes, aun tratándose de Cámara sin plazo de duración legal, fijado por la convocatoria o por su propio acuerdo; con misión esencial ya agotada, y otros encargos concretos y cumplidos. Precisamente por ello hubo en el decreto de 9 de Octubre de 1933 un doble razonamiento: el de fondo sobre la procedencia de la disolución en sí misma, y el justificativo de quedar ésta excluida del cómputo y limitaciones que para cada mandato presidencial fija el expresado art. 81. A este criterio acompañó el asentimiento de los partidos, que refrendaron tal decreto, y le había precedido el de los que mucho antes demandaban aquella disolución, expedita en cuanto no comprometía o gastaba prerrogativa muy reducida. Era necesario, y basta ahora, recordar el precedente inmediato de la nueva y distinta disolución que va a acordarse. Ni el decreto de 1933 fué, ni lo será el presente, ni necesita o debe serlo, en sus motivos, ninguno de disolución, un índice de reproches contra las Cortes disueltas. El fundamento para que lo sean está siempre, por motivos en cada caso variables, en la necesidad mostrada de otra consulta electoral. Desde que fueron elegidas las Cortes actuales se ha alterado extensa y profundamente la actitud, composición, significado y relaciones con que se presentaron a la convocatoria de entonces los distintos partidos. Con singularidad tan importante como insólita, el cambio afecta, no ya a las fuerzas extremas, sino también a las de zona intermedia, centro natural de estabilidad y apoyo de permanencia. Reflejo de tales mudanzas ha sido el hecho de que, aun reduciendo considerablemente el quórum reglamentario, exista tibieza, lentitud y dificultad para legislar aun en materias económicas y financieras, en que la necesidad apremia y la pasión no ofusca. Aun cuando hubiera permanecido la Cámara igual a sí misma, sin cambios internos, se habrían producido en la relación representativa con la opinión pública, agitada y variable por múltiples causas. El mismo criterio.de los partidos proclama esa desviación. Si respecto de su propia suerte, los más propenden a la natural esperanza, en cuanto a los otros y a la total resultante de una Cámara nueva hay esencial coincidencia en el pronóstico de extensa y honda alteración. Para medirla con elementos de acertado juicio han faltado cuantos medios exploradores de la voluntad nacional pueden guiar a los otros Poderes del Estado y aun sirven a las mayorías parlamentarias de norma que alienta o contiene sus tendencias, según perciban que aún conservan o ya empezaron a perder la asistencia o confianza popular que legitima la autoridad representativa. No ha habido elecciones parciales para Diputados, que en todo lugar y tiempo son signo indicador. No ha habido tampoco elecciones municipales, que en Abril de 1931 dieron a la República encauzamiento y rumbo, y dos años más tarde, aunque en reducida extensión, o de segundo grado, mostraron expresiva y eficaz advertencia. Por otra parte, actos de violencia colectiva y prevenciones legales de la autoridad, por aquéllos determinadas, han mantenido prolongada anormalidad para la expresión serena e igualitariamente libre de la opinión pública. Evidente la necesidad de contar con ésta, así como su alteración, sólo de la consulta popular puede surgir su fallo.

La obra legislativa trascendental que en todos los órdenes se impone, requiere, a más de la posibilidad material, harto dudosa hoy, de producirla, identificación con el deseo conocido del país. El impulso legislador, obedeciendo al electoral, siguió decidido de 1931 a 1933 en una dirección; desde esa última fecha a la actual ha marchado con parecida decisión en sentido opuesto. La magnitud de la oscilación alcanzada aconseja que, vista por la voluntad reflexiva de España la distancia recorrida y la separación abierta, decida si quiere mantener un rumbo, volver a otro, moderar cualquiera o estabilizar transigiéndolos.

Por cuanto expuesto queda, con cumplimiento de lo preceptuado en el art. 81 de la Constitución, en uso de la prerrogativa que me concede, aplicada por primera vez a Cortes no investidas de potestad constituyente, y de acuerdo con el Consejo de Ministros,

Vengo en decretar lo siguiente:

Artículo único. Quedan disueltas las primeras Cortes ordinarias de la República y por otro decreto simultáneo se convoca a nuevas elecciones.

Dado en Madrid a siete de Enero de mil novecientos treinta y seis.—Niceto Alcalá-Zamora y Torres.—El Presidente del Consejo de Ministros, Manuel Portela Valladares.

Lo que tengo el honor de trasladar a V. E. para su conocimiento y efectos oportunos.

Madrid, 7 de Enero de 1936.—M. Pórtela.— Excmo. Sr. Presidente de la Diputación permanente de las Cortes.

El Sr. PRESIDENTE: En el instante mismo de quedar constituida la Cámara, se ha presentado la siguiente proposición:

El Sr. SECRETARIO (Llopis): Dice así:

“Al Congreso.—Los Diputados que suscriben ruegan al Congreso se sirva declarar que, siendo la disolución de Cortes acordada por decreto de 7 de Enero del corriente año la segunda que se ha decretado durante el actual mandato presidencial, procede, con arreglo a lo dispuesto en el art. 81 de la Constitución, examinar y resolver sobre la necesidad del referido decreto, examen y resolución que, conforme a lo también establecido en dicho artículo, han de constituir el primer acto de estas Cortes, procediendo, por consiguiente, a anunciar hoy el planteamiento del asunto para que pueda ser abordado dentro de las condiciones establecidas en el art. 106 del Reglamento de la Cámára.

Palacio del Congreso, 3 de Abril de 1936.— (siguen las firmas).

El Sr. PRESIDENTE: Con objeto de que la Cámara pueda recordar detalladamente los preceptos constitucionales y reglamentarios que rigen la materia, se va a dar lectura al párrafo cuarto del art. 81 de la Constitución y al art. 106 del Reglamento.

El Sr. SECRETARIO (Llopis): Dicen así:

Párrafo cuarto del art. 81 de la Constitución: “En el caso de segunda disolución, el primer acto de las nuevas Cortes será examinar y resolver sobre la necesidad del decreto de disolución de las anteriores. El voto desfavorable de la mayoría absoluta de las Cortes llevará aneja la destitución del Presidente”.

Art. 106 del Reglamento: “1) Cuando se trate de lo previsto en el art. 81, párrafo último, de la Constitución de la República, las Cortes no podrán entender del caso mientras no se haya decidido sobre todas las actas presentadas, en el término de veinte días, a contar desde la proclamación por la Junta provincial del Censo.

2) Para la debida garantía, no cabrá tratar del asunto sino anunciando su planteamiento con antelación de tres días, citación general y señalamiento de la hora en que el debate ha de comenzar.

3) En esta discusión cabrán tres turnos en cada sentido y tendrán derecho a intervenir los representantes de las fracciones políticas.

4) Se entenderá acordada la destitución del Presidente cuando a favor de ella se pronuncien, en votación nominal, la mitad más uno del número efectivo de Diputados que compongan la Cámara”.

El Sr. PRESIDENTE; A los efectos procedentes, se hace constar que la Cámara ha decidido sobre la totalidad de las actas presentadas, que afectan a todas las circunscripciones electorales.

Se abre discusión sobre la proposición de que se ha dado lectura.

El Sr. PRIETO: Pido la palabra.

El Sr. PRESIDENTE: La tiene S. S.

PRIMER DISCURSO

DE PRIETO

El Sr. PRIETO: Señores Diputados, yo entenderé que el deber que me ha sido impuesto de defender la proposición cuya lectura acabáis de escuchar estará tanto mejor cumplido cuanto más sumariamente pueda yo exponer los fundamentos en que esta proposición se asienta. Sería la proposición que los firmantes hemos planteado totalmente ociosa si no la hiciera indispensable; como la hace, el decreto que el señor secretario de la Cámara ha leído disolviendo las Cortes anteriores y en cuyo preámbulo se plantea de lleno este problema. Si las Cortes ahora reunidas asistieran en silencio a la lectura del decreto, sin formular a cuenta de él observación alguna, se entendería que habían prestado asentimiento a la tesis que en el preámbulo de dicha disposición presidencial aparece expuesta, en el sentido de que el decreto de 7 de Enero del corriente año, por el cual fueron disueltas las Cortes anteriores, no agotaba la facultad presidencial en los términos que la dejó establecida el art. 81 de la Constitución.

Habría sido a mi juicio preferible que el decreto presidencial hubiese aparecido en la “Gaceta” limpio por completo, no ya de afirmaciones quizá temerarias, sino incluso de insinuaciones sobre tal materia, porque si esa disposición hubiese estado exenta de consideraciones a ese respecto, el problema se planteaba aquí con una suavidad extraordinaria, y las Cortes, o pasaban a examinar el art. 81 por propia iniciativa, lo cual equivalía a declarar que las Cortes estimaban que el decreto era la segunda disolución, o las Cortes, también por propia iniciativa, sin sugestiones ni indicaciones de nadie, pasaban a examinar los asuntos que como ponente le formulara el Gobierno, en cuyo caso el Parlamento, con esa misma suavidad, declaraba que el decreto de 7 de Enero del corriente año era la primera disolución de las dos que competen al Sr. Presidente de la República a lo largo de su mandato presidencial. Pero las cosas se nos plantean de otra manera: es el decreto presidencial el que aborda el problema en términos que yo no voy a repetir porque acabáis de oírlo, y, naturalmente, la cuestión previa que nosotros planteamos con nuestra proposición, no es una cuestión ociosa, sino, por el contrario, absolutamente indispensable.

En el decreto de 7 de Enero de 1936 se alude al de Octubre de 1933 por el que fueron disueltas las Cortes Constituyentes, y se dice que los partidos representados en el Gobierno de entonces, que refrendó aquel decreto, mostraron, por el hecho mismo de este simple refrendo, un asentimiento expreso a la disposición presidencial, reputándola como no formando parte del cómputo de las disoluciones que la Constitución autoriza al señor Presidente de la República. El partido socialista no estuvo representado en aquel Gobierno, pero, aun así, estimamos nosotros que no serán inútiles unas breves consideraciones en orden al examen de la teoría presidencial sobre el valor de estos refrendos.

Yo me atrevo a decir que cuando se trate de refrendar una disposición de esta naturaleza, que corresponde, por el espíritu y por la letra de la Constitución, a la potestad exclusiva del Sr. Presidente de la República, el refrendo es algo semiautomático, a lo cual no puede negarse ningún Gobierno, porque el negarse equivaldría a tanto como estorbar al Sr. Presidente de la República el ejercicio de una potestad que exclusiva y enteramente le compete, en cuyo caso tal estorbo, al acentuarse, podría incluso equivaler a secuestrar la facultad presidencial.

