10/05/2024 17:09
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Esta es la séptima parte del repaso al libro Mis recuerdos, de Largo Caballero. Las partes anteriores están aquí.

 

Carta décima: La revolución de octubre de 1934

Largo Caballero justifica la revolución por el riesgo de involución, “fascismo”, etc. Las excusas habituales:

El período electoral para elegir el segundo Parlamento de la República se puede representar como una verdadera cruzada contra republicanos sinceros y socialistas. Las derechas, capitaneadas por Gil Robles y ayudadas por el Presidente, estaban envalentonadas; se manifestaban groseras, cínicas, se creían ya en el Poder. La difamación era el programa de su propaganda. Afirmaban que los republicanos y socialistas eran ladrones, criminales, y había que eliminarlos de la vida política.

Eso sería decir que los radicales no eran republicanos sinceros. La verdad es que eran republicanos de mucho antes que los socialistas, que tenían un concepto instrumental de aquella república, como paso intermedio hacia el socialismo.

 

Gil Robles era el más agresivo y amenazaba al Gobierno y a don Niceto con la revolución si no le daban el Poder.

 

No es verdad y en todo caso, amenazar con la revolución es lo que hacía el socialismo cuando se veía fuerte.

… estaba cubierta por un inmenso cartel que decía «Vamos por los trescientos».

 

Se refiere al famoso cartel, que se colocó en las elecciones del 36…

Como es habitual en él, Caballero juega al victimismo mostrándose como un sectario incapaz de comprender que haya otros puntos de vista:

Si en el período electoral las derechas estuvieron insolentes, en las Cortes se comportaron como salvajes. Intentaron llevar al señor Azaña ante el Tribunal de Garantías queriendo eliminarle de la vida política, calificándole de monstruo al que había que eliminar para seguridad de la Humanidad.

Don Santiago Alba, presidente de las Cortes, estaba entregado en cuerpo y alma a los enemigos de la República. No en balde había sido ministro de la monarquía. También lo había sido Alcalá Zamora, que entregó el Poder a Lerroux, a pesar de todo lo acontecido anteriormente y de los recelos que había manifestado contra ese ciudadano.

Todo hacía sospechar que se organizaba una razia de elementos de izquierda y que se preparaba un golpe de Estado.

En esto, y en la inevitable necesidad de promover un movimiento revolucionario si Gil Robles entraba en el Gobierno, estaban perfectamente de acuerdo todos los miembros de la Ejecutiva del Partido.

De lo siguiente nunca he tenido noticia:

… nota recibida de una alta personalidad del ejército, en la que se informaba de las reuniones celebradas en el domicilio de Calvo Sotelo y en la redacción del diario derechista «El Debate», en las que se hablaba de detener a Azaña, Prieto, De los Ríos, Largo Caballero y otros. Cambiamos impresiones y estuvimos de acuerdo en prepararnos para la defensa.

La postura de los capitostes socialistas es dividida, con los besteiristas en contra, los caballeristas a favor y Prieto y de los Ríos pasteleando:

De los Ríos acababa de hacer un viaje a Granada y contaba horrores del trato que recibían los trabajadores, y hasta las mujeres le pedían de rodillas que se pusiera fin a sus martirios.

Prieto estuvo bastante reservado, pero al fin se puso al lado de los que defendíamos una acción defensiva.

Los comentarios eran coincidentes en que la actitud de Besteiro, Saborit y Tritón Gómez era el principio de la segunda edición de lo acontecido en diciembre de 1930 … Los tres miembros ya nombrados no hacían más que obstaculizar toda solución, insistiendo siempre en pedir un programa. ¡Flagrante contradicción! pues si no debía organizarse la defensiva; si eran opuestos a un movimiento revolucionario contra los que eran realmente agresores, ¿para qué querían un programa? Lo fundamental para ellos era boicotear la única solución viable.

 

Y esto es ridículo:

Sin conocer la opinión de los demás. Prieto propuso verbalmente una serie de reformas radicales. Como otras veces, las opiniones no coincidieron, y se resolvió que Besteiro y Prieto se reunieran y redactasen un solo escrito que pudiera ser aceptado por todos, pero… no fue posible que llegasen a un acuerdo. En vista de lo cual, la Ejecutiva del Partido aprobó la proposición de Prieto. Entre otras cosas que no recuerdo, proponía: libertad religiosa, socialización de la tierra, disolución de la Guardia Civil y algunas otras medidas que completaban los principios constitucionales.

