05/05/2024 14:02
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I. Viernes Santo

 

Viernes santo, día de penumbra luminosa,

en que el dolor se torna en gloria radiante.

La muerte se convierte en vida amorosa,

y la tristeza se disipa ante la luz fulgurante.

La cruz, instrumento de tormento y paz,

es símbolo de muerte y de resurrección.

La sangre que se derrama es el antídoto capaz

de sanar nuestra alma y renovar la razón.

En este día de sombras que iluminan,

el sufrimiento nos lleva a la esperanza.

El abatimiento se transforma en firmeza que culmina,

y la muerte se torna en vida que se avanza.

Oh, viernes santo, día de contradicciones,

en que la paradoja se hace realidad.

La muerte es el inicio de las bendiciones,

y la cruz es el camino de la eternidad.

 

II. Más que un recuerdo

 

¿Hasta cuándo, oh cristianos, seguiréis recordando

el Viernes Santo como un hecho del pasado?

¿Cuándo de verdad estaréis anhelando

ser santos, perfectos, con amor a Dios renovado?

¿Será que no basta con una simple conmemoración,

y que debemos hacer algo más que solo recordar?

¿Debemos tener arrepentimiento y conversión,

y una voluntad sincera de seguir y amar?

¿Cuánto tiempo más viviremos en la oscuridad,

sin darnos cuenta de la luz que nos brinda la cruz?

¿Cuántas veces más pasaremos de la verdad,

y seguiremos en nuestra propia senda sin Jesús?

¿Por qué no reconocemos que el Viernes Santo

fue el sacrificio supremo por amor a nosotros?

¿Por qué no renovamos nuestro amor a Dios santo,

y nos decidimos a ser sus discípulos fervorosos?

Oh, cristianos, no viváis el Viernes Santo como un recuerdo,

sino como un llamado a la conversión y a la santidad.

Que vuestro corazón esté siempre dispuesto y despierto,

para seguir a Cristo con amor y humildad.

 

 

III. Ayuno y abstinencia

 

Escucha, oh cristiano, la voz de la razón,

y no te dejes llevar por la mundana opinión.

El ayuno y la abstinencia son prácticas de devoción,

que nos acercan a Dios con fervor y con pasión.

No escuches a los inicuos, que te dicen sin razón,

que tratar bien a los demás es suficiente solución.

El ayuno y la abstinencia son la purificación,

que nos lleva a la santidad y a la salvación.

El mundo te ofrece placeres y satisfacción,

mas la verdadera felicidad está en la renunciación.

El ayuno y la abstinencia son la penitencia de expiación,

que nos llevan a la paz y a la perfección.

No creas que el ayuno y la abstinencia son algo antiguo,

sino prácticas bimilenarias que siempre han sido vigentes.

El mundo te engaña con su aparente buen augurio,

mas solo la verdad de Cristo es la que es permanente.

Así que practica el ayuno y la abstinencia con fervor,

y no escuches a los inicuos que te llevan al error.

Sigue la voz de la Iglesia, que te lleva a Cristo Salvador,

y vive la devoción con fervor y con amor.

 

IV. Dios no quiere que seamos buenos[1]

 

Escucha, oh cristiano, la verdad sin engaño,

que ser buena persona no es suficiente para el cielo.

No basta con ser amable y tener un buen empeño,

sino que hay que seguir a Cristo con amor sincero.

El mundo te dice que con ser bondadoso es suficiente,

que no hace falta ser santo para ir al cielo de la gloria.

Pero la verdad es que sin la santidad no hay puente,

para llegar al reino de Dios con la paz y la victoria.

No te dejes engañar por la falsedad del mundo,

que te dice que el ser bueno es lo único que importa.

La verdad es que sin seguir a Cristo no hay fruto,

y sin santidad en la vida no hay verdadera obra.

El cielo no es para los que simplemente hacen el bien,

sino para los que con amor siguen al Señor.

La santidad es el camino que lleva al edén,

y el verdadero amor a Dios es el gran esplendor.

Así que no te conformes con solo ser buena persona,

sino busca la santidad que te lleva al Padre celestial.

Sigue a Cristo con devoción y con amor sin contradicción,

y alcanza la gloria eterna con gozo y con paz celestial.

 

 

V. El amor cristiano

 

Deja, oh cristiano, el amor del mundo vano,

que te lleva a la caridad sin fundamento.

Deja de lado el bienestar del prójimo humano,

y busca primero el amor a Dios en todo momento.

No te confundas, el amor al prójimo es importante,

mas subordinado al amor divino que es supremo.

Sin amor a Dios, el amor al prójimo es insuficiente,

y se convierte en un amor mundano, sin verdadero aliento.

Ama al prójimo por amor a Dios, no por mera obligación,

sino con el amor caritas, que es el amor cristiano.

El amor al prójimo sin amor a Dios es una ilusión,

que nos lleva a la falsedad del amor mundano.

La auténtica enseñanza de Cristo es clara y precisa,

ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo.

Pero el amor al prójimo sin amor a Dios es vana premisa,

y nos lleva a la falsedad del amor sin compromiso.

