02/05/2024 10:50
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Ante las defecciones y carencias de la Monarquía actual y los equívocos comportamientos de sus representantes, la duda razonable es si España ha de continuar con una dinastía borbónica encarnada en Felipe VI y sucedido por la infanta Leonor o si debe elegir la dinastía alternativa u otra forma de organización política.

Aunque ciertamente en nuestra actual Constitución la Monarquía aparece en el Artículo 1 del Título Preliminar, también es cierto que figura desplazada al punto final, el 3, tras los dos que se encargan de puntualizar, respectivamente, que «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho», y que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado».

Quiere esto decir que la Monarquía, como mera forma política del Estado que es, resulta una institución accesoria en relación con las dos columnas en las que se basa nuestro sistema constitucional, y que los españoles pueden modificar dicha forma política, en caso de acordarlo mayoritariamente, sin traumas especiales, sólo suprimiendo el Título II al completo, cuyo contenido se refiere a la Corona.

Porque el caso es que nos hallamos con una Monarquía a la que sólo un puñado de irreductibles entusiastas o de monarquistas contumaces valoran por sí misma. Mientras que, aparte de éstos, la mayoría de los que aún la aceptan lo hacen como mal menor, por lo que simboliza y por lo que de estabilidad puede aportar en ciertos períodos críticos. Algo que no se produce en las actuales circunstancias, con un Rey -y con su antecesor- que desdeña su corona y los esplendores de su oficio para dedicar su vida política a humillarse ante los hampones y encamarse con la golfería más conspicua del reino.

Es cierto que, en general, las monarquías han dejado de ser lo que eran y lo que significaban, y ahora sólo se eligen o consienten si la ciudadanía ve en ellas algún provecho. La democracia, un sistema político siempre imposible y a menudo impreciso, cuando no absolutamente falseado y corrompido, ha acabado o está a punto de acabar con esta particular forma política del Estado, porque las tendencias del siglo, orientadas por el capital-socialismo, convierten en ironía o en sarcasmo algo que ha quedado como melancólica entelequia y que ya lleva tiempo siendo sustituido por las elites plutocráticas.

Ahora, los propios reyes abdican de sus prerrogativas regias y de su ilustre responsabilidad para integrarse en la mesa redonda de los nuevos demiurgos, soberanos sin linaje, con la plebeya esperanza de ser uno más entre iguales. De ahí que sólo un pacto social veraz y prudente, asumido por los ciudadanos y respetado por sus políticos y por su jefe de Estado, enfocado al legítimo progreso, a la libertad y al amor de la patria, pueden hacer viable esta estructura sintáctica de utilidad dudosa que denominamos «monarquía democrática».

Sólo así nos puede servir constitucionalmente. Pero a la vista está que, por culpa de montescos y capuletos -políticos, plutócratas globalistas y monarcas-, este pacto, que en su día se introdujo con calzador en los consensos preconstitucionales, ha resultado estéril. Peor aún, nocivo y desleal a la nación. En nuestra particular situación, la democracia es una celada que tiene atrapados a los españoles desde hace cuarenta y cinco años. Ni los políticos han dado otro tema a los cronistas que los de su traición y corrupción, ni los monarcas -que han aceptado ser «irresponsables»- han sabido, a cambio de su vida cómoda y negligente, es decir, inútil, comportarse con ejemplaridad. Unos y otros, como digo, lejos de ser un compendio de ética para el resto de los españoles, han demostrado no estar a la altura de la época ni de la nación.

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Y no será porque no se les ha dado pluses de confianza. Una y otra vez se les ha perdonado lo imperdonable, hasta el extremo de haber con ello renegado el pueblo de su soberanía, para oprobio de la propia sociedad. Golpes de Estado, veleidades eróticas, dejación de deberes, ventajismos, corrupciones y crímenes de todo tipo, incluidas las gravísimas y permanentes traiciones a la patria, han protagonizado nuestras crónicas contemporáneas sin que a ningún figurón se le haya caído la cara de vergüenza.

De este modo, ante la incapacidad de las instituciones de hacer frente a la crisis, mejor dicho, ante su empeño en destruir a la nación, y ante la hipócrita deshonestidad de sus representantes, que no dejan de jactarse y enriquecerse mientras millones de españoles se empobrecen y desesperan, las exhortaciones de los instalados a la convivencia y a la generosidad suenan a puro y duro cinismo; y, por otra parte, las invocaciones al rescate de la nación por la Monarquía, más nos parecen producto del complot y de la ignorancia que fruto de la razón.