La hermenéutica del texto que constituye el preámbulo del decreto de Octubre de 1933 no es tan fácil como la del prefacio del decreto que acaba de leer el Sr. Secretario de la Cámara. Aquella prosa ofrece bastante dificultad para su interpretación, pero desde luego asoma —y, si no asomara, la manifestación presidencial contenida en el segundo decreto bastaba para admitirla— la insinuación de que al disolver las Cortes Constituyentes el Sr. Presidente de la República estimó que aquella disolución no le era computable en la cifra de dos a que llega el máximo de las disoluciones durante el mandato presidencial. No podemos suscribir semejante criterio, no lo hemos suscrito nunca, y esta opinión no la improvisamos al exponerla ahora. Dando de lado, porque ello pudiera interesar muy poco, la opinión de quienes nos sentamos en estos bancos, conviene hacer, aunque breve, una exposición de cuanto aconteció a este respecto en las Cortes Constituyentes para señalar que el proceder de aquellas Cortes no autoriza la interpretación presidencial que comentamos.

No hubo omisión por parte de las Cortes Constituyentes; éstas fijaron en dos momentos su atención sobre el problema. En la sesión del 1 de Diciembre de 1931 lo planteó el Diputado señor Blanco Pérez en estos términos: “Yo pregunto a la Comisión (se refería a la Comisión dictaminadora en el proyecto de Constitución) para que nos dé la interpretación auténtica: el primer Presidente de la República que esta Cámara elija, ¿va a tener la facultad de disolver durante su mandato dos veces las Cortes ordinarias, prescindiendo de las Cortes Constituyentes, o van a entrar las Cortes Constituyentes en ese turno de las dos disoluciones a que está autorizado el Presidente de la República? La cuestión es importante y puede tener consecuencias. Por ello yo rogaría a la Comisión que se sirviera dar la interpretación auténtica de si esas dos disoluciones han de ser de Cortes ordinarias, como nosotros entendemos, o si entrarán en el turno las Cortes Constituyentes y una vez las ordinarias”.

El Sr. Jiménez de Asúa, que presidía aquella Comisión, respondió: “Tengo entendido que una de las proposiciones incidentales que se han presentado a la Mesa versa precisamente sobre este punto y, por consiguiente ya escapa el asunto al ámbito de la Comisión, que no se cree autorizada para dar la interpretación que se le pide”.

El Sr. PRESIDENTE: El Sr. Maura tiene la palabra.

El Sr. MAURA: Me vais a permitir, señores Diputados, que quizá con un atrevimiento impropio del instante y de mí mismo, cruce unas breves palabras en el profundísimo debate que acaba de abrir el Sr. Prieto con su proposición. Nadie puede desconocer la gravedad de este debate; pero permitidme que yo me cruce breves instantes al desarrollo normal del mismo con una consideración que creo que es indispensable, y es ésta: se ha iniciado ese debate porque se ha considerado que las Cortes estaban constituidas; pues bien, modestamente me permito decir que yo creo que para que eso sea así falta un requisito esencial: la voz del Gobierno.

El Gobierno que se sienta ahí (Señalando al banco azul.) representa al Poder ejecutivo en el legislativo, y las Cortes no están completas más que cuando dentro del Poder legislativo está representado el Gobierno. Pero el Gobierno no cae de las nubes, tiene una razón de ser, está ahí por algo. Yo me atrevería a suplicar que, antes de seguir adelante esta discusión, se oyera la voz del Gobierno para que de verdad las Cortes estuvieran plenamente constituidas.

Nada más.

El Sr. Presidente del CONSEJO DE MINISTROS: Pido la palabra.

El Sr. PRESIDENTE: La tiene S. S.

HABLA AZAÑA

El Sr. Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Azaña): Señores Diputados, si estuviéramos en las circunstancias corrientes en que suelen constituirse las Cortes, al comparecer ante ellas el Gobierno, mi papel en estos momentos consistiría en presentar ante las Cortes de la República un Gobierno republicano, honroso deber que tiene para mí todos los atractivos, excepto el de la novedad.

Procedería en ese caso que el Gobierno hiciese saber al Parlamento cuáles son las bases de su significación política, cuáles son los proyectos que abriga para gobernar y legislar y que el Gobierno, explorando la voluntad del Parlamento, supiera de una manera eficaz e indubitable hasta dónde llega el área política de su apoyo parlamentario y cuál es la confianza que puede esperar de las Cortes.

Por la situación excepcional en que estas Cortes se constituyen y en que este Gobierno comparece ante el Parlamento, esto no puede realizarse así, y al levantarme al requerimiento del señor Maura tengo que declarar, en primer término, que las palabras que yo pueda decir aquí, en nombre del Gobierno, después de la respetuosa salutación que el Gobierno rinde ante la representación nacional, no pueden tener otro alcance sino el de poner de manifiesto ante el Parlamento cuál es la fisonomía política del Ministerio, porque no estaría bien, Sres. Diputados, que entrásemos en el debate grave en que vamos a entrar sin que Parlamento y Gobierno, políticamente, nos hubiéramos conocido. Pero ni puede instituirse un debate sobre lo que el Gobierno diga aquí esta tarde, ni puede recaer votación sobre ello. Sobre el particular estamos conformes, y ya lo ha indicado el Sr. Maura, porque si entráremos por ese camino romperíamos el precepto constitucional que obliga inexcusablemente al Parlamento a no ocuparse de ninguna otra cosa más que del debate que ha iniciado la proposición del Sr. Prieto. (Muy bien.)

Sobre este punto doctrinal y constitucional el Gobierno está conforme con la tesis expuesta y reflejada en la proposición, y con la tramitación que le ha dado el Sr. Presidente de la Cámara.

Ahora bien; el requerimiento del Sr. Maura y un modesto discurso del Presidente del Gobierno no son una infracción del precepto constitucional en cuanto a que no se pueda realizar ningún acto parlamentario; si hubiese debate y votación, sí; pero se admitirá que el Gobierno haga unas cuantas declaraciones y afirmaciones respecto de nuestra política, omitiendo la enumeración de su programa y lo que propiamente sería una declaración ministerial, pero sí afirmando un poco su significación política y los medios de que piensa valerse para gobernar, y cómo él entiende la responsabilidad que le ha caído encima para honra suya, recabando el apoyo moral, por lo menos, del Parlamento de la República.

Yo no sé tampoco, Sres. Diputados, si es éste el momento en que el Gobierno deba expresar su opinión sobre la proposición presentada y defendida por el Sr. Prieto. Quizá fuese más correcto que las oposiciones o los diferentes grupos parlamentarios fueran hablando antes de que el Gobierno exponga la suya. Por consiguiente, ni programa ministerial en estas circunstancias, en este momento, ni declaración anticipada acerca de la posición del Gobierno sobre el problema planteado; se trata de una intervención de soslayo, que no se juzgará impertinente porque, en realidad, creo que vamos, con esta intromisión del Gobierno en la discusión, a salir al encuentro de la curiosidad de la Cámara o de algo más serio y respetable que la curiosidad, de la necesidad de estas explicaciones del Gobierno, y también salimos al encuentro de la ansiedad pública.

Por lo tanto, Sres. Diputados, espero que la Mesa y la Cámara misma querrán ser benévolas con el que habla, tolerándole esta intervención, traída por el requerimiento del Sr. Maura, y también, si me es permitido decirlo así, benévolas con el orador, porque esta vez comparece ante vosotros simplemente el bulto todavía parlante de un hombre excesivamente fatigado.

El Gobierno, que presido, Sres. Diputados, es la concreción legal y de poder de un pensamiento político, pensamiento político que ha sido propagado, promulgado y defendido ante las muchedumbres españolas, que ha sido recogido por el cuerpo electoral y que nos ha traído a todos nosotros a esta Cámara. Este pensamiento político se compone de doctrinas y de experiencias: doctrinas, conocidas y promulgadas por los partidos republicanos y por los partidos obreros aliados con los partidos republicanos para la contienda electoral, y experiencias, nuestras y ajenas; nuestras, o padecidas o contempladas, y experiencias ajenas, que también ilustran y enseñan y sirven para todos. Nosotros hemos partido en nuestra todavía corta, pero intensa trayectoria política, siempre —y no lo improvisamos hoy— de considerar la situación de nuestro país —porque sobre nuestro país se dirigen de una manera concreta, tangible, emocionante, los impulsos de nuestro ánimo y nuestra acción política—; de considerar la situación social de nuestro país y el estado general de España en una crisis de transformación grave, difícil, de desequilibrio social, de insatisfacción del espíritu público, de contradicciones que parecen irreducibles, de contiendas de clase, de balbuceos del espíritu político, de arrastres históricos, de los cuales el pueblo español ansia liberarse definitivamente, y de esperanzas despertadas en el corazón popular, que la República ha venido a colmar y a satisfacer y a hacer más amplias y gloriosas en el porvenir. (Muy bien.—Aplausos.) Nosotros hemos palpitado bajo esta impresión y bajo este pensamiento, convertido en aliento de nuestro espíritu y en corriente emocional de todo nuestro ser político desde que la República alboreó en los horizontes de España y desde mucho antes de que alborease; y bajo este pensamiento político, los fundadores de la República, Sres. Diputados, entre los cuales tenemos el altanero orgullo de encontrarnos muchos de los que aquí estamos hoy, fundamos un régimen —con las equivocaciones; los inconvenientes y las fallas que una obra tan ingente necesariamente lleva consigo:—; pero fundamos un régimen para todos los españoles, incluso para los que no son republicanos; un régimen legal, basado en un democratismo que tiene por fundamento la libertad de la opinión pública y el respeto a los derechos tradicionales de lo que se llama el liberalismo, únicamente, y no quiero decir que levemente, únicamente coartados por la creciente actividad interventora del Estado en la regulación de los problemas de la producción y del trabajo. En esquema, éstas son para mí, y creo que para otros muchos de los que contribuimos con nuestro esfuerzo a fundar el régimen legal republicano, las directrices de la obra del Parlamento constituyente.