Así que busca primero el amor a Dios con pasión,

y luego el amor al prójimo será auténtico y sincero.

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Deja de lado el amor mundano, vano y sin fundamento,

y busca el amor caritas, que es el amor verdadero.

VI. De Judas a Pedro: la elección del dolor

 

Oh, Dios, concédeme el dolor de Pedro,

No el de Judas, que fue un dolor del ego.

Que mi arrepentimiento sea verdadero,

No por miedo a castigos ni por apego.

Que mi dolor no sea por mi propia vanidad,

Sino por haber herido a alguien tan amado,

Que me dé cuenta de mi pecado y mi maldad,

Y con lágrimas en los ojos, me haya humillado.

Que no me cueste morir a mi orgullo,

Que acepte mi error y pida perdón,

Que sepa que Tú siempre estás conmigo,

Y que, aunque peque, eres mi salvación.

Que mi dolor no sea un dolor en vano,

Sino que me lleve a la conversión,

Que mi corazón esté siempre cercano,

Y que viva con amor y devoción.

Oh, Dios, concédeme el dolor de Pedro,

Que me lleve a tu presencia, a tu amor verdadero.

 

VII. La mano alzada del pueblo por Barrabás

La mano alzada del pueblo grita «¡Barrabás!»,

la voz de Pilatos suspira «no hay culpa en Él».

El traidor recibe la libertad, el Salvador el dolor,

y el juez cobarde lava sus manos de un acto sin honor.

La multitud sedienta de sangre clama por el mal,

mientras la Verdad inocente se ofrece en sacrificio total.

El poderoso se inclina ante el temor de perder su lugar,

mientras el Justo carga su cruz hacia el calvario, sin titubear.

El escándalo del siglo, la injusticia que clama al cielo,

el drama que se repite en cada tiempo y lugar,

el hombre que elige la mentira y desprecia la Verdad,

el juez que por su miedo condena al Hijo de Dios a morir en la cruz.

¡Oh, humanidad ingrata, cuánto cuesta tu salvación!

¡Oh, Pilatos cobarde, cuánto has perdido en esta ocasión!

¡Oh, Cristo amado, cuánto amor nos has demostrado,

al morir por nuestros pecados y resucitar para la Vida eterna!

VIII. En el pilar resistió por mí

 

¿Cómo explicar la locura del amor divino,

que hace que Cristo sea azotado sin piedad?

Desgarrado y aferrado al pilar, sin destino,

su cuerpo es el precio de nuestra felicidad.

La cantidad inhumana de golpes y látigos,

que desgarran la piel y hacen fluir la sangre,

son el precio que pagó por nuestros castigos,

para que al final del camino, en la eternidad, alcancemos el aire.

Oh, qué paradoja que el dolor de Jesús,

sea la única puerta para la libertad,

y que su sangre sea el precio por el que se abren los cielos azules,

y por la que podemos vivir en la eternidad.

Así, me aferro al pilar de su sacrificio,

y me agarro con fuerza a su amor incondicional,

sabiendo que su dolor es mi único beneficio,

y que su muerte es mi única oportunidad de salvación.

Cristo sufrió inhumana cantidad de dolor,

para darnos la vida en la eternidad,

y solo así podemos ser sus discípulos, sus seguidores,

y vivir con él en la gloria de la eternidad.

IX. El andar bajo la cruz

El Rey de Reyes, en su humildad,

carga la Cruz que lo llevará

a la muerte, al dolor y al sufrir,

y en su camino, su gloria va a surgir.

Con cada paso que Él da en el camino,

la Cruz se hace más pesada en su destino,

pero su amor lo sostiene con fuerza y valentía,

hasta llegar al Gólgota, donde expiará nuestra maldad.

Su rostro, cubierto de sudor y dolor,

refleja el peso de la carga de su amor,

y en su andar, se forja su destino final,

el sacrificio supremo que traerá paz universal.

¡Oh andar de Jesús cargando la Cruz,

emblema del amor más grande que Él nos ofreció!

Que nuestro corazón se rinda ante su humildad,

y sigamos su ejemplo de amor y caridad.

X. El gran oxímoron

El mundo lloró su ausencia

y el sol tembló de oscuridad,

cuando murió Cristo en la Cruz,

en su gran amor y verdad.

Fue un temblor que estremeció

a el universo entero,

y una oscuridad que cegó

los ojos del más sincero.

Pero en medio de ese temblor

y en esa profunda oscuridad,

la luz de su amor brilló

y nos trajo la salvación.

Fue el mayor oxímoron

que jamás se ha escuchado,

la muerte que trajo vida

y la oscuridad que dio luz al mundo.

XI. Amor por amor

¡Oh mi amado Cristo, Rey de los cielos!

Con tu muerte en cruz me has salvado,

Has pagado el precio de mi pecado,

Abriendo el camino hacia los cielos.

¿Cómo puedo yo corresponder

A este amor que con tanto dolor me ha amado?

¿Cómo puedo yo ser un buen soldado

De aquel que por mí se quiso dar a perder?

