17/05/2024 12:57
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Esta frase, robada de la literatura, define fidedignamente mi estado de ánimo respecto a los canallas que tienen la osadía de proclamarse “Demócratas” y se han colado por la “puerta gatera” en una casa que los “viejos roqueros” de la política habían construido y el pueblo había decorado con la ilusión de que, en un futuro, fuese para todos “la casa común”. Para ello, al igual que en las centrales nucleares, cada uno de los “posibles contaminados” fue sometido a una ducha y, una vez concluida, se prestó al análisis del contador Geiger. Al igual que en la Legión, cada uno será lo que quiera, nada importa su vida anterior. Este principio, hizo que los sufridos españoles pensantes cruzasen el umbral que nos dio paso a ese país sin confrontamientos ni rencores, pero si con memoria.

La frase de “despensa, escuela y siete llaves al sepulcro del Cid” fue canallescamente retorcida por un grupo de malnacidos desequilibrados mentales, que no dudaron en profanar todos nuestros principios, debilitando la paz alcanzada y envenenando esa nebulosa inerte que constituyó nuestra memoria, para trastocarla en un instrumento insidioso de tinte revolucionario del que fue punto de partida el miserable Zapatero, posteriormente secundado por el cobarde Rajoy, para culminar en ese ente demoniaco que hoy nos ha conducido al desorden y al caos. Por solo el hecho de serlo, los tres merecerían sufrir la violencia de un pueblo defraudado, dispuesto a afrontar un futuro sin esperanza, y al igual que una pobre víctima que podríamos encuadrar en el reciente terremoto de Turquía, o entre las ruinas de cualquier ciudad mártir sometida al sadismo bolchevique del hijo de mala madre comunista, en la esperanza de sobrevivir para cambiar las cosas, ya que, por otro lado, la vida no merecía ser vivida y solo sacaba fuerzas de aquella hermosa utopía de Ortega “un proyecto seductor para una vida en común”.

Yo, en lo que a mí concierne, reconozco mi falta de piedad para la gentuza, y no oculto que, si en mi mano estuviese, no dejaría uno vivo. Pero después de haber sufrido en carne propia el “es tanto lo que me pasa”, o asumía la muerte entrópica de mi ser en un fenómeno de combustión instantánea o recobraba la esperanza, previa travesía por el árido desierto de la desesperación. Así, en vano, esperé una reencarnación de Mateo Morral para que, vía magnicidio, devolviese el sosiego a nuestro pueblo, y la eficacia castrense para aplicar la represión con Manu militari que nos permitiese, en primer lugar, alcanzar el orden, recurriendo al derramamiento de la sangre traidora, que nos devolviese la fe en la justicia de los hombres (la Divina, de momento, es una entelequia para iluminar las estampitas de carácter religioso) y dar un primer paso en el camino del amor humano y el bienestar social, pero esperé y esperé sin ver materializado mi sueño, y así me sumergí en el cenagal estúpido del que “ya no me pasa nada”. Quería convertirme en un zoquete carpetovetónico, con la mente atestada de futbol y coños, pero ¡Qué si quieres arroz Catalina!

Dice un principio jurídico que nadie puede ir contra sus propios actos y, en lo concerniente a mí, añado: contra su conciencia. Y, ahogado por la acumulación de escombros, que una cuadrilla de ladrones e ignorantes había creado demoliendo el antiguo edificio de nuestra hermosa Patria, sin tener que comer y respirando lo justo para no morir, se me despierta el espíritu de lucha y, si al menos he de morir, prefiero “morir matando”. Y, dado que en mi situación es lícito agarrarse a un clavo ardiendo, recibo con alegría la chispa incipiente, próxima a la yesca, que supone la rebelión pacífica de aquellos “venerables idealistas” que, movidos por su patriotismo, lucharon contra un sistema que, si bien estuvo plenamente justificado en un principio, se prolongó en el tiempo, tal vez en demasía, como aquel invitado divertido que con unas copas de más sigue con sus ocurrencias entre los bostezos disimulados del resto de la concurrencia. Con esto, no critico, ni mucho menos, el comportamiento del Caudillo en su lento alejamiento del espíritu de la Falange, que se constituyó en aquel consolador, que una vez calmados los ardores de la viuda, pierde su carácter funcional y, habiendo culminado su benefactora labor, se convierte en víctima del desagradecimiento de su dueña, que lo esconde, avergonzada de las miradas extrañas.

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Creo que cualquier español, conocedor de la historia contemporánea, convendrá conmigo que el ideario José Antoniano fue el arroyo que sirvió de vehículo conductor del malestar ciudadano, invitando a aquellas buenas personas a que valientemente se jugaran el tipo, y que en ese proceso se formaron nuestros actuales políticos, germinados en el semillero de la falange española que, salvando excesos, evitó la disolución de nuestro credo patriótico en las aguas pútridas de la ciénaga comunista.

Y nuevamente me ilusiono, como una quinceañera enamorada, ante los valientes, un poco talluditos, pero firmes en sus convicciones, que han decidido subirse a los montes cargados con profusión de medicamentos, con una lista elaborada por su compañera instruyendo sobre el horario de las tomas, mientras una voz interior atruena mis tímpanos al grito de ¡Aún podemos hacer algo! Y me olvido del azúcar, la ciática y otros estados decrépitos de la vejez para acompañar a las masas enfervorecidas, al igual que ese pequeño perro abandonado que camina a trote cochinero acompañando los desfiles y procesiones, y así, queridos compatriotas, juremos nuestro repudio al pasotismo y caminemos con la mirada perdida en el horizonte, en la fe de que nuestra España no está muerta como algún día lo estarán los traidores.

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