Se perdió de vista el objeto principal, se tomó por fracaso del régimen o imposibilidad del régimen los accidentes de la política, que tanto levantan o hunden a los Ministerios y a los Parlamentos sin menoscabo del régimen a que están adscritos, y accidentes de la política, accidentes, hicieron pensar y creer a muchos que el régimen republicano creado legalmente por el Parlamento constituyente había fracasado en España y nada se podía esperar ya de él. Comprenderéis, señores Diputados, que en las palabras que estoy diciendo y en las que voy a decir después, como no son materia de debate, tengo que gastar a todo el mundo la cortesía de no provocar ninguna especie de polémica y de no hacer afirmaciones, que sería de mi parte poco elegante hacer sabiendo que van a quedar sin respuesta. Por eso, en términos generales, creo que se puede afirmar que en los embates de la opinión pública, sobre la cual en último término descansa la vigencia y la orientación del régimen republicano español, en virtud del democratismo de la Constitución; en esos embates de la política ha llegado un momento en España en que ciertas masas de opinión, que yo no voy a tasar y a las que, naturalmente, no pienso nunca faltar al respeto en sus derechos políticos, ciertas masas de la opinión española habían llegado a creer que el régimen republicano en España era una cosa casual, fortuita, transitoria y caediza. Y, además, se cometió el error —otros habré cometido yo— de creer que se podría dirigir la República bajo el nombre de la República gobernando en contra de lo que eran los principios esenciales del régimen legal republicano. (Muy bien.) Estas son contiendas de partido. Cada cual tiene la suya.

El atasco que ha sufrido la política republicana —prescindo ahora de la conducta de los Gobiernos, que, naturalmente, no me incumbe examinar hoy desde este sitio, ni pretendo examinarla ni juzgarla—, el atasco de la República no ha dependido tanto de errores de personas ni de orientaciones programáticas de partido, como de esta falta de íntima confianza en la fecundidad del régimen republicano, en el arraigo del sentimiento republicano en el pueblo español y en la necesidad vital de que el pueblo español se desenvuelva dentro de los cauces liberales de la ley republicana. No se puede gobernar en un país, lo mismo hacia la derecha que hacia la izquierda, si los gobernados no tienen confianza en el Gobierno que los rige, confianza que no consiste en esta confianza parlamentaria que sostiene a un Gobierno en el Parlamento, sino en esta otra especie de seguridad capaz de perdonar los errores, capaz de transigir con los desaciertos, capaz de lavar las culpas, pero que necesita mantener en lo hondo del corazón popular aquella raíz por la cual se sustenta el Gobierno en la cima de la Nación sabiendo que detrás de él hay un pueblo que, a pesar de sus errores, le secunda, le sostiene y espera en él. (Muy bien.) Cuando esta confianza falta, Sres. Diputados, no hay Gobierno que pueda subsistir, y es un error suponer que la fortaleza de un Gobierno depende del número de batallones que pueda poner en pie de guerra o del número de armamentos o fuerza de armamentos que pueda desencadenar contra sus enemigos. No; la fortaleza de un Gobierno consiste en esa compenetración entre su autoridad moral y su poder legal y el apoyo moral, entusiasta, silencioso a veces y siempre sacrificado, que le presten los innúmeros adeptos que tiene que tener por el país entre los afectos al régimen. Esta es la verdadera fuerza de un Gobierno; ésta no ha existido durante algún tiempo en España.

Nosotros, señores, estando en la oposición, dura oposición, padeciendo por la República, creo que hemos prestado un servicio a la República y a nuestra Patria manteniendo en el innumerable corazón republicano español la seguridad de que aún había en España una esperanza republicana. Este servicio que nosotros hemos prestado ahora tiene su recompensa; recompensa, no para nosotros, exaltados al Poder bajo el peso de una responsabilidad abrumadora, no; recompensa para el pueblo que confió en su República y en la substancia republicana que al régimen se dió el año 31 y que nosotros hemos querido mantener intacta.

Con este pensamiento político y al calor de estas experiencias, Sres. Diputados, emprendimos hace meses una campaña de propaganda y de divulgación política por todo el país. Os llamo la atención sobre este dato cronológico: hace menos de un año apenas se creía en nuestra existencia; han pasado diez meses y henos aquí, en el Poder. ¿Qué milagro es éste? Milagro ninguno. El haber acertado a suscitar en las profundidades en que el sentimiento popular republicano estaba oculto la esperanza y la confianza en la reconquista del Poder republicano por los medios pacíficos y normales de nuestro país. Porque el pueblo republicano sabía que no todo en la República eran amarguras y desagrados y sufrimientos; que había un honesto modo de entender la gobernación del Estado y de hacerla compatible con la autoridad y con la libertad, y a nuestra voz, a la voz de todos, se ha juntado el pueblo español republicano, pueblo en toda la vasta profundidad del vocablo, y rectificando errores de táctica pasados, hemos formulado ante el país un programa de gobierno, hemos pactado un programa político; los electores lo han encontrado bueno y han proporcionado a la causa republicana, tal como nosotros la entendemos y representamos, el triunfo resonante electoral en virtud del cual se ha constituido este Gobierno.

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Señores Diputados, me cabe la satisfacción de decir que en estas condiciones difícilmente se habrá formado ningún Gobierno en España. Nosotros hemos ido a la lucha electoral con nuestras legiones de republicanos y de proletarios adscritos al Frente Popular, con nuestra palabra y con nuestras razones, en contra, no sólo de nuestros legítimos adversarios, que con las mismas armas nos combatían, sino subiendo penosamente la cuesta de todas las adversidades; en contra del Poder oficial, luchando con la falta de medios que caracteriza a las clases populares y medias españolas, con toda la pesadumbre de la derrota anterior y de las aflicciones padecidas por los adeptos; con todo esto en contra, nuestro triunfo electoral no ha sido sino más puro, más brillante, de más autoridad, más grandioso. Y el Gobierno que ha nacido de ese triunfo electoral tiene tal autoridad porque casi es un Gobierno nombrado plebiscitariamente, Sres. Diputados; porque, cumplidos todos los requisitos a que obliga la Constitución para formar un Ministerio y otorgarle el Poder, como se han cumplido ahora, la mano popular hacía ya muchos meses que había marcado la dirección que la política republicana tenía que llevar. Y yo dije hace ya un año: “Volveremos al Gobierno cabalgando sobre la opinión pública”. Pues bien, señores; estamos cabalgando sobre la opinión pública. (Grandes aplausos.)

 

El Sr. PRESIDENTE: Se va a preguntar a la Cámara si acuerda prorrogar la sesión por menos de dos horas, según dispone el Reglamento.”

Hecha la correspondiente pregunta, el acuerdo de la Cámara fue afirmativo.

El Sr. PRESIDENTE: Puede continuar su discurso el Sr. Presidente del Consejo de Ministros.

El Sr. Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Azaña): He dicho, Sres. Diputados, que para esta obra política nuestro pensamiento común necesitaba una táctica. Redactamos un programa político; en este programa político, del que no voy a hablar por las razones antes dichas y, además, por una manifiesta, que todo el mundo lo conoce, ninguno de los partidos y agrupaciones societarias o políticas que están incluidos en el Frente Popular está total y cabalmente expresado, ninguno. Todos hemos puesto allí lo que en consideración de la coyuntura política presente, en consideración a las formas y maneras y tiempo en que se planteaba la contienda electoral, en consideración al estado del país, en todos sus órdenes, en consideración también a los arrastres de la política pasada, era hacedero y exigible.

Nuestro programa político constituye nuestro programa de Gobierno. Me cumple decir, señores Diputados, que este programa, suscrito por las fuerzas de esta coalición que se ha dado en llamar el Frente Popular, nosotros lo vamos a cumplir sin quitar punto ni coma y sin añadirle punto ni coma, y lo vamos a cumplir y lo estamos cumpliendo, mientras no hemos podido contar con el concurso del Parlamento, con la celeridad, la urgencia, el interés que se pone en una obra propia.

A mí se me habla algunas veces, y también lo leo en papeles públicos, se me habla algunas veces de lealtad. Señores, en mi opinión el concepto está de más; vais a ver por qué. ¿Qué es la lealtad en el cumplimiento de un pacto político? Se puede entender de dos maneras: o una lealtad que llamaríamos escrituraria, que consiste en tomar el texto del pacto e ir rengloneando y punteando, número por número y fecha por fecha, los acuerdos o disposiciones de gobierno que lo van sancionando y cumpliendo, tachando lo cumplido y poniendo un interrogante más o menos impaciente en lo que está por cumplir, y ésta es una lealtad literal fácilmente exigible y fácilmente comprensible, o es otra especie de lealtad, que es, por encima de todo eso, aquella inteligencia profunda del fin común convenido y aquella adhesión inquebrantable a los intereses comunes declarados, que nos enseña a todos a sufrir con paciencia los errores y a exigir con severidad el cumplimiento del deber dondequiera que cada cual esté colocado, y a sacrificarse y abnegarse por lo que nos ha llevado a todos, con sacrificios previos en el orden de cada cual, a instituir una política común bajo la enseña republicana y bajo la responsabilidad de un Gobierno republicano. (Muy bien.)

De cualquiera de las dos maneras que queráis entender la invocación a la lealtad, os repito que, tratándose del Gobierno que yo presido, la invocación y el vocablo están de sobra por esta razón. Los Sres. Diputados y el Presidente del Gobierno hemos puesto algo en la elaboración del pensamiento político y en la adopción de la táctica del Frente Popular. No es una cosa que a mí se me haya encargado o que yo haya descolgado de un perchero al pasar por algún desván de mi casa, no; es la propia substancia de mi pensamiento político y de mi ser político, y siendo esto así, la proyección de la política del Frente Popular, mientras yo tenga la responsabilidad de presidir el Gobierno del Frente Popular, es una cosa que de español y de republicano. (Muy bien.) Y voy a la obra del Frente Popular, no ya con lealtad, sino con algo que está por encima y antes de la lealtad: por el propio impulso político vital que me caracteriza. (Aplausos.)

Entiendo así, Sres. Diputados —celebro que estéis conformes—, mi manera de apreciar esta colaboración, y añado en seguida que el ejecutor de la política del Frente Popular, formado por definiciones y epígrafes traídos de todos los sectores del Frente Popular, del republicano y del proletario, y aceptados por todos, el ejecutor de esa política es el Gobierno de la República con el concurso del Parlamento cuando legalmente necesite el concurso del Parlamento, y a través de los agentes del Gobierno y de sus autoridades cuando se trate de una función gubernativa o administrativa perteneciente al Ministerio. No conozco otro ejecutor de la política del Frente Popular más que el Gobierno, y el Gobierno la realiza bajo el estímulo de su propia convicción, en los términos que he definido antes y que creo que han sido bien comprendidos.