 

Es decir, proponían una revolución a medias. Probablemente para no alarmar a los “republicanos sinceros”.

El acopio de armas y los preparativos:

se nombraron corresponsales en todos los pueblos donde había organización para enviar y recibir la correspondencia en una forma convenida, y esta organización funcionó de una manera completamente normal. Se compraron y repartieron armas, algunas de las cuales se entregaron a la comisión de Madrid y fueron descubiertas en una casa de los Cuatro Caminos. Una imprevisión de Prieto, que entregó a un individuo una tarjeta con direcciones, ocasionó la detención de algunos compañeros en la Ciudad Jardín, la Ciudad Universitaria y la Ciudad Lineal, con depósitos de armas.

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Merecería la pena hablar detalladamente de este asunto [el «Turquesa»], pero en la situación en que me encuentro me faltan datos precisos para exponerlo y enjuiciarlo.

La Comisión envió instrucciones escritas y muy detalladas de cómo habían de hacerse los trabajos de preparación del movimiento revolucionario y la conducta a seguir después de la lucha. Se organizó también con minuciosidad el aparato para comunicar la orden de comenzar el movimiento. Orden que por medio de telegramas convenidos y redactados previamente habían de ser transmitidos en un mismo día a todas las Comisiones y corresponsales. Cada telegrama tenía una redacción diferente; unas veces de carácter familiar como, por ejemplo: Mamá operada sin novedad; otros de carácter comercial: Precio aceptado, etc., etc. Todos los telegramas fueron expedidos el mismo día en que se acordó dar la orden de movilización, siendo depositados por distintos compañeros en las diferentes Estafetas postales de la capital.

Lo que prueba el acierto y la meticulosidad con que trabajó la Secretaría de la Comisión, es que ninguna circular, carta, ni telegrama, que entre todos sumaban muchos centenares, cayó en manos de la policía

La revolución:

El dos o tres de octubre apareció el fatídico decreto nombrando a don José María Gil Robles Ministro de la Guerra. La suerte estaba echada. Había que jugar la partida. Se reunieron las dos Ejecutivas, y a continuación del cambio de impresiones se llegó a la conclusión de que había llegado el momento de actuar. Se acordó declarar la huelga general en toda España. La Comisión especial dio orden de que se remitieran los telegramas antes citados,

También resolvió que en el caso de ser detenidos, para salvar a la organización obrera y al Partido Socialista se declarase que el movimiento había sido espontáneo como protesta contra la entrada en el Gobierno de la República de los enemigos de ésta.

Se dan pocos detalles adicionales. Como se sabe la cosa saliendo mal y cada cual se metió donde pudo (en casa de una amante de Negrín):

La primera noche dormí en el domicilio de Prieto, que estaba en la misma casa. Al día siguiente salimos de ésta, y nos llevaron a la casa llamada de las Flores en la calle de la Princesa, frente a la cárcel. Entramos en un cuarto habitado por una señora de unos treinta años, de color cetrino, muy dispuesta y con traza de inteligente. Al cuarto de hora de estar allí le dije a Prieto que aquél no me parecía sitio seguro. Sospechaba que era poco conveniente el albergue. Después supe que aquella señora mantenía relaciones íntimas con el doctor Negrín, como antes las había sostenido con el Capitán Santiago, jefe de la Policía.

El juicio:

—¿Es usted el jefe de este movimiento revolucionario?

—No, señor.

—¿Cómo es eso posible, siendo Presidente del Partido Socialista y Secretario de la Unión General de Trabajadores?

—¡Pues ya ve usted que todo es posible!

—¿Qué participación ha tenido usted en la organización de la huelga?

—Ninguna.

—¿Qué opinión tiene usted de la revolución?

—Señor juez, yo comparezco a responder de mis actos, y no de mis pensamientos.

El Fiscal: —¡Usted está obligado a contestar por mandato de la ley a las preguntas del señor juez!

—En efecto, y por eso las contesto, que de otro modo no lo haría.

Me mostraron unas notas escritas a máquina encontradas en un registro hecho en las oficinas de la Unión General.

—¿Son de usted estas notas?

—Sí, señor.

—¿Quién se las ha entregado?

—El cartero. Las recibía por correo; pero si supiera quién las enviaba tampoco lo diría.

El Fiscal: —Le repito que está obligado a contestar la verdad a lo que se le pregunta.

