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<<Como puedes ver, mi querido Coningsby, el mundo está gobernado por personajes muy distintos a los que se imaginan aquellos que no están detrás del telón.>>

BENJAMÍN DISRAELI, Político británico Cualquier libro o enciclopedia de historia califica la Revolución francesa como uno de los hechos fundamentales de la civilización moderna, que, entre otras cosas, sirvió como precedente para definir algunos de los estándares ideológicos que desde entonces ha lucido la democracia: el concepto actual de ciudadano, los derechos civiles, el sufragio universal, el humanismo y la libertad de pensamiento… El impacto de los hechos que condujeron a la caída de la monarquía de Luis XVI y su sustitución por una república, aboliendo el mito de invencibilidad del absolutismo, fue de tal calibre que aún hoy los gabachos celebran su fiesta nacional el 14 de julio, festejando la toma de La Bastilla y cantando La Marsellesa. En general, la imagen que el ciudadano de a pie posee de la Revolución francesa suele estar bastante idealizada; piensa en ella como una época llena de peligros y aventuras, pero también hermosa y esforzada, que hubiera merecido la pena vivir. Hay muchos libros escritos sobre los aspectos externos y visibles de los hechos de 1789 y los años posteriores, así que no nos extenderemos demasiado sobre ellos, sino sobre los que no suelen aparecer en primera página porque los “Iluminados” se han especializado en disimular su presencia en los documentos históricos. Aquellos que justifican el desencadenamiento del proceso revolucionario en las pésimas condiciones generales de la población francesa, y sobre todo en las sucesivas hambrunas de las clases inferiores, desconocen la influencia de los Illuminati en los acontecimientos. Prácticamente todos los pueblos europeos han atravesado en algún momento de su historia circunstancias críticas parecidas -o peores- y nunca hasta finales del siglo XVIII se había producido una rebelión organizada como la que padeció Francia en aquella época, ni una convulsión politicosocial como la que llevó implícita. Tampoco el crecimiento de la burguesía, ni la cacareada «crisis del absolutismo» o razones similares que se han aducido para justificar los acontecimientos parecen suficientes. Ni siquiera la combinación de todas ellas. ¿Entonces? ¿Acaso los gabachos son “lina raza” aparte respecto al resto de los europeos?, ¿los únicos capaces de cambiar de arriba abajo en tan poco tiempo un orden social consolidado durante siglos? La única gran diferencia entre 1789 y otros momentos parecidos de épocas anteriores radica en la preparación consciente del proceso revolucionario, que fue calculado al detalle durante varios años antes de su estallido. Nada quedó al azar. Cuando saltó la primera chispa fue porque la cadena de acontecimientos que seguiría estaba perfectamente trabajada en ese sentido, aunque, al final, la violencia y la brutalidad de su desarrollo hizo que sus creadores perdieran las riendas de este. Los expertos en la materia saben que para que se produzca un proceso revolucionario con éxito «es imprescindible disponer de una situación previa de grave alteración generalizada que fuerce a la población no ya a pedir, sino a exigir un cambio». Si éste no se produce, se multiplicarán los motines y las revueltas, pero es casi imposible que se llegue a la revolución en sí «a no ser que existan dos factores muy concretos» que canalicen la misma: «un clima cultural e intelectual» que alimente y reconduzca las fuerzas en efervescencia, y «un grupo constituido» que se encargue de «organizar y movilizar a las masas» dirigiéndolas hacia los diversos objetivos, aunque ellas o, mejor dicho, y sobre todo ellas «no se den cuenta de que alguien las está manipulando».

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