Ahora bien, señores; este deber que ha caído sobre nosotros va a tropezar en su realización con dificultades que yo me he complacido en agrandar en mi propia imaginación antes del advenimiento de este Gobierno, cuando me era permitido dar solaz y vado libre a toda la capacidad de mi espíritu crítico, implacablemente crítico conmigo mismo. Y me he representado desde antes de las elecciones las ingentes dificultades con que el Gobierno iba a tropezar, pero no me he asustado; celebraré que no os asustéis los demás. (Risas.) Las dificultades son de dos órdenes: las que tienen todos los problemas políticos, que, como nadie ignora, ninguno es sencillo, ninguno. Y puesto el Parlamento a deliberar acerca de cualquier proyecto o resolución del Gobierno, o puesto el Gobierno, en torno de su mesa, a estudiar cualquier disposición, o un Ministro a trabajar, si todas estas entidades son leales con su capacidad y su conciencia, tendrán que reconocer que todo es difícil, y más los problemas de orden político y de Gobierno que tiene, desgraciadamente, planteados nuestro país; pero éstas son dificultades normales con las que ya se cuenta, y que más que nada sirven de estímulo a la modesta aplicación de los que quieren resolverlas. Mas hay otra clase de obstáculos de cuya supresión bien se pudiera opinar; quiero decir que no son necesarios, que no son inexcusables, que no son inevitables y que, sin embargo, se presentan y ya se cuenta con ellos.

De estos obstáculos, unos consisten en agresiones al régimen y al Gobierno republicanos, otros en indisciplinas de masas o grupos populares no sujetos a la dirección y responsabilidad de ninguna organización política, y otros son las reacciones ofensivas de los intereses lastimados por la política republicana. Agresiones, ya hemos tenido algunas; indisciplinas, también las hemos tenido. En qué medida se conjugan las agresiones con las reacciones indisciplinadas de la muchedumbre lastimada en sus personas o derechos, no lo voy a examinar aquí; eso puede ser objeto, cuando queráis, de un estudio especial y particular. Pero tengo que hacer notar lo siguiente, señores Diputados. Se ha alborotado mucho en algunos pueblos; se han cometido desmanes que el Gobierno manifestaría una simple ridiculez si dijera que los lamenta, una cosa innecesaria si dijera que los reprueba y una cosa obligada si afirma que ha tratado y trata de corregirlos y enmendarlos. Se han producido alborotos en pueblos españoles. También se han producido demasiados alborotos en torno de estos desmanes. Nosotros nos hemos encontrado el día 19 de Febrero del año 36 con un país abandonado por las autoridades, Sres. Diputados. (Muy bien.—Aplausos.) Cuando yo me voy del Gobierno —y ya he sabido irme, elegantemente, dos veces— dejo a mis subordinados en su sitio hasta que los reemplazan los de mi sucesor; pero el día 19 de Febrero —naturalmente que sin culpa del Jefe del Gobierno; no trato de inculpar al Sr. Portela— S. S. estaba en la Puerta del Sol y sus gobernadores en las provincias, y cuando nosotros llamamos de Gobernación no había casi ninguno, ni gobernadores, ni funcionarios subalternos en los Gobiernos, ni nadie que pudiese responder ante el nuevo Gobierno de la autoridad provincial y local. Y yo entonces sentí la aprensión justificada de lo que podía pasar. (El Sr. Portela pide la palabra.) Señores Diputados, yo no he venido aquí a justificar nada, que conste, y menos exacciones y desmanes de la muchedumbre, no. Pero se trata de explicar las cosas y hay que explicarlas hasta su raíz. Nosotros nos encontramos con este desamparo de la organización oficial, con el improvisado ascenso de este Gobierno al Poder —cosa que nadie ignora—, sin la previa preparación de los organismos de mando que un partido que ve próximo su acceso al Gobierno tiene siempre dispuestos y, además, señores Diputados, con una úlcera nacional sobre las partes más sensibles del sentimiento político español; úlcera que, a veces, no era imagen, sino una realidad en el cuerpo de muchos españoles. (Los Sres. Diputados de la mayoría, puestos en pie, tributan al orador una prolongada ovación.)

El Gobierno y su Presidente no justifican nada, no disculpan nada; pero hay que discurrir como hombres y apreciar las cosas desde un sentido general humano, no bajo la gravedad infrangible de los legisladores o de los gobernantes. Dejemos llegar un poco a nuestro ánimo el sentimiento de la misericordia y de la piedad. (Muy bien.) ¿Es que se puede pedir a las muchedumbres irritadas o maltratadas, a las muchedumbres hambreadas durante dos años, a las muchedumbres saliendo del penal, que tengan la virtud que otros tenemos de que no transparezcan en nuestra conducta los agravios de que guardamos exquisita memoria? (Grandes aplausos.)

Había que contar con esto, y el Gobierno contaba con ello, y una de las cosas que hemos tenido que aceptar y devorar al encargarnos del Poder de aquella imprevista, improvisada, manera, era la seguridad de que la primera explosión del sentimiento colérico popular se traduciría en desmanes que redundarían en mengua de la autoridad política y tal vez en perjuicio del Gobierno. ¡Sí, sí! Si yo hubiera sido un hombre egoísta, le habría dicho al Sr. Presidente de la República: “Señor Presidente, por un par de meses que venga otro a sacrificarse”. Y habría cogido el Gobierno en condiciones de paz y tranquilidad. Yo no he querido echar sobre nadie semejante carga; la he tomado tranquilamente sobre mí, como estoy dispuesto a tomar otras. (Muy bien.) Ya sé yo que en torno al desorden público no hay sólo el escándalo que legítimamente produce el desmán de una muchedumbre indisciplinada o desobediente, no. Este escándalo lo comparten todas las personas y, sobre todo, los que queremos gobernar dentro de la ley, que nuestro país no sea un campo de Agramante. Ya lo sé; pero hay la explotación política del suceso. (Muy bien.) Y eso es lo que ya no es legítimo; y sobre todo, señores Diputados, hay que condenar el desmán, el incendio, el asalto, la invasión, como el Gobierno, no sólo los condena, sino que ha buscado y busca la manera de reprimirlos y, sobre todo, de impedirlos. Hay que condenar el desmán, la violencia, el terrorismo, dondequiera que se manifieste y hágalos quien los haga. Y yo digo, Sres. Diputados, que me escandaliza en mi conciencia de hombre honrado que una persona que anda por ahí, cualquiera (naturalmente, no aludo a nadie), que una persona que anda por ahí, cualquiera, gente de la calle, diga: “Han quemado tres iglesias. ¡Qué horror!” Yo también digo, si no qué horror, ¡qué tontería y qué lástima! Pero dicen: “Ah, ¿no han matado a Fulano? ¡Hombre, qué lástima! A ver si otra vez apuntan mejor”. (Grandes aplausos.)

Cuando en la conciencia de una persona honesta, como quien así se expresaba cerca de mí, se produce esta aberración, esta monstruosidad de encontrar justamente vituperable un desmán o una violencia sobre las cosas y lamentable el fracaso de una violencia sobre las personas, según el lado político sobre que recae el desmán, yo digo que esto es indicio de una perturbación gravísima en el espíritu español, de una pérdida de sentido moral envenenado por las contiendas políticas, o por lo que sea, y a cuyo remedio hay que acudir prontamente. Y, aparte de lo que el Gobierno pueda hacer por el orden gubernativo, impidiendo, corrigiendo o subsanando las violencias de la muchedumbre y acudiendo a la corrección jurídica y legal de los desmanes sobre las personas o sobre los bienes de las personas, hay que acudir al remedio de esa aberración del espíritu español, que consiste en un eclipse total del sentimiento de la justicia y del sentimiento de la piedad, y hay que acudir con una obra desde el Gobierno, subsanando las vías usuales en España de gobernar y haciendo saber a todos que hay un modo honesto, honrado de entender la vida pública, dentro de la cual caben todas las competencias y todas las oposiciones; que hay un respeto a la vida y al derecho de los demás, que nadie está autorizado a traspasar. (Muy bien.)

Hay un modo, Sres. Diputados, de agredir a la política republicana, del que quiero hacer especial mención, porque estos días está causando estragos —quizá he dicho demasiado: estragos, no; inquietudes, incertidumbre— por lo menos en Madrid. Es una cosa manifiesta que la pasión de las luchas políticas en que estamos envueltos los españoles desde hace ya años propende demasiadas veces a resolver las cuestiones por la violencia, que ha llegado a infundir en la curiosidad del público no militante en los partidos, cabalmente en el que no milita en los partidos, una presunción de la catástrofe y una sensibilidad irritada y violenta que pone a las gentes en una condición tal que las inquieta y no las deja vivir con reposo; y así, actualmente, conocemos y conoce el Gobierno —porque, al fin y al cabo, el Gobierno no vive en la luna— dos corrientes de pánico, una más intensa que la otra; las dos peligrosas, pero con diferente clase de peligros. Por una parte hay la corriente de pánico a supuestas subversiones posibles del orden social. Mucha gente, mucha, anda por ahí desalentada imaginando que un día de estos España va a amanecer constituida en soviet; que se va a acabar la sociedad española en su organización actual, y que el Gobierno, sorprendido o dominado por una insurrección de esta especie más o menos pacífica, va a coger la Constitución y los símbolos del Poder y se los va a entregar a quien se los pida. Que esto lo piense el vulgo o lo crea el vulgo —y el vulgo tiene unos límites casi planetarios (Risas.)—, que esto lo crea el vulgo, no me sorprende, aunque lo sienta; pero que lo crean, lo propaguen y lo sostengan personas que conocen la política y militan en ella, ya me parece que pasa de los límites de lo lícito y de lo tolerable y constituye una agresión. ¿Sabéis por qué? Porque a favor de este ambiente de pánico, de esta corriente de pavor, de esta amenaza voceada y comunicada en conversaciones, en espectáculos públicos, en la calle y en el café; a favor de esta corriente se crea la atmósfera necesaria para que los golpes de fuerza y de violencia sobre el país prosperen. (Muy bien.) Yo no creo que la difusión del pánico sea una cosa inocente; prende en espíritus inocentes y prevenidos, pero los conductores y propagadores de las especies temerosas saben lo que se hacen; porque en ninguna parte han corrido peligro la libertad, la democracia, las instituciones liberales y republicanas, si no es a favor de un sobrecogimiento de la totalidad o de la mayor parte de la masa social, atemorizada o asustada por unos peligros de esta especie.