Me pides amor, amor con amor,

Y yo quiero morir de ese amor divino,

Quiero amarte con todo mi ser, mi destino

Es amarte con todo lo que soy, con fervor.

Aunque no puedo corresponder

Como quisiera a tu amor tan grande,

Muero por morir de amor por el que murió por mí,

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Y así mi alma a ti pueda ascender.

¡Oh mi amado Cristo, Rey de los cielos!

En tu amor quiero yo morir,

Para que en tus brazos pueda vivir

Y gozar del amor eterno en tu reino de luz y gozos.

XII. La esposa de Cristo

Del costado traspasado nace la esposa de Cristo,

la Iglesia Santa, pura y sin mancha alguna,

la cual le costó a su esposo la vida en el sacrificio,

para que viviera eterna y plena de gracia alguna.

Como Eva, nacida de Adán, fue la compañera fiel,

así la Iglesia, nacida del costado de Jesús,

es la Esposa amada que su amor redentor eligió,

y por la cual derramó su sangre en la cruz.

No se permita injuria alguna en contra de su nombre,

pues ella es la amada de Cristo, su Iglesia santa,

por la que entregó su vida, su cuerpo y su sangre,

para que sus hijos alcancen la vida eterna y santa.

Así que defiéndela con celo y amor, como a su Esposa,

porque ella es la casa de Dios en la tierra,

y quien injuria a su esposa, injuria a su amado,

y ofende al amor que por ella entregó en la cruz eterna.

XIII. La dolorosa

¡Oh Virgen María, cuánto dolor sientes en tu corazón!

Siete dolores que hieren tu alma y te llenan de aflicción.

¿Cómo no llorar al ver a tu Hijo en la cruz expirar?

¡Cuánto dolor en tus ojos, cuánto sufrir y llorar!

El primer dolor, cuando el anciano Simeón te habló,

y en tu corazón la profecía del sufrimiento se grabó.

El segundo dolor, cuando tu Hijo fue perseguido,

y tuviste que huir de tu hogar, asustada y abatida.

El tercer dolor, cuando lo viste caer con la cruz en la espalda,

y el peso de los pecados del mundo sobre Él cargaba.

El cuarto dolor, cuando lo viste caer por segunda vez,

y tu corazón se desgarraba al verlo sufrir en su vejez.

El quinto dolor, cuando viste a tu Hijo en la cruz clavado,

y en su mirada viste el amor y el sufrimiento grabado.

El sexto dolor, cuando lo viste morir ante tus ojos,

y tu corazón se llenó de un dolor que nunca tuvo remedio.

El séptimo dolor, cuando lo tomaste en tus brazos,

y viste el cuerpo sin vida del Hijo que tanto amabas.

¡Oh Virgen María, cuánto dolor en tu corazón,

al ver a tu Hijo morir en la cruz sin consolación!

Que este dolor nos conmueva y nos llene de emoción,

para que nunca olvidemos el sacrificio de su amor.

Que nuestra fe sea firme y nuestro corazón sincero,

y que siempre recordemos el dolor de nuestra Madre del Cielo.

XIV. Madre, enséñame

¡Oh, Virgen María, enséñame!

Siete espadas en tu corazón clavadas,

sin embargo, tu fe siempre ardiente,

tu amor por Jesús nunca fue quebrantado.

La Madre que no abandonó a su Hijo,

a pesar de la muerte y la humillación,

que nunca perdió la fe ni el cariño,

y creyó en su resurrección.

Que me conceda a mí, tu humilde siervo,

tu amor, tu fe, tu inquebrantable esperanza,

que jamás abandone al Dios eterno,

y que siga firme en mi fe y mi confianza.

Oh, María, tú que eres oxímoron vivo,

un misterio de amor y dolor,

concédeme la fuerza y el motivo,

para seguir al Señor con fervor.

XV. La esperanza de la resurrección y la vida eterna con el Amor

¡Oh mi alma afligida, deja de llorar!

Cristo murió, pero su muerte es vida,

pues resucitará, rompiendo la herida

que nos dejó el pecado al transgredir su ley.

Su muerte fue por mí, que me perdí,

y él, que es amor, se dio por entero,

en la cruz, su dolor fue mi sendero

que me llevó a la paz que anhelo.

Después de mi muerte, estaré con él,

que con su sangre me ha redimido,

y aunque mi alma se sienta perdida,

viviré para Cristo, que me ha sostenido.

Así que deja de llorar, alma mía,

y alza tus ojos al cielo, donde está la vida,

y vive para él, que por amor murió,

para que tú, y yo, tengamos la vida eterna en su amor.

XVI. Final

La muerte del que vivió,

La vida del que murió,

El dolor que fue salvación,

La cruz que trae consolación.

La muerte que es vida eterna,

El dolor que es felicidad suprema,

La victoria en la derrota aparente,

La alegría en la espera pendiente.

La muerte que nos hizo vivir,

La vida que nos hizo morir,

La cruz que nos trae libertad,

La esperanza en la eternidad.

[1] Hago referencia a la oración del P. Miguel de Bernabé que dice: “No quiero ser bueno, quiero ser cristiano…”

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