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Así pretenden autoproclamarse los hombres sin patria (el internacionalismo), que desconociendo la suya propia, se desligan de sus deberes patrios, con el especioso pretexto de que el hombre es ciudadano del mundo.
La forma más peligrosa de sus derivaciones filosóficas, religiosas y sociales, la constituye la Internacional comunista, inspirada en la utopía de Carlos Marx. (Esto ya condenado por Pío XII en su encíclica “Humani generis”, en 1950).
Ese internacionalismo abstracto e irrealista, está a las órdenes del liberalismo irresponsable de los deberes que tenemos todos con la colaboración al bien común, al que debemos y hemos de corresponder, por cuanto hemos recibido de los antepasados y a cuya gran familia nacional pertenecemos.
Este “ciudadano del mundo” da a entender que ha caído de las estrellas, vestido, calzado, educado, formado y ajeno a su entorno histórico, del que sigue dependiendo.
Es el caso del hijo pródigo, que se independiza de sus deberes de justicia y gratitud para con sus padres y familia a la que debe, cumpliendo la virtud cristiana, derivada del 4ª. Mandamiento: “Honrar padre y madre”; por lo que el patriotismo entendido en su sentido estricto, es una virtud derivada de esa conexión con las causas a las que nos debemos por origen y por tradicción obligada, cuyo patrimonio espiritual y material transmitido, ha hecho posible la realización plena del individuo.
El sano patriotismo, pues, no es un fanatismo con complejo de superioridad, que nos haga creer que somos el ombligo del mundo, tan solo por haber nacido allí; ni un desprecio al resto de las otras patrias, no menos necesarias o respetables que la nuestra.
El “nacionalismo exagerado”, es otro concepto catalogado por la moral teológica católica, que llevaría a enaltecer desordenadamente la historia de una región, como si fuera el bien supremo, cara de la misma moneda del “ciudadano del mundo”, eximiéndose de los deberes que tiene con el resto de la Patria, y casi siempre, tratando de justificar esa postura chulesca y de complejo de superioridad injustificada, falsificando sus propios antecedentes históricos para enaltecerse en evidentes ingratitudes, hasta el colmo de apropiarse genios que no han nacido, ni pertenecido a esa región; todo les sirve.
La Iglesia ha declarado por boca de Sumos Pontífices que es indiferente a distintas formas de gobierno, mientras sean justas y tiendan siempre al bien común.
Dijo Pío XII (encíclica “Dilectísima Nostra”, dirigida a España el 3 de junio de 1937): “Todos saben que la Iglesia católica no está bajo ningún respecto ligada a una forma de gobierno, con tal de que queden a salvo LOS DERECHOS DE DIOS y de la conciencia cristiana”.
Pero para llegar a la mejor forma de gobierno por favorecedor de ese respeto a los derechos divinos, bien aseveró el gran Santo Tomás de Aquino, que es la monarquía, entendida como cabeza única, responsable del bien de su Patria, como la gran familia de los hijos de Dios, se llame rey, caudillo o jefe de Estado.
La verdad, no tiene más que un camino y sólo en la concreción de un solo responsable y amante de su gran familia, contra la dispersión de fuerzas, anarquismo, corruptelas, confrontaciones territoriales, despilfarros irresponsables y desuniones debilitadoras internas, están las evidentes glorias de unos Reyes Católicos, de las monarquías del siglo de oro español, y de la Undécima Cruzada española del nacional-catolicismo, salvador contra las diabólicas fuerzas comunistas, a quien el tiempo cada vez más le da la razón: ¡Francisco Franco Bahamonde, por la gracia de Dios!
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