—Eso es lo que hago.

Ahora bien, si el capitán Santiago, que ha hecho el registro, pretende saber quién me remitía esas notas será pretensión inútil. Por nada ni por nadie pronunciaré nombre de persona alguna, a sabiendas de la responsabilidad que asumo.

—¿Quiénes son los organizadores de la revolución?

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—No hay organizadores. El pueblo se ha sublevado en protesta de haber entrado en el Gobierno los enemigos de la República.

Mi proceso pasó al Tribunal Supremo por haber sido ministro. Como abogado defensor nombré el señor Jiménez de Asúa. Estando en la cárcel sufrí una de mis mayores desgracias. Mi esposa cayó enferma. Me dijeron que era necesario practicar una operación en la vesícula biliar, y rogué al señor Jiménez de Asúa solicitase permiso del Tribunal Supremo para presenciar la operación; permiso que fue otorgado. La operación se practicó con acierto y de ella salió bien, pero el corazón falló y la enferma falleció a las veinticuatro horas.

Todos los testigos me fueron favorables, incluso los presentados por el fiscal. Mi defensor pronuncio un admirable discurso tanto por la forma como por el fondo, digno de tan eminente jurisconsulto.

—Concluso para sentencia —dijo el Presidente.

A los cuatro días me pusieron en libertad. ¿Hice bien o mal al proceder como lo hice? ¿Debía entregar a la voracidad de la justicia burguesa a un defensor del proletariado? Mi conciencia está tranquila. Estoy convencido de haber cumplido con mi deber, pues ofrecerme como víctima sin beneficio alguno para la causa del proletariado hubiera sido tan inocente como inútil.

Después de la revolución:

¡Lerroux! El excroupier de las casas de juego de Caleña. El hombre de paja de «El País» en sus primeros tiempos; el servidor a sueldo del jefe monárquico don Segismundo Moret en Cataluña para combatir el catalanismo; el exemperador de El Paralelo de Barcelona; el demagogo de la tribuna tronando contra curas y monjas… ¡Condenando el generoso movimiento de octubre que trataba de salvar una República, cuyo manifiesto revolucionario para implantarla había redactado él!

«El Socialista» estaba suspendido; en cambio se publicaba «Democracia», órgano periodístico de Saborit, Besteiro y Trifón Gómez, en franca rebeldía contra la Ejecutiva que estaba en la cárcel y a la que se dirigían ataques difamatorios.

No se empleó solamente el ejército regular para ahogar en sangre el movimiento salvador; en Asturias actuaron las fuerzas del Tercio de Regulares —trasladadas desde África— con una ferocidad salvaje y, naturalmente, ello revela las órdenes que debieron recibir.

La Comisión Ejecutiva del Partido estaba en la cárcel. Sus miembros no podíamos hablar para dirigirnos a la opinión, ni la Ejecutiva tenía tomado ningún acuerdo sobre el particular, porque era prematuro hacerlo. Pero Prieto, como de costumbre, quería dirigir el Partido a su antojo, sin contar con nadie, aun siendo miembro de la Ejecutiva.

Cargando contra Prieto:

Lo que colmó la medida del cinismo y produjo gran indignación fueron las manifestaciones de Prieto diciendo: «Que era una vergüenza que nadie se hiciera responsable del movimiento», sabiendo, como sabía, cuál era el acuerdo de la Ejecutiva votado por él. Nadie con menos autoridad podía pronunciar tales palabras. ¡Él, a quien en la huelga de agosto del 17 le faltó tiempo para cruzar la frontera dejándonos a los demás en la brecha! ¡Él, que en diciembre del 30 se apresuró a salir al extranjero, dejándonos a los demás miembros del Comité revolucionario para que respondiéramos de lo hecho por todos! ¡Él, que habiendo aprobado quedarse en Madrid para el caso en que fuera necesario reunirse, sin decir nada ni consultar con nadie, en octubre del 34 se escapa a Francia dejándonos a los demás en las astas del toro! ¡Él censuraba a los que estábamos bajo la amenaza de sufrir penas gravísimas!… Era el máximo de la frescura.

Lo cierto era que en los momentos de peligro, desaparecía como por encanto. No conozco ni un solo caso en que haya estado en la cárcel por defender las ideas socialistas o los intereses sindicales de los trabajadores.

Una auténtica pandilla de descerebrados.

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