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Entre los muchos datos y documentos que estoy utilizando  para poder escribir el capitulo dedicado a Isabel II en la serie que vengo publicando sobre ASÍ LLEGARON LOS BORBONES A ESPAÑA, me he encontrado con la entrevista que don Benito Pérez Galdós le hizo a la Reina, ya en el exilio, en París en 1902, o sea, dos años justos antes de que muriese.

La entrevista la publicó en el periódico «El Liberal» y con su firma el día 12 de abril de 1904 y, como comprenderán es un documento histórico y por ello nos complace reproducir entero el texto de don Benito, así como la foto de la página del periódico. Este es el texto:

LA REINA ISABEL

La primera vez que tuve el honor de visitar en el palacio de la avenida Kleber á la reina doña Isabel, me impuso la presencia de esta señora un alelado, respeto, pues no es lo mismo tratar con majestades en las páginas de un libro ó en los cuadros de un Museo, que verías y oirias, y tener que decirles algo, dando uno la cara, en visitas de carne y hueso, sujetas á inflexibles reglas ceremoniosas. Por mi gusto, me habría limitado a las fórmulas de cortesía y homenaje, tomando á renglón seguido la puerta, sin intentar exponer siquiera el objeto de mi visita, el cual no era otro que solicitar de la majestad que se dignase contar cosas y menudencias de su reinado, haciendo la historia que suena después de haber hecho la que palpita…

Pero el embajador de España, amigo mío de la infancia, que era mi introductor y fiador mió en la empresa, hombro muy hecho al trato de personas altas, me saco de aquella turbación, y factimento expresó a la reina el gusto que tendríamos de oír de sus labios memorias dulces y tristes de su tiempo azaroso. Con exquisita bondad acogio´Isabel II la pretensión, y tratándome como a persona suya, que por suyos tuvo siempre á todos los españoles, me dijo: «–Te contaré muchas cosas, muchas, unas para que las escribas…, otras para que las sepas».

A los diez minutos de conversación, ya se había roto, no diré el hielo, porque no lo había, si no el macizo de mi perplejidad ante la grandeza jerárquica de aquella señora, que más grande me parecía por desgraciada que por reina. Me aventuraba yo á formular preguntas a cerca de su infancia, y ella con vena jovial refería los incidentes cómicos , los patéticos con sencillez grave á lo mejor su voz no entorpecía, su palabra  buscaba un giro delicado que dejaba entrever agravios proscritos, ya borrado por el perdón. Hablaba doña Isabel un lenguaje claro y castizo, usando con frecuencia los modismos más fluidos y corrientes del castellano viejo, sin asomos de acento extranjero, y sin que ninguna idea extranjera asomarse por entre el tejido espeso de españolas ideas. Es un lenguaje, propiamente burgués, y rancio, sin arcaísmo, el idioma que hablaron las señoras bien educadas en la primera mitad del siglo anterior; bien educadas, digo, pero no aristócratas. Se formó, sin duda, el habla, el habla de la reina en el círculo de señoras, mestizas de nobleza y servidumbre, que decidieron componer su habitual tertulia y trato en la infancia y en los comienzos del reinado. Eran sus ademanes nobles, sin la estirada distinción de la aristocracia modernizada, poco española, de rigidez inglesa, importadora de nuevas maneras, y de nuevos estilos elegantes de no hacer nada y de menospreciar todas las cosas de esta tierra. La amabilidad de Isabel ll tenía mucho de doméstica. La Nación era para ella una familia, propiamente la familia grande, que por su propia eliminación permite que se la den y se le tomen todas las confianzas. En el trato con los españoles no acentuaba sino muy discretamente la diferencia de categorías, como si obligada se creyese á extender la majestad suya y dar con ella cierto agasajo á todos los de la casa nacional.

Contó pasajes saladísimos de su infancia, marcando el contraste entre sus travesuras y la bondadosa austeridad de Quintana y Arguelles. Graciosos diálogos con Narváez contó sobre cuál de los dos tenía peor ortografía. Indudablemente, el general quedaba vencido en estas disputas, así lo demostraba la reina con textos que conservaba en su memoria y que repetía marcando las incorrecciones. En el curso de la conversación, para ella tan grata como para los que la escuchábamos, hacía con cuatros rasgos y una sencilla anécdota los retratos de Narváez. O,Donell ó Espartero, figuras para ella tan familiares, que á veces le bastaba un calificativo para pintarlas magistralmente… Le oí referir su impresión, el 2 de febrero del 52, al ver aproximarse á ella la terrible figura del clérigo Merino, impresión más de sorpresa que de espanto, y su inconsciencia de la trágica escena por el desvanecimiento que sufrió, efecto, más que de la herida, del griterío que estalló en torno suyo y del terror de los cortesanos. Algo dijo de la famosa escena con Olózaga en la cámara real, en 1844; más no con la puntualización de hechos y claridad descriptiva que habrían sido tan gratas á quien enfilaba el oído para no perder nada de tan amenas historias… Empleó más tiempo del preciso en describir los dulces que dió á D. Salustiano para su hija y la linda bolsa de seda que los contenía. Resultaba la historia un tanto caprichosa, clara en los pormenores y precedentes, obscura en el caso esencial y concreto, dejando entrever una versión distinta de las dos que corrieron, favorable la una, adversa la otra á la pobrecita reina, que en la edad de las muñecas se veía en trances tan duros del juego político y constitucional, regidora de todo un pueblo, entre partidos fieros, implacables, y pasiones desbordadas.

