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Cuando era niño solíamos pasar un par de meses estivales en nuestra finca de Vedra, La Coruña. Yo, que desde siempre fui amante de la naturaleza y los animales, me sentía allí inmensamente feliz viviendo en unas circunstancias poco habituales, en una vieja casa y en medio de una sociedad decadente, donde se integraban algunos de los vestigios de las antiguas familias nobles venidas a menos, que arrastraban una existencia un tanto franciscana en aquellos caserones que solo garantizaban el estar resguardados de las posibles tormentas de verano. A mí, aquel mundo me fascinaba, y el confraternizar con la buena gente del pueblo de la que solo recibía muestras de cariño, pero no todo en mi vida fue socializar pues como he dicho infinidad de veces, yo era, por decisión propia, un niño solitario. Así, los paseos por el pinar de nuestra casa con mi escopeta de balines, las visitas a los antiguos caseros y la observación admirativa de vacas, cerdos, gallinas y cabras llenaba mis ocios y, de vez en cuando, si la soledad me reclamaba, me dedicaba a alimentar mi inagotable imaginación afanándome en juegos de los que nunca tuve conciencia que fuesen comunes a otros niños de mi edad. Uno de ellos, de práctica diaria, era satisfacer la curiosidad que me despertaban unas hermosas hormigas negras de cabeza roja, un poco cabronas en cuanto a su agresividad, que llegué a querer hasta el punto de trasladar clandestinamente una colonia a nuestra casa de La Coruña. Las aludidas, viajaron cómodamente alojadas en un viejo tarrito de farmacia y, una vez instaladas, para procurarles un buen pasar taladré los rodapiés del salón para que ganasen intimidad, por aquello de que EL CASADO CASA QUIERE, y yo, fiel al principio de inocencia, no tenía argumentos probatorios de que aquellos animalitos viviesen en pecado. Aún tengo bien presente en mi recuerdo aquel vetusto envase que en su momento había contenido nuestra eficaz tintura de yodo, alivio permanente de mis maltrechas rodillas ya que mi madre, niña de ciudad, sentía auténtico pánico por el tétanos que se trasmitía por contacto con los excrementos animales. La verdad es que mi pobre madre, pulcra e histérica, con una sólida formación intelectual, sufría enormemente cada vez que mi padre, una especie de Indiana Jones de la época, que había vivido como un aventurero en Cuba y Centroamérica después de escaparse de casa camino de un mundo nuevo más atractivo que su vida familiar en alguno de los hermosos pazos de mi familia. Mi padre tenía el modo de vivir del antiguo señorío rural, y prueba de ello es de que cuando empezó a tirarle los tejos a mi progenitora el primer obsequio que le dedicó fue una pareja de ratones blancos de campo, lo que provocó que mi pobre madre batiese el record de velocidad pedestre en cuanto a carrera y, tal vez, sufriese múltiples desarreglos menstruales en su fogosa juventud. Esto último es secreto de estado, ya que por entonces las mujeres llevaban el asunto de sus reglas con absoluta discreción diplomática y, yo añadiría con elegancia, dado que aún me sigue resultando ordinaria la ostentación de secreciones vaginales que practican, hoy en día, las desvergonzadas jovencitas que no dejan nada de trabajo a la imaginación masculina ¡Cómo si yo les fuese contando a ellas los altibajos de mis deposiciones o los placeres oníricos de mis poluciones nocturnas! ¡En fin, problemas de la mal llamada modernidad!

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Y como, una vez más, me he adentrado en la selva de mis divagaciones, hago un esfuerzo personal para enderezar a esta parte de mi ser que Santa Teresa denominaba “la loca de la casa” y recomencemos con la mayor.

Las susodichas hormigas, cuando eran vecinas de Vedra, tenían su cuartel general en una grieta entre dos sillares de granito que formaban parte de una esquina de la casa, desde allí seguían su monótona vida bajo los principios de “producir y no pensar” convirtiéndose en esclavas de la masa, tal y como propugnaban los libros de teorías comunistas que mi padre, fiel a su promesa de no poner cercas a mi curiosidad, me dejaba leer con cierta repugnancia. La verdad es que para mí resultaba apasionante el sacar conclusiones extrapolables a mis semejantes mediante el estudio de aquellos pobres seres que, tal vez, ya habrían asumido su suerte como inevitable malgastando su vida sin disfrutar un instante de libertad. Yo las seguía en sus rutas de búsqueda de alimentos procurándoles una existencia dura, a imitación de aquel Dios iracundo e implacable, que mi pobre abuela y el cura de religión se esforzaban en disfrazar de seráfico querubín ocultando su condición de cabrón, que tiranizaba a su antojo a aquellos seres manifiestamente más débiles que él. ¡Menos mal que la religión dio un giro lanzando al estrellato a el nuevo ser amante de la luz y el amor que hoy abrazamos!