Yo, Sres. Diputados, os diría, y creo que puedo decirlo, no sólo a la Cámara, sino a todo el pais, que eso es una inmensa patraña; que nosotros, como Gobierno, dentro de la Constitución y de las leyes republicanas, consentimos toda propaganda legal lícita, tal como la definen las leyes, pero que somos un Gobierno claudicante, delante de una subversión social, ¿quién lo ha pensado?

También la inversa es falsa. La otra corriente de pánico que choca con ésta y forma el remolino en que estamos viendo envuelto por lo menos a Madrid, procede del viento contrario, y me importa decir que es, igualmente, un fantasma.

Cuando se está en el Gobierno, sobre todo cuando no estoy yo en el Gobierno, cosa que ocurre algunas veces (Risas.), siempre que se habla del orden público los Ministros suelen excederse en afirmaciones rotundas. Más aún: aquí hay antiguos parlamentarios que saben mejor que yo cuán fácil les ha sido a los Ministros encargados del orden público y a los Jefes de los Gobiernos prorrumpir desde aquí en bravatas estentóreas, asegurando la posesión del mando y la prontitud de las represiones, etc. Yo, señores, no diré nunca una bravata. No la he dicho jamás. No he venido a gobernar España con una tranca ni con una bolsa de dinero para corromper. (Muy bien.)

Los españoles están habituados a que se les pegue o a que se les corrompa desde el Poder. Yo no pego trancazos ni corrompo a nadie. (Aplausos.) Tengo la pretensión de gobernar con razones; mis manos están llenas de razones, fundadas en mi propio derecho, en mi propia historia política y en las experiencias a que he aludido hace unos momentos. No somos ni verdugos ni títeres; no estamos a merced de una obcecación de la cólera ni a merced de la cólera de los demás. Gobernamos con razones y con leyes. ¡Ah! El que se salga de la ley ha perdido la razón y no tengo que darle ninguna. (Muy bien.)

Si la Cámara o el Sr. Presidente creen que me alargo excesivamente, callaré en seguida. (Denegaciones.)

Hay otro género de obstáculos que son más normales, que no nacen de la nerviosidad del espíritu español o si queréis del espíritu madriteñista. Aludo a las agresiones y reacciones ofensivas de los intereses lastimados por la política del Gobierno. Sí, es cierto, vamos a lastimar intereses. ¡Qué le vamos a hacer! Vamos a lastimar intereses cuya legitimidad histórica no voy a poner en cuestión, porque aquí no estamos en las Academias, pero que constituyen la parte principal del desequilibrio que padece la sociedad española, y siendo función de la política republicana contribuir cuanto esté de su parte, mientras le asistan las fuerzas políticas del Frente Popular, a corregir, mediante la ley, ese desequilibrio de la sociedad española, naturalmente, nosotros tenemos que atacar a los intereses en que ese desequilibrio aparece más manifiesto.

Comenzamos a hacerlo en las Cortes Constituyentes, Señores Diputados, muchos de vosotros estabais aquí, conmigo, y recordaréis que entonces se nos dijo que destruíamos la economía española. ¡Ahora quisieran los que nos acusaban de destruir la economía española que aquella obra política no se hubiera interrumpido, porque ahora, señores, el sacrificio tendrá que ser mayor! (Muy bien.) Nosotros, mientras la ley nos dé medios para ello, venimos a romper toda concentración abusiva de riqueza, dondequiera que esté; a equilibrar las cargas sociales con arreglo a un criterio que ni es nuevo ni lo hemos inventado nosotros, pero que se dirige a la extirpación del parásito holgazán, y a no considerar en la sociedad española más que dos tipos de hombres: los que colaboran en la producción y los que viven del trabajo y a costa de la labor ajena (Muy bien.) Estos hombres parásitos holgazanes, de que la sociedad española está plagada, en todos sus órdenes —porque también los hay en las clases humildes—, no pueden tener ante nosotros valor alguno. A eso va nuestra política, y si hay gentes en la sociedad española que, por privilegio histórico o económico, o por lo que fuere, han disfrutado hasta hoy del extraño poder de vivir, de generación en generación, de lo que otros hacen, es preciso considerar que también hay en España millares de ciudadanos españoles que no viven de no trabajar, sino que no pueden vivir porque no trabajan. Este atroz desequilibrio, este irritante desequilibrio, que no es de ahora ni lo ha instaurado la República, que constituye una herencia de la sociedad española, como de otras del mundo, ya no lo soporta la conciencia colectiva ni la conciencia de los hombres justos; no lo soportan, y como no lo soportan estamos en la obligación, si es posible y si vosotros, Diputados, queréis prestar vuestro concurso a esta obra, de iniciar por esos caminos una rectificación. Naturalmente, yo no voy a incurrir en el candor —no me he hecho todavía una reputación de candoroso— de aconsejar ni de esperar que una clase social se suicide, no; ninguna clase social se ha suicidado jamás. Pero es preciso, también, tener en cuenta que ninguna clase social jamás se ha dejado perecer en la desesperación, y se presentará para los privilegiados de España la opción entre acceder al sacrificio o afrontar los efectos de la desesperación. Nosotros, con plantear el problema y traer aquí los medios de iniciar una resolución, bajo la enseña republicana, hemos cumplido con nuestro deber. Si la reacción ofensiva de los intereses lastimados llega a producir lo que se produjo contra la política de las Cortes Constituyentes, Sres. Diputados, habremos perdido la última coyuntura legal, parlamentaria y republicana de atacar de frente el problema y resolverlo con justicia. (Prolongados aplausos.)

Cuando nosotros atacamos la política en estos términos tenemos la convicción de acometer una obra de volumen nacional, de importancia nacional. Entiéndase, señores, que cuando yo empleo la palabra “nacional” no lo suelo hacer, mejor dicho, no lo hago nunca, en el sentido de decir que lo nacional es lo unánime. Es frecuente creer y decir que una cosa es nacional como motivo para exigir la unanimidad o fundándola en una supuesta unanimidad. No, no, no. Hay problemas de orden nacional y soluciones de este interés y de esta importancia que serán probablemente rechazados por partes importantes de la Nación. Cuando yo hablo de “nacional” me refiero a la magnitud, volumen y contenido de los problemas, a aquellos intereses a que afectan y a la posición en que se coloca el Gobierno republicano para afrontarlos y resolverlos.

Y además compruebo esto. El año pasado no existíamos. Ha venido el triunfo electoral y —¡ved qué maravilla!— todo el mundo ha caído ahora en la cuenta de que en España no hay más política posible que la que este Gobierno representa. ¡Ya veis qué descubrimiento! Yo estoy habituado a que me den la razón tardíamente, porque esto es lo que yo venía diciendo hace tres años, y espero que por esta vez, y en las cuestiones que se van a presentar, se me dé la razón a tiempo.

Por último, Sres. Diputados, nosotros, mientras contemos con la asistencia política de los partidos de la coalición electoral, estamos dispuestos a cumplir nuestro deber con la fría tenacidad que corresponde a quien está persuadido de que nos jugamos la última coyuntura. Mucho me importaría fracasar —no por mí; un político siempre fracasa—; me importaría fracasar, repito, por la política que nosotros representamos; pero me importa menos fracasar que tener razón, y nosotros tenemos razón. Los hechos y las experiencias han venido a probarlo.

Supongo que se creerá, Sres. Diputados, que, después de este año, y del anterior y del de más allá, la demostración que ha hecho el pueblo español el 16 de Febrero significa mucho. Nosotros le damos todo su valor, toda su amplia significación. Espero que se la den todos los demás.

Gobierno con la ley, Gobierno con la Constitución de la República —para la que no tenemos reservas ni segundas intenciones—, aunque sea mala, aunque sea discutible, porque en la Constitución de la República nosotros vemos ante todo el significado político del Código del Estado español. Ampliación e iniciación y mejora de la obra comenzada en las Constituyentes; iniciación de otras cosas, que enumeraremos cuando se discuta aquí el programa ministerial; colaboración con las Cortes, porque así como hemos tenido que cumplir —fijaos bien en esto— el deber legal y moral de acudir al sufragio para recuperar la posición que nos corresponde en la República, el deber legal y moral que teníamos todos de hacerlo se corresponde con el deber legal y moral que tenemos de contar con el sistema parlamentario y con las Cortes para llevar a cabo la obra que tenemos anunciada. Me permito observar que ésta es, quizá, la postrera coyuntura que tenemos, no sólo del desenvolvimiento pacífico y normal de la política republicana y del asentamiento definitivo del régimen republicano en España —quiero decir definitivo, pacífico—, sino también en el régimen parlamentario. Desde todos los puntos de vista se le asaetea. Sus defectos son manifiestos, las urgencias del país son notorias y apremiantes; pero nos queda todavía el reducto del Parlamento como garantía de responsabilidad, de publicidad y de autoridad. ¡Señores Diputados! Prestemos a la obra republicana de carácter nacional que el Gobierno va a emprender la asistencia, aunque sea de oposición, del Parlamento español, que es el Parlamento de la República. Salvemos la institución republicana y hagamos todo lo posible para que, por razón de ineficacia y esterilidad, no naufrague también el último reducto donde se asienta la libertad civil. Yo no quisiera verlo perecer. Haremos todo lo posible por que no perezca; pero consideremos también, Sres. Diputados, que si nadie personalmente puede eludir su destino —y nosotros no estamos dispuestos a eludirlo—, tampoco las Repúblicas pueden eludir el que les está reservado en el secreto del porvenir. Trabajemos por descifrar el destino de la República y que sepamos leer que es paz y justicia social, y pacificación moral del país, y contienda civil, con toda la acritud y violencia que las pasiones y los intereses quieran desencadenar entre nosotros; pero bajo la égida nacional española republicana, bajo la ley republicana y bajo la responsabilidad de unos hombres que han comprometido, no sólo su ser político y su entusiasmo, sino su propia reputación y casi casi el vínculo que les liga al amor histórico del pueblo español. (Muy bien.—Los Sres. Diputados de la mayoría puestos en pie, tributan una ovación al Sr. Presidente del Consejo.)

El Sr. PRESIDENTE: La Presidencia, desde que conoció el propósito de la minoría socialista respecto a la proposición que se ha leído, sintió una viva preocupación. Dar paso a esa proposición sin un debate, señalando la discusión de la misma en el plazo de tercero día, como marca el apartado segundo del art. 106 del Reglamento, significaba resolver por un acto voluntario y personal del Presidente el problema, porque equivalía a declarar que nos encontrábamos en el caso previsto por el párrafo cuarto del art. 81 de la Constitución; no conceder primacía a la proposición de la minoría socialista, sometiéndola a debate, era, inversamente, resolver también el problema; es decir, que pudiendo discutirse otros temas, no estábamos en el caso que prevé ese párrafo cuarto del art. 81 del Código constitucional, y ante esta disyuntiva el Presidente ha estimado que lo mejor era que la Cámara conociera en su amplitud el problema y que sobre ello dijera su palabra de soberanía.

