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La principal seña de identidad del socialcomunismo es su carácter totalitario, subsidiario de la subordinación del individuo a la colectividad. Así, bajo el disfraz de un supuesto “bien común” se esconde la aniquilación de las personas como entidades individuales, de tal forma que bajo el yugo de un Estado con connotaciones hobbesianas los individuos se ven obligadas a renunciar a su propio proyecto vital, asentado en sus valores, motivaciones, talento y laboriosidad. En defensa de sus planteamientos el socialcomunismo ha retorcido el concepto de libertad, recurriendo a lo que Isaiah Berlin denominó “libertad positiva”, la cual conlleva la existencia de un “yo superior” que, lejos de estar doblegado por los deseos del “yo inferior”, busca la autorrealización a través de su conversión en un elemento más de una totalidad social que trasciende los límites del propio individuo. De esta forma, cuando el proyecto individual no coincide con el proyecto colectivo los socialcomunistas arguyen que ello es debido a la ignorancia, razón por la cual entienden imprescindible la reeducación del sujeto para que los objetivos de su “yo auténtico” coincidan con los del “yo colectivo”. En este escenario el Estado socialcomunista se convierte en un gran Leviatán que cercena todo tipo de iniciativa individual en aras de una suerte de “voluntad general”, nítidamente roussoniana, que en realidad no es otra cosa que la voluntad de las élites en el poder.

Evidentemente, para que esta infernal maquinaria liberticida pueda funcionar a pleno rendimiento se hace imprescindible la existencia de unas fuerzas represivo que mantenga a la población sumida en el miedo, un aparato adoctrinador y propagandístico que fortalezca el sometimiento social a su perversión ideológica  y una planificación centralizada de la economía, la cual supone, como Friedrich A. Hayek señala en su obra Camino de servidumbre, “la organización deliberada de los esfuerzos de la sociedad en pro de un objetivo social determinado”. Con este planteamiento de base, el socialcomunismo defiende la dictadura del proletariado y la propiedad estatal de los medios de producción, de tal manera que, sustituyendo al libre mercado y la competencia, debe existir una entidad única, bajo el mando del Partido Comunista, que tendrá la tarea de establecer los bienes y servicios que han de producirse, así como el coste de los mismos. La aplicación de este sistema económico ha demostrado una ineficiencia absoluta, ya que la planificación centralizada de la producción ha provocado allí donde se ha aplicado una deficiente utilización de los recursos y una falta de incentivos a la producción, determinando todo ello la desaparición de la iniciativa privada, la recesión económica y el empobrecimiento de la población.

La República Democrática Alemana (RDA) constituye un ejemplo paradigmático de lo acontecido en los países que cayeron tras la Segunda Guerra Mundial bajo la abyecta sombra proyectada por el llamado por Winston Churchill “Telón de Acero Soviético”. Así, en la RDA cada año el gobierno decidía qué y cuánto se producía, el coste de lo producido y cuanto se dedicaba al mercado interno y a la exportación, estableciendo además un determinado objetivo productivo. Sin embargo, la economía de la Alemania Oriental lejos de crecer se encogía, mientras la deuda pública aumentaba continuamente y la calidad de vida de la población empeoraba progresivamente. Sin embargo, los alemanes orientales no cabían en sí de gozo y no pudiendo soportar tan elevadas dosis de felicidad decidieron huir en masa, de tal forma que cerca de 3 millones de personas abandonaron la RDA. Como las autoridades de la Alemania Oriental no podían consentir tamaño disparate decidieron acabar con el masivo éxodo, para lo cual construyeron en 1961 el Muro de Berlín, al cual llamaron “Muro de Protección Antifascista”, ya que, como es lógico suponer, su única finalidad no era evitar la despoblación, sino proteger a los trabajadores de las garras del capitalismo. Finalmente, en noviembre de 1989, una marea pacífica de alemanes orientales derribó para siempre el muro de la vergüenza.