En mi condición divina abusando de mi visión privilegiada del entorno, de vez en cuando, en un arranque de maldad, ponía un obstáculo en la trayectoria de la hormiga que volvía cargada con el fruto de su esfuerzo, y me extasiaba viendo como el pobre animal era incapaz de bordearlo y, simplemente, víctima de su indomable atracción magnética, se obligaba a escalarlo y así no desviarse un ápice del camino que el instinto le había trazado.

Pronto, mis delirios megalómanos alcanzaron su “allegro molto vivace” y comencé a someterlas a una sucesión de premios y castigos sin más base que mi condición de Dios caprichoso e inmaduro. A veces, les colocaba en las cercanías del hormiguero profusión de alimentos (azúcar, granos y demás) y otras, sin más razón que mi desvarío divino, las castigaba con incendios e inundaciones que aquellos pobres seres sufrían sin revelarse, acatándolos como su destino inevitable. Así vivían entre el exceso, la miseria, el dolor y la enfermedad, según los deseos de aquel que seguía su libre albedrío en aquella relación ¡Yo! Más adelante en mi evolución me interesaría por las religiones, en su aspecto de colectividades de pensamiento uniforme, y las tendencias políticas, no los partidos que siempre he considerado una prostitución humana de los ideales superiores. En esa época me interesé por las colmenas humanas en su versión más reciente en su condición como logro social de los asesinos más notorios: Mao Tse-Tung, Fidel Castro, Nicolae Ceaușescu y toda la pléyade de hijos de puta que entristecieron nuestro querido mundo (no les llamo hijos de perra, aunque es políticamente más correcto porque me niego a afirmar que del cuerpo tan leal y lleno de amor de estos animales, que yo considero ángeles encarnados, puedan salir unos seres tan aberrantes y abyectos como los políticos). Supongo que mi elección entre estos y los guerreros habrá quedado diáfana y clara para Uds. y, por si esto no fuese suficiente, con la aparición de la barbarie femenina o antimasculina, abrazada por esa gleba de indeseables, rompió en mil pedazos el último mito que aún conservaba en mi mente, como aquella tacita de porcelana finísima con gatitos en la que desayunaba, y que, un día, por desconocimiento de Carmiña, nuestra querida sirvienta, estalló estrepitosamente en mil pedazos incapaz de soportar la elevada temperatura de mi té matinal. Con ella se fue la última referencia feliz de mi añorada infancia en su condición de billete para viajar al pasado.

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En fin, para concluir enuncio que mi existencia ha evolucionado a peor y que con la experiencia y lo vivido, con la óptica de mis 74 años, sigo recordando aquello que me dijo un viejo rabino judío: Desengáñese amigo mío, este no es el mundo, es el infierno recreado por cuatro cretinos.

Y la conclusión que he alcanzado es que las ideologías son filosofías abstractas que, al instante, se pervierten por la inclusión de esas bacterias invasoras que somos los hombres, que las propagan y prostituyen al igual de aquellas ratas, que seguían al fanático Savonarola y su corte de locos flagelantes para comer de ellos contagiando la peste negra por Europa. En fin, concluyendo, les haré participes de una idea recurrente que me bulle en el cerebro respecto a que todas estas divagaciones me traen a la cabeza el viejo eslogan de un famoso raticida que, cosa poco común, hacía publicidad en mi infancia y, con respecto a las ratas, aseveraba: ¡No se lamente, mátelas! Raticida Ibys 152 ¡Cosas de viejo!

Dedicado al canalla cuyas tropelías me inspiran llevándome a drenar el humor caustico que necesito volcar en estas líneas. Con cariño de esta hormiga que, gracias a Dios, no tiene la cabeza roja.

Autor

REDACCIÓN