El Sr. Ventosa nos plantea la conveniencia de suspender este debate remitiéndolo a la sesión próxima. Yo me permito indicar a la Cámara —sometiéndome, claro está, al juicio que ella forme— la gravedad de dejar en el aire, sin una resolución, la propuesta presentada por el grupo parlamentario socialista. Lo peor que puede ocurrir es que en el país quede la incertidumbre de cuál es el criterio del Parlamento acerca de problema tan vital, y aun cuando sea mucho pedir a los Sres. Diputados, que tienen todavía sobre sí la pesadumbre y la molestia de la sesión anterior, que prolonguen ésta hasta el punto que sea preciso, la Presidencia, consciente de la responsabilidad del momento, manifiesta que si llegara el instante de que hubiera necesidad de pedir nueva prórroga, lo haría así. (Rumores.)

INTERVIENE EL

DIPUTADO VENTOSA

El Sr. VENTOSA: Señor Presidente, no es mi ánimo discutir con S. S., ya que he manifestado anteriormente que acataba su autoridad y su decisión. Sin embargo, habrá de permitirme su señoría que, no por vía de réplica, sino de observación a sus palabras, diga que me parece mucho más grave que la incertidumbre que pueda existir en el país respecto a la resolución que adopte la Cámara en cuanto al problema planteado, y habrá de producir peor efecto, que la Cámara resuelva problema de tal magnitud de una manera atropellada, con prórrogas de sesión y sin la reflexión necesaria. El aplazamiento no creo que pueda lesionar ningún interés legítimo, ni que pueda redundar en menoscabo de una resolución acertada, sino al contrario. Como, además, con la urgencia que se dé a la tramitación de este asunto no se habrá de adelantar nada, porque, en definitiva, todo ello se remite a un debate ulterior, creo que sería mucho mejor, para el buen orden, que se dejara para otra sesión; pero si el Sr. Presidente insiste, yo por mi parte no he de insistir.

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El Sr. PRESIDENTE: Estamos todavía dentro de la prórroga reglamentaria acordada por las Cortes. Al término de ella consultaremos a la Cámara la resolución que en definitiva haya de adoptarse, visto el estado en que se encuentre el debate.

El Sr. VENTOSA: La proposición del señor Prieto plantea el problema.de si la disolución de Cortes decretada por el Sr. Presidente de la República en el decreto de 7 de Enero de este año es la primera o la segunda disolución de Cortes a los efectos de la facultad que le atribuye el artículo 81 de la Constitución. El propio decreto de 7 de Enero del año corriente razona en su preámbulo, en su exposición de motivos, la tesis de que es la primera disolución de Cortes. Dice este decreto que la anterior disolución, acordada en el decreto de 8 de Octubre de 1933, se refería a unas Cortes Constituyentes, que no tenían un plazo determinado de duración, que tenían además una finalidad esencial, específica, que consumieron con su propio ejercicio y que, por consiguiente, la resolución del Sr. Presidente de la República de disolverlas no debía computarse en el número de las disoluciones que el art. 81 de la Constitución le atribuye. Yo creo que la tesis mantenida en el preámbulo del decreto es perfectamente defendible; la creo exacta y la creo procedente, y agregaré, además, que, aparte las razones que en el preámbulo y en la exposición de motivos de este decreto se alegan, existen todavía algunas otras. Es una de ellas, en primer término, que en caso de que hubiera duda, no debería resolverse esta duda en el sentido de conceptuar que la disolución de las Cortes Constituyentes, las que habían votado la Constitución y establecido aquella limitación, debía tenerse en cuenta a los efectos del ejercicio de la prerrogativa presidencial, porque no era natural que las Cortes que habían impuesto la limitación la utilizaran como garantía para el mantenimiento de su propia vida. Es decir, que, a mi juicio, hay que entender que la limitación impuesta no debía regir para las Cortes que la impusieron, sino para las demás que las sucedieran.

Pero agregaré todavía otra razón, que me parece más decisiva y que creo habrá de parecer más convincente a la Cámara. Las Cortes ordinarias tienen un tiempo determinado de duración, transcurrido el cual automáticamente quedan disueltas, su misión queda terminada. Por consiguiente, el ejercicio de la facultad de disolver es potestativa por parte del Presidente, porque si el Presidente no disuelve, al llegar el término de los cuatro años las Cortes quedan disueltas. Ahora bien; las Cortes Constituyentes, ni por el decreto de convocatoria ni por ley alguna tenían plazo determinado de duración; tenían una misión asignada. ¡Ah! Entonces, ¿ qué había de ocurrir si las Cortes Constituyentes no se disolvían por su propia autoridad? ¿Es que habían de durar indefinidamente? Por consiguiente, claro está que en este caso el Presidente de la República, al disolver las Cortes Constituyentes, como lo hizo, por estimar que había terminado la misión especial que les confirió el decreto de convocatoria, no ejercitó una facultad potestativa, como lo hizo respecto de las Cortes ordinarias. Estas no podían durar más que los cuatro años; en las Cortes Constituyentes era siempre necesario un acto del Presidente de la República, que sólo podía evitarse en el caso de que las Cortes Constituyentes hubieran decidido por su propia autoridad disolverse. No es, pues, natural que un acto forzoso e inevitable se compute en la facultad de disolver.

El Sr. Prieto alegaba manifestaciones hechas en el curso de las Cortes Constituyentes. Yo he escuchado atentamente a S. S.; pero he de decir que, realmente, no me ha parecido desprenderse, ni de la proposición incidental a que ha hecho referencia, ni de las manifestaciones de la Comisión, ni de nada de lo que allí pasara, ningún criterio que pudiera servir para una interpretación del art. 81 y de los límites de la prerrogativa atribuida al Sr. Presidente de la República. (El señor Prieto: Pero si, según S. S., eso estaba claro, holgaban las disquisiciones.) A mí me parece claro; pero hay una discusión, y desde el instante en que S. S., que es persona de notoria inteligencia, tiene el criterio contrario, evidentemente es que se suscita la duda. Y, sobre todo, si estaba claro, ¿por qué ha de prevalecer la claridad que sostiene S. S. y no la tesis que sostengo yo? A mi juicio, está perfectamente claro que no debió computarse la disolución de las Cortes Constituyentes en el número de veces que el Sr. Presidente de la República puede ejercitar su facultad de disolver.

Pero yo le he decir a S. S. que con posterioidad a todo lo que se hiciera en las Cortes Constituyentes, después de disueltas las Cortes Constituyentes, hubo un decreto, el de 8 de Octubre de 1933, disolviendo las Cortes Constituyentes, como tales, no en función de ordinarias. Aquel decreto dice: “Se declaran disueltas las Cortes Constituyentes”; y en aquel decreto hay un preámbulo, una exposición de motivos, en que se razona perfectamente que aquella disolución no implica ejercicio, dentro de la limitación establecida en el art. 81, de la facultad de disolver atribuida al Presidente de la República. Y el hecho tiene una significación, porque este decreto va refrendado por el ilustre Presidente de la Cámara, D. Diego Martínez Barrio, y D. Diego Martínez Barrio presidía un Gobierno del cual formaban parte Ministros que pertenecían a los diversos grupos que hoy están representados en el Gobierno actual. Figuraban el Sr. Sánchez Albornoz, el Sr. Botella Asensi, el Sr. Iranzo, el Sr. Pita Romero, el señor Rico Avello, el Sr. Lara, el Sr. Guerra del Río, D. Cirilo del Río, el Sr. Barnés, el Sr. Gordón Ordás, el Sr. Pi y Suñer y el Sr. Palomo. Decía el Sr. Prieto: el refrendo en esta clase de decretos de disolución de Cortes es una especie de refrendo automático, que se hace por la fuerza misma de la ley, pero que no implica responsabilidad ninguna por parte de los Ministros que refrendan, ya que se trata del ejercicio de una facultad atribuida al Sr. Presidente de la República. Permítame S. S. que le diga que no estoy conforme. (El Sr. Prieto: Se lo permitimos el señor Pórtela y yo, que acaba de sostener la misma teoría.—Risas.) El art. 84 de la Constitución es en este punto terminante. Dice: “Los Ministros que refrendan actos o mandatos del Presidente de la República asumen la plena responsabilidad política y civil y participan de la criminal que de ella pueda derivarse”. Responsabilidad política y civil; por consiguiente, responsabilidad política de todas las declaraciones y manifestaciones hechas en la exposición de motivos del decreto y responsabilidad política de la parte dispositiva de este decreto, en el cual se establece que se declaran disueltas las Cortes Constituyentes. (El Sr. Prieto: Entonces, según la teoría de S. S. —y perdóneme esta interrupción— huelga el art. 81, que fija la responsabilidad del Sr. Presidente de la República.) No entiendo el alcance de la interrupción. (El Sr. Prieto: Que, según el criterio de S. S., huelga totalmente el art. 81 de la Constitución, que en este caso establece la responsabilidad personal, directa y exclusiva del Sr. Presidente de la República.) Perdóneme S. S. ¿Cómo va a holgar si las dos responsabilidades coinciden siempre? ¿Es que el refrendo ministerial excusa al Sr. Presidente de la República de la responsabilidad política, civil o criminal en que pueda haber incurrido? ¿Cómo puede decir S. S. una herejía de esta naturaleza? (El Sr. Prieto: La costumbre.—Risas.) Yo sostengo que todos los que refrendaron aquel decreto, como el Sr. Portela, y todos los Ministros que refrendaron el decreto de 7 de Enero de este año, asumieron la plena responsabilidad política de aquel decreto. (El Sr. Portela: Y así lo he dicho.) Perfectamente. Porque, aunque sea una facultad del Sr. Presidente de la República, evidentemente el Gobierno tiene siempre un camino, que es no aceptar el Poder y no refrendar los decretos, y desde el momento en que los refrenda, es evidente que no puede rehuir la responsabilidad que de ellos se derive.