El fracaso económico de la Europa comunista propició que el Partido Socialdemócrata de Alemania, en el Congreso de Bad Godesberg celebrado en 1959, renunciara al marxismo y se mostrara partidario de la democracia liberal y el libre mercado. Sin embargo, probablemente debido a reminiscencias de su pasado comunista, la socialdemocracia abogó por un Estado paternalista, ignorando que, como decía Immanuel Kant, “el paternalismo es el mayor despotismo imaginable”. En consonancia con ello, orientaron sus esfuerzos en materia económica a procurar una profunda redistribución de la riqueza mediante políticas impositivas confiscatorias y un gasto público desmesurado, sin caer en la consideración de que, como muestra la “Curva de Laffer”, a partir de un determinado punto de inflexión a medida que suben los impuestos disminuye la recaudación fiscal. Generalmente se pone a Suecia como nación que ejemplifica el éxito de la socialdemocracia, pero, como demuestra con todo lujo de detalles Daniel Lacalle en su obra Viaje a la libertad económica, la realidad es muy distinta de la dibujada por los socialistas de nuevo cuño. Así, desde 1960 a 1989, con el Partido Socialdemócrata Sueco en el poder, la carga tributaria soportada por los suecos pasó del 28% al 56% del PIB.; además durante este periodo se perdieron más de 300.000 empleos privados, mientras que el número de funcionarios creció en 885.000 personas, duplicando la media de los países de la OCDE. A comienzos de los años 90, con un Gasto Público del 70% del PIB, un déficit público del 11% del PIB y una tasa de paro del 14%, la situación se tornó insostenible, de tal forma que el sistema saltó por los aires, viéndose Suecia obligada a llevar a cabo una profunda reforma económica de carácter liberal, gracias a la cual pudo revertir la situación y salir de la crisis a la que se vio abocada por la aplicación de unas políticas socialdemócratas en sí mismas autodestructivas.

No obstante, como la necedad combinada con la maldad siempre acaba renaciendo como la mala hierba, tras la desintegración de la Europa comunista, la izquierda se vio en la necesidad de reinventarse y así, en el llamado “Foro de Sao Paulo”, celebrado en 1990 bajo los auspicios de tres dictadores como Fidel Castro, Hugo Chávez y Lula da Silva, nació el llamado “Socialismo del siglo XXI”. Este movimiento político básicamente consiste en la sustitución de la “dictadura del proletariado” por una “democracia iliberal”, es decir, por un sistema político socialcomunista caracterizado por el desmantelamiento del Estado de Derecho mediante el control totalitario de todos los resortes del poder, la nacionalización del tejido productivo, el dominio de los medios de comunicación y el silenciamiento o encarcelamiento de la oposición, celebrándose en este contexto procesos electorales sin ningún tipo de garantías democráticas. Con la llegada al poder en 1999 de un simio antropomorfo como Hugo Chávez, Venezuela se convirtió en el buque insignia del “Socialismo del siglo XXI”. La consecuencia de ello es que dos décadas después la situación no pude ser más dramática para los venezolanos. Así, a pesar de ser el país con mayores reservas de petróleo del mundo, nos encontramos con que, debido al desarrollo de políticas económicas de corte comunista, en el último lustro el PIB venezolano ha caído más del 50%, la tasa de paro ha crecido hasta alcanzar el 47,9%, la pobreza extrema afecta la 79,3% de la población, han emigrado más de 5 millones de personas y Caracas se ha convertido en una de las ciudades más violentas del mundo. De esta forma, se puede decir sin temor a equivocarse que Venezuela lleva años sufriendo las lacras del totalitarismo en el ámbito político y de la miseria en el terreno económico, mostrándonos así la verdadera faz del infernal paraíso socialcomunista.