No sólo está desnudo el Rey; aquí la inmensa mayoría de nuestros estamentos oligárquicos están desnudos y sucios, por eso no cejan en sus intentos de taparse y blanquearse. Pero es al jefe de Estado y a su Corona, por ser el último dique -al menos moral- capaz de contener el desplome de nuestra gran nación, a quien, tras sus enésimas concesiones a Sánchez y a sus cómplices, le corresponde asumir las críticas y apercibirse de las interrogaciones respecto a si es o no necesaria y beneficiosa su existencia política.

Porque está llegando el momento en que de nada va a servir a esa Corona el respaldo incondicional de un séquito de amistades o de estómagos agradecidos. Esos empresarios, políticos, jueces o informadores próximos al influyente resplandor de la Zarzuela, tampoco podrán remediar la catástrofe. Lo que en su día fue una disculpa sin precedentes, «lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir», palabras pronunciadas por el emérito Juan Carlos I tras su calamitosa cacería de elefantes en Botsuana, es hoy sólo una anécdota, aunque reveladora del turbio conjunto cortesano en el que se desarrollaron y en el que se siguen desarrollando escándalos graves y diversos.

Más allá de que hubo algunos que con chispa se preguntaron si «cuando el Borbón dice que no volverá a ocurrir: ¿se refiere a que no volverá a hacerlo o a que no volveremos a enterarnos?»; y más allá de que aquel día algunos miembros del servicio de seguridad – aplaudidos y jaleados por los partidarios de la Familia Real allí congregados- se unieron a la Policía para zarandear y reducir a un anciano ataviado con los colores rojo y gualda que solicitaba la «dimisión del Rey», lo que resulta indudable es que aquella petición de perdón, escenificada ante los medios de comunicación estatales y entendida por muchos como el resultado de la presión social, es decir, socialcomunista, se grabó en un vídeo de apenas 30 segundos en el que se veía a Don Juan Carlos con gesto desconcertado, y sostenido por dos soportes ortopédicos.

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Una imagen que, si siempre ha sido bochornosa, es hoy reveladora, por significativa. Porque como pudo contemplarse entonces, también ahora se halla la Monarquía tambaleante y sostenida por muletas. El caso es que resulta razonable interrogarse si nuestra Monarquía, en la actualidad, sirve de algún provecho a la patria y si está en sintonía con lo que el pueblo español espera y necesita de ella. Si un rey cae tan bajo que las mismas ratas toman por cama su corona, eso significa que su suerte está próxima a cambiar, puesto que ya no puede degradarse más. Un rey así es sin duda digno de desprecio y despido.

La valoración de la monarquía, por culpa de sus dos últimos protagonistas, ha bajado en picado en el transcurso de las últimas décadas. Si se hiciera una encuesta entre los españoles para saber su reacción ante la falsa noticia de la dimisión del Rey, nos encontraríamos que en la respuesta muy pocos se mostraban sorprendidos, y no pocos incluso la escucharían aliviados. La población empieza a comprender que no son sólo los nombres los que fallan, que lo que falla es el Sistema y que en estas circunstancias se ha de exigir la modernización de la ley fundamental del Estado y la purificación de sus organismos.

Lo evidente es que, como el resto de las instituciones, también la Monarquía atraviesa un dilatado período de crisis. No se trata de dinamitar nada, pero cada vez son más los españoles que consideran que el Rey no se muestra a la altura que reclaman los tiempos y que tanto él como la Casa Real están bajo sospecha.

Las monarquías actuales, incluso las más democráticas, son un arcaísmo que, a veces, resulta conveniente mantener, aunque el sentido común reclame para ella el estatuto de la paradoja. Pero hoy, con una democracia espuria, con unas regiones turbulentas, con unas fronteras permanentemente asaltadas y con una Monarquía endeble y predispuesta a la infección de la antiespaña, es lógico, como digo, preguntarse si tenemos que seguir alimentando a conductores desleales o tullidos.

En esta hora crítica, España no puede permitirse el lujo de dejarse guiar por cocheros incompetentes o por cabecillas extraviados hasta el extremo. El conductor -o conductores- que España necesita tiene que ser de acero, e investido de un transparente amor a la patria y de una clarividente idea de lo que ella es y representa.

Autor

Jesús Aguilar Marina
Jesús Aguilar Marina
Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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Ramiro

Todos slos días me levanto monárquico, por aquello de la esabilidsad, etc., pero me acuesto republicano, vista la total inacción de la Institución, su cobardía y pasotismo, etc.

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