Decía el Sr. Prieto que es necesario que exista por parte de todos los grupos seriedad en el mantenimiento de las manifestaciones que hayan hecho, y que los grupos de derecha tienen, respecto a este punto, hechas ya manifestaciones categóricas. Yo le diré a S. S. que mucho más importante que todas las manifestaciones que puedan hacerse en actos públicos, en periódicos, en conversaciones, en actos particulares, es la necesidad de estar conforme con los propios antecedentes legales, y que si unos hombres y unos partidos y unos gobernantes han contraído la responsabilidad de afirmar, solidarizándose con la tesis del Sr. Presidente de la República, que aquella disolución de las Cortes Constituyentes no consumía la facultad o la prerrogativa presidencial de disolver las Cortes, ello tiene que mantenerse después, porque, de otro modo, habría una contradicción evidente entre la tesis aceptada en el decreto y la tesis que se sustentara después. Por consiguiente, creo yo que por los propios textos legales, por el hecho de haber sido la interpretación que a estos textos legales da el decreto de 7 de Enero de este año, aceptada y refrendada por los dos Gobiernos que ocupaban el Poder en el momento de ser dictados estos decretos, sería absolutamente imposible hoy, sin ponerse en contradicción con ellos mismos, que mantuvieran, aprobaran y patrocinaran una tesis distinta de la que sirvió de base a aquellos decretos.

El Sr. Portela hablaba de que podía ser dudosa la cuestión, que podían suscitarse interpretaciones distintas, y digo yo: ¿sobre qué cuestión jurídica no pueden suscitarse interpretaciones? Aquí podríamos coger los textos del art. 81 de la Constitución y de los decretos publicados, y podríamos estar argumentando tesis diversas y contrapuestas, con fundamentos y con razones, que podrían dejar perplejo el ánimo de los que escucharan; pero yo sostengo que no se trata en este caso de una cuestión que deba debatirse como un mero pleito que se debate o se discute ante un Tribunal de Justicia y en que dos abogados aguzan el ingenio para buscar sutilmente la interpretación más conveniente del texto legal. Yo creo que no se trata de eso. Estamos, señores, ante un problema político, y tenemos que examinar este problema, no sólo desde el punto de vista de la interpretación legalista de determinados textos, de la Constitución o de los decretos, sino desde un punto de vista político, y tenemos que examinar cuáles son las consecuencias que en el orden político puedan tener las resoluciones que adoptemos.

En este punto, he de empezar por decir que me parece que la proposición del Sr. Prieto plantea un problema insoluble. El Sr. Prieto cree que, por medio de una proposición no de ley, el Parlamento puede decretar que es indisoluble y que ya el Presidente de la República ha agotado la facultad de disolver y que, contrariamente a las interpretaciones que han sido dadas en los dos decretos y refrendadas por personas que están todas ellas representadas en el Gobierno actual, no puede disolver más. Y yo digo: ¿ qué valor tiene el voto del Parlamento? A mi juicio, ninguno. En definitiva, no es que el Parlamento esté por encima de otros Poderes, ni otros Poderes encima del Parlamento. Cada uno tiene dentro de la Constitución su esfera de acción determinada, y cada uno es superior al otro dentro de la esfera de su propia competencia. ¿Qué facultad hubiera tenido, por ejemplo, el Parlamento anterior para resolver que no podía ser disuelto? ¿Hubiera tenido eso alguna eficacia? Absolutamente ninguna.

Aquí lo que ocurre, Sr. Prieto y Sres. Diputados, es lo siguiente. Hay una tesis, sentada por el Presidente de la República, que estima, acertada o equivocadamente, que le asiste todavía la facultad de disolver este Parlamento por no haberse agotado la prerrogativa que le concede el art. 81 de la Constitución. Si el Parlamento examina esta misma cuestión y resuelve lo contrario, ¿ qué es lo que pasa? Pues habrá dos interpretaciones distintas. El Presidente de la República estimará que puede disolver el Parlamento; el Parlamento dirá: no; el Presidente de la República ya no puede disolver. ¿Y cómo se resuelve esto? ¡Ah!, yo no sé siquiera si el Tribunal de Garantías podría resolverlo, porque no he visto precepto que lo decida de una manera taxativa y concreta; pero lo que sí digo es que en el orden político esto no puede tener más que una trascendencia: que, además de todos los conflictos y de todos los problemas actualmente planteados en España, se plantee un nuevo problema más de un conflicto entre dos poderes que se estiman cada uno asistido de la razón y amparado por la autoridad de un precepto constitucional. Por eso yo, cuando se habla del criterio que podían haber adoptado las derechas u otros partidos en orden a este problema, digo: no, no. ¡Si yo creo que en definitiva no tenemos que resolver siquiera la legalidad o la procedencia del razonamiento contenido en los decretos, sino que tenemos que examinar nuestra propia competencia para decidir esto!

El Sr. Prieto decía: Yo creo que hubiera sido más discreto que el Sr. Presidente de la República no hubiera razonado en sus decretos la subsistencia de su facultad. Sobre todo, hubiera sido más cómodo, porque como no hubiera existido el refrendo ministerial, en este caso la cuestión estaría íntegra para poder ser debatida en el Parlamento. Pero si el Sr. Prieto encuentra mal que el Presidente de la República afirme en los decretos la subsistencia de su facultad para disolver, ¿por qué el Parlamento, que es la otra parte interesada, ha de tener autoridad para resolver sobre el mismo problema? La misma, exactamente la misma, que pudiera tener el Sr. Presidente de la República. Por eso, cuando se ha planteado aquí esta proposición, yo no sé si hubiera sido procedente incluso el que se presentara otra de no ha lugar a deliberar, porque en definitiva es evidente que no es el Parlamento, y sobre todo en una proposición no de ley, el que puede resolver problemas de esta magnitud, de esta importancia. En otra clase de problemas es el Tribunal de Garantías el que resuelve los conflictos jurisdiccionales entre poderes distintos. En este caso, tengo mis dudas, porque faltaría para que fuera recurrible la resolución del Parlamento que tuviera el carácter de ley; para que pudiera anularse la tesis sostenida en el decreto de disolución de Cortes, que tuviera también la consideración de ley o que estuviera comprendido en el art. 65 u 80 de la Constitución, que se refieren a los decretos a los cuales la ley del Tribunal de Garantías considera como recurribles por asimilarlos a las leyes.

Consecuencias jurídicas de esto: el que se plantee un conflicto jurisdiccional de solución difícil que no puede tener consecuencia ninguna beneficiosa y que podría tenerlas de extraordinaria gravedad.

Pero, además, hay otra consideración de orden político, que es la siguiente: Si las Cortes deciden que la disolución acordada en el decreto de 7 de Enero último es segunda disolución, viene después la discusión relativa a si ha habido necesidad o no de disolver las Cortes. El Sr. Prieto decía: “Yo no sé cuál va a ser la posición en orden a este problema”. Pues, sin embargo, éste es el punto más importante. Evidentemente pasará una de estas dos cosas: o se acordará que ha habido necesidad de disolver las Cortes anteriores, y en este caso el Sr. Presidente de la República sigue, o se acordará que no había necesidad, y en este caso ello implica la destitución fulminante del Presidente de la República.

Si se acordase la destitución fulminante del Presidente de la República, a mi juicio, aunque no existieran todas las consideraciones de orden legal que he alegado, habría bastante con esta consecuencia para que me pronunciara en contra de la proposición del Sr. Prieto. Porque no creo que pueda haber discusión de ninguna clase sobre la conveniencia de que el Presidente de la República, que representa un elemento que ha de estar por encima de las luchas de los partidos en España… (Rumores.—Un Sr. Diputado: Debía estar.) Perdone S. S. Su señoría podrá estimar que el actual no está por encima de las luchas de los partidos en España, pero yo pregunto, para que lo contestéis con plena objetividad, sin preocupaciones ni prejuicios de ninguna clase: ¿Creéis vosotros que el momento actual, evidentemente pasional, de lucha enconada entre unos y otros, es el momento adecuado para plantear una lucha presidencial en la cual se elegiría a un hombre que podría representar a una fracción o a un grupo, pero que, evidentemente, no reuniría la condición de estar por encima de los grupos políticos distintos? Es indiscutible que el planteamiento de una elección presidencial en el momento presente representaría, con muchas probabilidades, la elección de una persona que constituiría la seguridad de una perturbación permanente durante todo el tiempo de su mandato. (Rumores.)

Pero si no se hace así y se considera que realmente ha habido necesidad de disolver las Cortes y continúa el Presidente actual, yo en este caso consideraría también absolutamente inconveniente la proposición del Sr. Prieto, porque si ha de seguir, que siga con plena autoridad, sin mermarle las prerrogativas, sin convertir esta Cámara, haciéndola indisoluble, en una Convención que se sitúe por encima de todos los Poderes. Y eso tiene importancia mayor, porque en España —muchos de vosotros lo habéis lamentado otras veces— existe el sistema unicameral, que impide que la legislación y la actuación de una Cámara pueda ser controlada por otra. Hay una intervención constante y necesaria de la Presidencia de la República, y es evidente, por lo tanto, que ha de procurar dotársele de todas aquellas condiciones indispensables para que pueda ejercer su cargo con plena autoridad, con plena dignidad, sin merma alguna en sus prerrogativas. (El Sr. Prieto pide la palabra.)

Por todas estas razones jurídicas, políticas y de toda clase, yo creo, Sres. Diputados, que el Parlamento español no puede ni debe votar la proposición presentada por el Sr. Prieto.

SIGUE INDALECIO PRIETO,

COMO PRIMER FIRMANTE

DE LA PROPOSICIÓN NO DE LEY

El Sr. PRESIDENTE: El Sr. Prieto tiene la palabra para rectificar.

El Sr. PRIETO: He de recoger brevemente, Sres. Diputados, las manifestaciones que han hecho, comentando o respondiendo a la proposición formulada por la minoría socialista, los señores Portela Valladares y Ventosa.

No necesitaré mucho esfuerzo para evidenciar a la Cámara que el Sr. Ventosa ha discutido ya sobre el fondo del problema en el cual deliberadamente no he querido ni quiero entrar, porque entonces sí que infringiríamos lo establecido reglamentariamente respecto a la tramitación que ha de llevar este asunto. Me interesa de momento afirmar, con respecto a esta parte del discurso del Sr. Ventosa, que S. S. ha estado discurriendo absolutamente fuera de la Constitución, como si la Constitución no existiera para S. S. La conclusión política a que ha llegado S. S. está perfectamente destacada en sus palabras, a saber: es un peligro provocar la destitución o la dimisión del Presidente de la República, porque el momento actual no es el más adecuado, por el grado de apasionamiento que su señoría atribuye a este instante, para elegir nuevo Presidente de la República, lo cual quiere decir simplemente, Sres. Diputados, en la interpretación vulgar que voy a dar, que sólo es posible una elección de Presidente de la República cuando preponderen los elementos que son afines al Sr. Ventosa. (Rumores de aprobación.) Así interpreto las palabras de S. S.

