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Si usted se pregunta y quiere saber –osado lector– por qué hoy en España los chavales no saben hablar, escribir, ni leer, o por qué la mayoría de los que el sistema acredita con el graduado no entienden lo que leen, deberá esforzarse por no caer en la ilusa, complaciente y narcótica creencia de que las cosas mejorarán con el tiempo dejándolas en manos de “los que saben”. Esto es, deberá resistir, eludir o rechazar el pensamiento mágico de que los responsables de la educación en España hacen lo correcto o todo lo que pueden con el objetivo de mejorarla.
Por una extraña razón, a pesar de los incontables ejemplos en contra, todavía tendemos a pensar que los políticos actúan en beneficio de la sociedad y que los ministros, consejeros, directores generales y demás “expertos” a cargo de la educación persiguen sacar a los niños de la ignorancia y ofrecerles los instrumentos para que, por sí mismos, puedan labrarse un porvenir.
Sin embargo, los hechos indican lo contrario, demostrando que confiar en politicastros o en los comités de “sabios” por ellos nombrados y a su servicio resulta infundado y ridículo; constatándose, así mismo, que aquéllos sólo pretenden perpetuarse en el poder y/o lucrarse por el camino. Teniendo esto en cuenta, no cabe duda que la vía más efectiva para obtener o conservar el apoyo popular es tener una población dependiente; bien cautiva de un sueldo a cargo del erario –véase funcionarios–, o bien sujeta a una subvención por parte del Estado –véase menesterosos, oenejetas y demás vagos, o minorías colectivizables–. En cualquier caso, una multitud subordinada a las diferentes formas de clientelismo concebidas para la reelección de quienes otorgan tales “ayudas”.
La mayoría de los políticos, auténticos parásitos, nunca han pretendido una sociedad culta y libre. Es más, son enemigos de ella. Y que los ministros del ramo en democracia han sido auténticas nulidades, cuando no chusma de la peor calaña, lo acredita la mera enunciación de algunos de sus nombres y su infame legado: Desde el bellaco Alfredo P. Rubalcaba, responsable de la LOGSE; pasando por Mariano Rajoy, percebe inútil allá donde ejerció algún cargo; María Jesús San Segundo, urdidora de la LOE y de la Educación para la Ciudadanía; Íñigo Méndez de Vigo, capaz de negar en el Parlamento español el adoctrinamiento en las aulas catalanas ignorando los informes de la Alta Inspección de Educación; hasta Isabel Celaá, perpetradora de la LOMLOE…
Por supuesto, el PSOE, Podemos y los separatistas pretenden la extensión y control de la educación pública obligatoria para que nadie escape al adoctrinamiento. Pero no nos engañemos ¿Por qué el PP no ha impedido la degeneración de la educación pública y el adoctrinamiento en sus aulas? Pues porque, al fin y al cabo, la pública cumple la función de impedir el ascenso social de la enorme masa de población que opta por ella. Y para que la elite siga siéndolo es preciso que haya una mayoría con una baja cualificación, que trabaje a su servicio y que no se rebele. En el fondo, tanto PSOE como PP –las dos cabezas del bipartidismo que se ha venido repartiendo la democracia– defienden el sistema que les ha permitido alternarse en el poder, y comparten la misma condición “elitista” como casta gobernante.
Dicho lo cual, ante el mar de iniciativas educativas “innovadoras” con las que nos bombardean constantemente las distintas administraciones –estatal y autonómica–, no nos queda más remedio que atrevernos a descubrir lo que esconden intentando no dejarnos seducir por la propaganda. Reconociendo, por ejemplo, la farsa gigantesca de una terminología pretenciosa que en el fondo no es más que hojarasca. ¿En que consiste realmente, –por poner un caso– el actual mantra de moda mil veces reiterado que aboga por “transformar la educación”? ¿“transformar” hacia dónde? ¿“transformar” para qué? Cuestiones que jamás se aclaran cuando se invoca como necesaria la dichosa “transformación”, incidiéndose sólo en el “cómo”, siempre, por descontado, con “metodologías innovadoras”. ¿Qué monserga es esa de la “promoción de una nueva cultura de liderazgo en las escuelas”? (Programa de Liderazgo para el Aprendizaje (sic) de EduCaixa, publicado por OKdiario el 29-09-2021)? ¿En qué se traduce en la práctica? ¿A dónde conduce adjetivar cualquier cosa como “sostenible”, “transversal” o “inclusiva”?
