17/05/2024 07:25
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Juan Jacobo Rousseau sería un hombre nefasto, pero debemos reconocer que no erró en absoluto cuando tituló su libro El contrato social. Aupada al poder gracias a los avances técnicos que propiciaron la industrialización, la nueva clase dominante desde 1789, la burguesía del mundo de los negocios, poco a poco iría imponiendo su particular weltanschauung sobre el resto de la población; de este modo, no es de extrañar que, a juicio de los ilustrados liberales, las comunidades humanas dejaran de estar vinculadas por lazos históricos, culturales y de sangre para limitar su convivencia a unos acuerdos más propios de mercaderes. Todavía hoy es muy habitual escuchar, especialmente en las crisis económicas más graves, que el contrato social se ha roto cuando los recortes presupuestarios se aplican sobre los sectores más desfavorecidos y peor posicionados sobre el tablero de la sociedad de clases, la misma que, según sus partidarios, permite escalar socialmente a quien se lo propone, esfuerza y lucha por ello. Lo curioso de este contrato social es que a todos se nos viene dado firmado cuando nacemos, es más, en ningún momento de la vida lo firmamos; no obstante, nunca faltarán defensores a ultranza de esta concepción contractualista de la existencia que insistan en que con nuestros actos lo legitimamos a diario, como si la alternativa a negarse a pagar impuestos no fuera la de ser un paria y morir en la más absoluta indigencia.

Por supuesto, este contractualismo de la existencia humana no se limita a los aspectos económicos. Hace tiempo que abarcó las esferas más íntimas a la vez que importantes de nuestra especie, como ocurre con los vínculos familiares. Tras décadas denostando el matrimonio como una institución reaccionaria y opresora, los progres herederos de los ilustrados liberales cambiaron el discurso e insistieron en que en realidad era un contrato y el sexo de los firmantes de dicho acuerdo no debía suponer ningún problema a la hora de contraerlo. Obviamente, desde esta perspectiva no le falta razón a la amiga de Irene Montero que desde el Ministerio de Igualdad alega que los convivientes en una misma vivienda, aunque el único vínculo que tengan en común sea compartir un techo por diversas circunstancias ajenas a su voluntad, también deben considerarse una unidad familiar. Si la familia queda reducida a un contrato cuya única justificación sea la voluntad de las partes, no sólo deberían ser familia los desconocidos que de la noche a la mañana se ven compartiendo vivienda con unos extraños, también deberían serlo todos aquellos que deseen unirse en un contrato matrimonial si así lo desean y con independencia del número de contrayentes o de su sexo, por lo que el autoproclamado Gobierno más progresista de la Historia está tardando en impulsar los cambios legales oportunos que supongan una traba para legalizar la poligamia; a fin de cuentas, como dicen las también autoproclamadas generaciones más preparadas de la Historia, los tiempos cambian y estamos en el siglo XXI, así que no debería existir ninguna traba para que cinco hombres y cinco mujeres puedan contraer matrimonio entre todos ellos y considerarse una unidad familiar si es su deseo, algo que perfectamente encajaría con el modelo contractual de familia cuyos pilares sean la voluntad y los sentimientos.

Lo cierto es que de este tipo de relaciones humanas justificadas por vínculos contractuales ya nos advirtió la conocida sitcom The Big Bang Theory, donde su protagonista, el estrafalario Sheldon Cooper, tenía un contrato de amistad de múltiples clausulas con su compañero de piso y otro contrato de noviazgo con su pareja sentimental. Lo que ocurre es que el mundo real es algo muy diferente a una serie de televisión y, aunque nos echemos unas risas viendo que la clausula del contrato de amistad obliga a llevar al dentista o que otra clausula del contrato de noviazgo conlleva una cena cada cierto tiempo, lo cierto es que en la vida real no es tan divertido ver las consecuencias de una sociedad sin vínculos sólidos entre sus miembros, como delata el número de divorcios y pleitos judiciales por la custodia de los hijos y las pensiones de turno. No obstante, es posible que al modelo contractual de convivencia le queden los días contados; a fin de cuentas, los contratos conllevan obligaciones y no sólo derechos, mientras que cada vez es más habitual que las relaciones de todo tipo sean más frívolas debido a que la gente sólo quiere disfrutar de sus ventajas pero no de los inconvenientes; y no quepa la menor duda que algún día pretenderán vendernos desde el mismísimo Estado progre y liberal que el mundo descrito por Aldous Huxley en su novela Un mundo feliz será la culminación evolutiva del ser humano, si bien será un mundo donde incluso los llamados hoy ‘modelos alternativos de familia’ serán una reliquia de un pasado juzgado como oscuro y tenebroso. Y, sinceramente, antes que vivir en ese mundo plagado de individuos sin identidad de ningún tipo, drogados y prácticamente sin libre albedrío, más cercanos a las máquinas que al hombre, es preferible morir abrasados en el holocausto nuclear que profetizan los medios de manipulación masivos del globalismo.

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Gabriel Gabriel
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