He escuchado con atención repleta de curiosidad a S. S., porque no se me ocultaba que su señoría daba ocasión en estos momentos a la Cámara y al país de que conocieran públicamente un informe luminoso, como todos los suyos, que S. S. había dado en órbita más reducida. Aun cuando el Sr. Portela Valladares ha repartido de manera equitativa entre S. S. y yo la interpretación de sus palabras —las del Sr. Portela—, de este Sr. Diputado hay que destacar, valorándola, la siguiente afirmación: que él, y con él la agrupación que acaudilla, se somete al fallo que las Cortes den. (El Sr. Portela Valladares: Conforme con el art. 81.) Naturalmente, con arreglo al art. 81, que, así como el 82, el Sr. Ventosa suprime. Lo que nosotros hacemos ahora, Sr. Ventosa, no es sólo ejercer un derecho, sino cumplir un deber. Es la Constitución la que exige al Parlamento —exige, éste es el verbo— que examine y resuelva sobre el decreto del Presidente de la República en la segunda disolución de Cortes durante su mandato, y lo que nosotros queremos aclarar, también en ejercicio de un derecho y en cumplimiento de un deber, es si la disolución que estamos examinando es la primera o la segunda.

Pero S. S. elimina el problema totalmente y, al eliminarlo, elimina también el procedimiento para abordarlo. Y esto es en lo que no podemos coincidir S. S. y yo. Su señoría, hábil, experto político, ha querido sacar una conclusión; ésta: en el decreto de Octubre de 1933 hay consideraciones en el preámbulo que insinúan o afirman que aquella disolución es no computable. En aquel Gobierno estaban representados tales o cuales elementos, luego todos ellos son solidarios de semejantes afirmaciones. Con más discreción, a mi entender, el Sr. Portela ha quebrado, ha parcializado esta responsabilidad y nos ha dicho: el Gobierno es solidario de la responsabilidad en la resolución, pero el Sr. Presidente de la República es enteramente libre para exponer los motivos en que funda la resolución, de la que yo soy entera y exclusivamente responsable.

El Gobierno, ni el de 1933, ni el de 1936, ha refrendado las manifestaciones que, en uso de libérrima potestad, ha consignado el Sr. Presidente de la República. Luego —quiero prescindir del adjetivo, pero no encuentro otro en el momento— no es lícito fundamentar el decreto de Enero de 1936 en el supuesto asentimiento de todos aquellos grupos políticos representados en el Gobierno de 1933. Y cuando hay una responsabilidad puramente personal, como en este caso, perfectamente personificada por la Constitución, no se tiene que expandir, no hay por qué buscar solidaridades, que en todo caso, ante la magnitud de la responsabilidad y ante el volumen de la resolución, son excesivamente secundarias.

¿Cómo llegamos a la resolución de este problema, Sr. Ventosa? ¡Ah!, la resolución es clara, dejando aparte aquello que S. S. no ha hecho más que apuntar, porque, naturalmente, no podía tener ninguna fortaleza el argumento de que un organismo como el Tribunal de Garantías viniera a mediar en esta cuestión. Su señoría condensa su posición en el problema con estas preguntas: ¿Qué sucede? ¿Qué se hace? ¿Qué ocurre si chocan dos potestades, la del Parlamento y la del Sr. Presidente de la República? Yo le doy a su señoría la respuesta: ha de subordinarse, como es su deber y le obliga su lealtad, el Sr. Presidente de la República a la voluntad del Parlamento.

El Sr. VENTOSA: Pido la palabra.

El Sr. PRESIDENTE: La tiene S. S. para rectificar.

El Sr. VENTOSA: Dos palabras nada más. El Sr. Prieto tiene un curioso concepto de la extensión del refrendo ministerial y de la responsabilidad que este refrendo impone, y distingue entre la exposición de motivos y la parte dispositiva. (El Sr. Prieto: Ha distinguido el Sr. Portela.) Yo discuto con S. S. en este momento. (El Sr. Prieto: Agradezco la preferencia, pero necesito el refuerzo.—Risas.) Su señoría no necesita refuerzo alguno; pero si el Sr. Portela se sumara a la teoría de S. S., yo lo que combato es la teoría, no la persona.

En definitiva, un decreto es un conjunto orgánico, y en él no se puede separar la exposición de motivos de la parte dispositiva; si no será de una perfecta incongruencia. La firma aparece al pie del decreto y, por tanto, cubre con su responsabilidad, acompaña con su responsabilidad, la responsabilidad del Sr. Presidente de la República. Por consiguiente, mi conclusión era que no era posible, empleando el mismo adjetivo que el señor Prieto diría que no era lícito, el aceptar en el momento del refrendo una tesis respecto al no cómputo de una disolución en el ejercicio de la prerrogativa presidencial, y después impugnar esta misma tesis en un voto del Parlamento, cuando se tratara de enjuiciar respecto al ejercicio ulterior de aquella facultad.

Esta es la situación. En cuanto a lo demás, he insinuado el Tribunal de Garantías porque me parece, realmente, que, con arreglo a nuestra Constitución, sería, en definitiva, siempre que se adoptaran los trámites procesales pertinentes, el único que podría resolver el conflicto. Porque lo de afirmar que en caso de conflicto el Presidente de la República tendría que someterse al voto del Parlamento, irá muy bien para recoger los aplausos de los amigos de S. S., pero es cosa que no está conforme con la Constitución de la República española. (Muy bien.)

El Sr. PRIETO: Pido la palabra.

El Sr. PRESIDENTE: La tiene S. S. para rectificar.

El Sr. PRIETO: En media docena de palabras voy a resumir mi respuesta al Sr. Ventosa. Dice el párrafo cuarto del art. 81 de la Constitución: “En el caso de segunda disolución, el primer acto de las nuevas Cortes será examinar y resolver sobre la necesidad del decreto de disolución de las anteriores”. Si el camino a seguir fuese el indicado o insinuado por el Sr. Ventosa de que resolviera el conflicto el Tribunal de Garantías, ¿cómo hace compatible S. S. semejante tramitación con la obligación de que el primer acto de estas Cortes será el de examinar y resolver sobre la necesidad del

decreto de disolución de las Cortes anteriores?

El Sr. VENTOSA: Pido la palabra.

El Sr. PRESIDENTE: La tiene S. S. para rectificar.

El Sr. VENTOSA: Su señoría invoca el párrafo último del art. 81 de la Constitución diciendo que el primer acto de las Cortes nuevas tendrá que ser examinar el uso que haya hecho el Presidente de la República de esta facultad. Esto es cuando sea evidente que ha habido dos disoluciones. (Rumores.—El Sr. Prieto: ¡Pues a eso vamos!) Si ha habido una o dos disoluciones, es cosa que no la puede resolver el Sr. Presidente de la República ni el Parlamento, y, por consiguiente, digo que el único organismo que, con arreglo a nuestra Constitución, pudiera resolver el conflicto, en caso de producirse, sería el Tribunal de Garantías.

Llamo la atención de S. S. sobre esto. Imagínese S. S. que se vota su proposición y que después se acuerda que no ha habido necesidad de disolver las Cortes y que el Sr. Presidente de la República, entendiendo que su prerrogativa no puede ser mermada por el voto de un Parlamento que está interesado en que no se le disuelva y que, por consiguiente, no puede ser juez respecto a la facultad de su propia disolución (Rumores.), no aceptara este voto de las Cortes. En este caso no habría más que una solución: la del art. 82 de la Constitución, o sea dar un voto de censura al Sr. Presidente de la República, o, si no se acudía a este medio, someter el caso, por los trámites legales y procesales procedentes, al Tribunal de Garantías, que es el único organismo competente.

El Sr. CARRASCAL: Pido la palabra.

El Sr. PRESIDENTE: Se suspende esta discusión.”

Previo anuncio de la Presidencia, prometieron el cargo de Diputado los Sres. Marín Lázaro, Cornide y Adanez (D. Germán).

Continuando la discusión, dijo

El Sr. PRESIDENTE: ¿Aprueba la Cámara la proposición presentada por el grupo parlamentario socialista y defendida por el Sr. Prieto?”

Por suficiente número de Sres. Diputados se pidió que la votación fuera nominal.

Verificada en esta forma, quedó aprobada la proposición por 181 votos contra 88, según consta en las siguientes listas:

El Sr. PRESIDENTE: Orden del día para el próximo martes:

Discusión y resolución sobre el caso previsto en el último párrafo del art. 81 de la Constitución.

En cumplimiento del párrafo segundo del artículo 106 del Reglamento, para la debida garantía, no cabrá tratar del asunto sino anunciando su planteamiento con antelación de tres días, citación general y señalamiento de la hora en que el debate ha de comenzar. La antelación de tres días deberá estimarse como tres días naturales.

La convocatoria se hará para el próximo martes, se realizará citación general especial, y la hora en que el debate ha de comenzar, aun cuando ha de hacerse constar en la convocatoria, será la de las cinco de la tarde.

Se levanta la sesión.”

Eran las once y veinte minutos

Por la transcripción

Julio Merino

Nota: El primero que rechaza abiertamente la “Dictadura parlamentaria” es don Julián Besteiro, porque según él, es la peor de todas las Dictaduras… y esa es justamente la que hoy está colando por la puerta de atrás el pistolero, tahúr y sibilino Sr. Sánchez Pérez-Castejón, el bisnieto del General franquista don Antonio Castejón Hermosilla.

Autor

Julio Merino
Julio Merino
Periodista y Miembro de la REAL academia de Córdoba.

Nació en la localidad cordobesa de Nueva Carteya en 1940.

Fue redactor del diario Arriba, redactor-jefe del Diario SP, subdirector del diario Pueblo y director de la agencia de noticias Pyresa.

En 1978 adquirió una parte de las acciones del diario El Imparcial y pasó a ejercer como su director.

En julio de 1979 abandonó la redacción de El Imparcial junto a Fernando Latorre de Félez.

Unos meses después, en diciembre, fue nombrado director del Diario de Barcelona.

Fue fundador del semanario El Heraldo Español, cuyo primer número salió a la calle el 1 de abril de 1980 y del cual fue director.
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