De un tiempo a esta parte, la palabrería pedagógica no ha dejado de crecer invadiendo el ámbito educativo con necedades presuntamente “importantes” que, a la vista está, no han reportado beneficio alguno a nadie, salvo a la tropa de psicólogos, psicopedagogos y orientadores que pretenden disfrazar su inutilidad con el engañoso vestido de la modernidad. Vendiendo como una forma de vida respetable lo que no es más que una nueva forma de chamanismo. Esos mismos que inventan y esparcen por doquier auténticas sandeces como: “escucha activa”, “aprendizaje activo”, “atención plena”, “inteligencias múltiples”, etc. O cualquier otra majadería que, por supuesto, no se puede cuestionar.
Los nuevos trileros de la educación emplean palabras “cultas”, misteriosas –“empoderar”, “resiliencia”, “procrastinar”– eufónicas para el gran público, que, empotradas a la fuerza y sin venir a cuento en frases sin sentido, tienen el efecto de impresionar, abrumar y tranquilizar a un tiempo las conciencias de los ignorantes. Un vocabulario pomposo y huero que continúa el camino emprendido por los viejos tahúres de la psicología de principios del siglo XX, alumnos y herederos a su vez de los devotos del ocultismo en el siglo XIX.
Así, la escuela ya no tiene una función como difusora del saber, a fin de permitir al alumno la adquisición de los conocimientos y destrezas necesarios para su desarrollo posterior como adulto y ser pensante; sino la de mantener estabulados a los jóvenes el mayor tiempo posible en las aulas. Ya lo expuso certeramente Raúl Fernández Vítores en Sólo Control (2002). Y no ha sido el único. También Carlos Fernández Liria, Olga García Fernández y Enrique Galindo Ferrández en Escuela o barbarie: entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda (2017); o José Sánchez Tortosa en El culto pedagógico (2018). Hace tiempo que sólo importa la inserción en el mercado laboral, o ni siquiera. Lo fundamental es que el “hombre nuevo” permanezca cuanto más infantilizado mejor y sea fácilmente influenciable por cualquier campaña propagandística suficientemente breve, sencilla e intensa. Hasta el punto de aceptar lo ya anunciado: “No tendrás nada y serás feliz”. La forma más acabada y descarada de ese nuevo despotismo encarnado por las elites globalistas.
Hubo un tiempo, no hace mucho, en el que la izquierda condenaba el cristianismo como “el opio del pueblo”, pero una vez instalada ella misma en el seno de las democracias capitalistas como la doctrina dominante, lo cierto es que la religión comunista se ha revelado como una droga mucho más dura y efectiva, sirviendo y contribuyendo como nadie a la instauración de la dictadura perfecta.
El lunes 4 de octubre de 2021 se produjo un apagón durante varias horas de whatsapp, Facebook e Instagram, y cundió el pánico entre millones de usuarios. Quítese el smartphone a esas generaciones de jóvenes y ya no tan jóvenes que han crecido y aprendido a jugar con la tablet o el ipad mucho antes que a andar, a hablar o a leer, y no habrá nada. Sólo el caos. Si dependiéramos hoy de ellos, la conclusión es tan triste como evidente; una humanidad sin móvil y con una educación puramente formalista posiblemente tardaría décadas en descubrir el fuego o reinventar la rueda.
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