El “Sanchismo” es otra cosa, es un socialismo sin anclaje ideológico, un salto al vacío, un páramo intelectual, un decorado de cartón piedra, una partitura sin pentagramas, un relato sin trasunto, un retrato desfigurado y, en definitiva, solipsismo narcisista en estado puro. Así, carente de todo principio ético y con la única finalidad de mantenerse en el poder, Pedro Sánchez ha sido capaz de pactar con comunistas desquiciados y separatistas irredentos, aprobando para ello leyes que promueven la falsificación de la historia, la eliminación del sexo biológico, la banalización de la transexualidad, la inmersión lingüística en las Comunidades Autónomas con lenguas cooficiales, ha concedido el indulto a los golpistas catalanes y ha permitido la exaltación del terrorismo etarra. A su vez, el Sanchismo ha provocado una auténtica degradación democrática mediante la politización de la Fiscalía General del Estado, el continuo acoso al Poder Judicial, el asalto a las instituciones del Estado, el control absoluto de los medios de comunicación públicos, la compra de voluntades de los sindicatos de clase a cambio de generosas dádivas y la creación de una costosísima y tupida red clientelar a su servicio. En lo que respecta a la economía los resultados de las políticas sanchistas no han podido ser más desalentadores, ya que, siguiendo unas recetas periclitadas y fracasadas, ha conjugado el Gasto Público desmedido -con el agravante de que hasta 60.000 millones de euros se han utilizado  de manera ineficiente según el Instituto de Estudios Económicos- con unas cargas impositivas desmedidas e inasumibles por los pequeños empresarios, los autónomos y los trabajadores -empeorando la situación su negativa a bajar el IVA de los alimentos básicos- de tal forma que son muchas las familias a las que no les llega el dinero para comer a final de mes. A ello, rindiendo pleitesía a las élites globalistas, debe sumarse un fanatismo medioambiental que impide la utilización de la energía nuclear a pesar de ser la energía más verde, prohíbe explorar la existencia de posibles fuentes energéticas, impulsa la destrucción de 108 embalses, lo cual no solo disminuye la producción de energía hidroeléctrica, sino que también dificulta el suministro de agua a la población, y, finalmente, pone todo tipo de trabas a ganaderos y agricultores, ahogando así al sector primario. Todo ello se corresponde con un ecologismo de salón que soslaya el empobrecimiento energético y demuestra un desconocimiento absoluto de la problemática que rodea al mundo rural. La resultante de todo ello es que, con un crecimiento económico anual prácticamente nulo como demuestran las cifras del PIB, en España estamos asistiendo a la escalada inflacionista más alta de la OCDE, a la tasa de paro más elevada de la eurozona y a una Deuda Pública que ya se sitúa entre las mayores del mundo. En función de todo lo expuesto es inevitable concluir que el Sanchismo ha deteriorado tanto la democracia, hasta convertirla en una oclocracia, como la economía, hasta el punto de sumir a más de un millón de personas en la pobreza. Mientras tanto el psicópata monclovita y su camarilla continúan disfrutando de los privilegios que el ejercicio totalitario y corrupto del poder proporciona.

Autor

Rafael García Alonso
Rafael García Alonso
Rafael García Alonso.

Doctor en Medicina por la Universidad Complutense de Madrid, Especialista en Medicina Preventiva, Máster en Salud Pública y Máster en Psicología Médica.
Ha trabajado como Técnico de Salud Pública responsable de Programas y Cartera de Servicios en el ámbito de la Medicina Familiar y Comunitaria, llegando a desarrollar funciones de Asesor Técnico de la Subdirección General de Atención Primaria del Insalud. Actualmente desempeña labores asistenciales como Médico de Urgencias en el Servicio de Salud de la Comunidad de Madrid.
Ha impartido cursos de postgrado en relación con técnicas de investigación en la Escuela Nacional de Sanidad.
Autor del libro “Las Huellas de la evolución. Una historia en el límite del caos” y coautor del libro “Evaluación de Programas Sociales”, también ha publicado numerosos artículos de investigación clínica y planificación sanitaria en revistas de ámbito nacional e internacional.
Comenzó su andadura en El Correo de España y sigue haciéndolo en ÑTV España para defender la unidad de España y el Estado de Derecho ante la amenaza socialcomunista e independentista.
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