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Hace poco, le preguntaban a Mingote (Sitges, 1919) si, in illo tempore, era difícil luchar contra la censura:
Bueno, pues no sé, ya no me acuerdo si era difícil. El caso es que yo creo que todos nos censurábamos un poco a nosotros mismos. De modo que sabíamos cuales eran nuestros límites y nos ateníamos a esto. Qué remedio ¿no? La censura no ha acabado. Claro, no acaba nunca. De alguna manera hay censura hoy también.
También hace poco, también en ABC, Juan Manuel de Prada (Baracaldo, 1970) consideraba la pervivencia de la censura:
La cruda verdad es que las muy sibilinas formas de censura siguen vigentes. De estos asuntos, que constituyen el verdadero cáncer de nuestra Prensa, de este sometimiento de la verdad periodística a la confabulación de los poderosos, que utilizan la información para poner y quitar reyes o para convertirse ellos mismos en reyes, debería hablarse más. Pero no se habla. Resulta más socorrido y facilón recordar aquellos tiempos remotísimos en que la censura estaba organizada como un departamento burocrático. En cambio de las plurales censuras que nos asedian con su vuelo de fantasmas no se dice nada.
Quiero decir que la censura directa y burocrática, descrita en la cuarta de las ocho acepciones que al término censura dedica el Diccionario de la Real Academia (Intervención que ejerce el censor gubernativo), ha desparecido; pero que la censura in genere supervive en sus otras siete acepciones, bajo formas implacables y sutiles, como las que se describen en El negocio de la libertad, de Jesús Cacho (Foca, Madrid, 1999)
Quiero decir que no cabe simplificar y que, a pesar de lo que diga el articulo 20.2 de la Constitución, hay una censura previa e inmanente (censura invisible), en cuanto que, semánticamente, censura es enjuiciamiento, el periodismo es una censura de la realidad y el director del periódico está revestido de un derecho de veto, sobre el que revoltean los fantasmas avizorados por Juan José de Prada.
La censura directa y burocratizada ha sido estudiada minuciosamente (Justino Sinova, “La censura de Prensa durante el franquismo”, Espasa Calpe, Madrid, 1989) y en su variada tipología hay innumerables lances torpes y grotescos, como el del funcionario de la censura de Prensa del franquismo (un pobre censor, cabría decir) que inflige dos gruesas tachaduras a un articulo, destinado a su publicación en el diario Arriba y escrito por el propio Francisco Franco.
Esto sucedió en 1947 y yo tengo la prueba
Franco, defensor del laborismo
Franco escribió en el diario Arriba con tres seudónimos: Hispanicus para los temas nacionales; Macaulay para los temas internacionales y Jakin Boor para los temas de masonería. En el tiempo que ahora recuerdo, los artículos llegaban al director por medio del Ministro de Educación, Ibáñez Martín, de quien entre 1945 y 1951 dependió la Prensa y, por ende, la censura, orgánicamente situadas en la Subsecretaria de Educación Popular y políticamente adscritas a los demócratas cristianos, según el juego de las familias del Régimen.
Teóricamente, el conocimiento de la singular colaboración de Franco quedaba limitado al director; pero otros, incluso yo, que era un meritorio distinguido, estaban en este secreto relativo. Los artículos venían mecanografiados en papel de mucho cuerpo, corregidos por la mano del autor, con su conocida caligrafía, que, si no hubiera otras pruebas, garantizaba la procedencia. Y, lógicamente, tanto en la composición como en el repaso, se ponía un cuidado exquisito. Un linotipista de elite los componía y, luego, se hacia una doble corrección. Finalmente, rutinariamente, para no dar pistas, con todas las galeradas del periódico, los artículos se sometían a Montesquinza; es decir a la censura, que tenía la oficina en la calle de aquel nombre.
Así, en la madrugada del 26 de agosto de 1947, se envió a la censura un articulo titulado “Serenidad”, en el que, ante la crisis económica de la Gran Bretaña, Franco, con el seudónimo de Macaulay, salvaba de responsabilidad al laborismo en estos términos: El pretender achacar a los errores laboristas todas las desgracias de la nación británica constituye para nosotros una injusticia y un lamentable error. Ni las formulas conservadoras servirían para nada en la presente ocasión ni es el orden capitalista el que puede salvar a la Gran Bretaña en la hora su desgracia.
Pase salvo lo tachado
El argumento no podía ser más llamativo, habida cuenta de que el laborismo británico estaba encasillado en el antifranquismo más típico. Por eso el censor, un funcionario nocturno, ignorante de quien era Macaulay, tomó su lápiz rojo y tachó dos párrafos. Precisamente estos dos:
Si [la Prensa] obedeciera a consignas y directrices de Gobierno, como fuera de las fronteras se nos achaca, desde luego, no aparecerían esas frases de alabanzas y de consideración a quienes, con motivo, podríamos encasillar en el número de nuestros enemigos.
Por ello, si nos parece torpe la política desarrollada por el laborismo en momentos de tan graves crisis económicas, más grave nos parece que, a pretexto de intentar defender una economía, se prenda echar sobre un partido la responsabilidad integra de una situación, engañando al país con la ilusión de que un cambio de política pueda resolver la crisis y hacer la felicidad de los británicos.
La galerada regresó con los dos párrafos tachados, con dos sellos de Pase salvo lo tachado y otro de registro, en el que se puede leer la hora de entrada (2.30), la hora de salida (3.45) y una clave (11.P), que, seguramente, identifica al funcionario. Aunque yo todavía no había ingresado en plantilla (era colaborador fijo), estaba plenamente integrado en la Redacción y no tuve dificultades para apropiarme de la galerada, que, desde entonces, está en mi archivo como pieza muy curiosa.
Ni que decir tiene que el artículo se publicó íntegramente. Hay que suponer que el censor acabaría enterándose de quien era Macaulay (Thomas Babington Macaulay, 1800-1859, historiador y político inglés), secreto que hizo público Pedro Rodríguez, en su crónica política de Interviú (3 de marzo de 1982) del modo siguiente:
Hace años, muchos, Franco, Jefe de Estado, escribió un artículo para “Arriba” con el seudónimo de Mac Aulay. El periodista Enrique de Aguinaga conserva las galeradas en la que un censor de Arias-Salgado -padre, por supuesto- se cargó con lápiz rojo toda una extensa parrafada de don Francisco por peligrosa –se supone- para el Régimen.
Quedan, como sugerencias, el estudio de los artículos de Franco en Arriba (posible tesis doctoral), el porqué del seudónimo Macaulay, el examen de las relaciones hispano-británicas en aquel tiempo, el análisis de la defensa del laborismo, la matización de la crónica de Pedro Rodríguez, que confunde a José Ibáñez Martín con Gabriel Arias–Salgado, y la caracterización democristiana del periodo 1945-1951.
Pero esas (Ruyard Kipling dixit ) son otras historias
Enrique de Aguinaga
Decano de los Cronista de la Villa
Catedrático emérito de Periodismo, UCM.
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