Cuatro palabritas a cerca del Ministerio Relámpago habrían sido más rico manjar de aquel festín de Historia viva; pero no se presentó la narradora en este singular caso tan bien dispuesta á la confianza como en otros. Más generosa que sincera, amparó con ardientes elogios la memoria de la monja Patrocinio. «Era  una mujer muy buena–nos dijo–; era una santa y no se metía en política ni en cosas del Gobierno. Intervino, sí, en asuntos de mi familia, para que mi marido y yo hiciéramos las paces, pero nada más. La gente desocupada inventó mil catálogos, que han corrido por toda España y por todo el mundo… Cierto que aquel cambio de ministerio fué una equivocación; pero al siguiente día quedó todo arreglado… Yo tenía entonces diecinueve años… Este me aconseja una cosa, aquél otra, y luego venía un tercero que me decía: ni aquello ni esto debes hacer, sino lo de más allá…  Pónganse ustedes en mi caso. Diecinueve años y metida en un laberinto, por el cual tenía que andar palpando las paredes, pues no había luz que me guiara. Si alguno me encendía una luz, venía otro y me la apagaba…» Gustosa de tratar ese tema, no se recató para decirnos cuán difíciles fueron para ella los comienzos de su reinado, expuesto á mil tropiezos por no tener á nadie que desinteresadamente la guiara y aconsejara. «Los que podían hacerlo no sabían una palabra de Gobiernos constitucionales; eran cortesanos que sólo  entendían de etiqueta, y cómo se tratara de política, no había quien los sacara del absolutismo. Los que eran ilustrados y sabían de constitución y de todas estas cosas, no nos aleccionaban sino en los casos que pudieran serles favorables, dejándome a obscuras si se trataba de algo en que mi buen conocimiento pudieran favorecer al contrario. ¿Qué había de hacer yo, tan jovencilla, reina á los catorce años, sin ningún freno en mi voluntad, con todo el dinero á manos para mis antojos y para darnos al gusto de favorecer a los necesitados; no viendo a mi lado más que personas que se doblaban como cañas, ni oyendo más que voces de adulación que me aturdían? ¿Qué había de hacer yo?… Póngase en mi caso…»

Puestos en su caso mentalmente, fácilmente llegábamos á la conclusión de que sólo siendo doña Isabel criatura sobrenatural, habría triunfado de tales obstáculos. Si yo hubiera tenido confianza y autoridad, habríame quizás atrevido á decirle: «Verdad, señora que en la mente de vuestra majestad no entró jamás la idea del Estado. Entró, sí, la realeza, idea fácilmente adquirida en la propia cuna; pero el Estado, el invisible ser político de la nación, expresado con formas de lenguaje antes que por pomposas galas que hablan exclusivamente a los ojos, rondaba el entendimiento de vuestra majestad, sin decidirse, á entrar en él. ¿Verdad que criaron á vuestra majestad en la persuación de que hacer podía cuánto se le antojara, y quitar y poner gobernantes como si cambiase de ropa? ¡no confió vuestra majestad demasiado en el amor de su pueblo y en la protección divina, dos cosas ¡ay! sujetas e inesperadas; las mismas quimeras? Porque los pueblos aman, y Dios protege, pero siempre con su cuenta y razón. El amor de los pueblos es siempre más egoísta que el de los hombres, y han menester los reyes de una constante atención sobre las vidas y sobre los intereses de la familia nacional para que ésta se mantenga firme en sus cariños y no se revuelva cuando se ve burlada y convertida en rebaño. El favor del cielo debió vuestra majestad esperarlo como sanción de sus acciones y de su fiel cumplimiento de las leyes, y no vislumbrarlo tras de las milagrerías y enredos con que alucinaban á la pobre niña y reina los traficantes  en piedad, y cambiantes de almas por intereses y de intereses por almas. Muchos lugares vió la reina en su largo camino desde la coronación al destierro, y a no pocos hubo de perdonar el mal que le hicieron á trueque de tantos beneficios para hombres de entereza y de gran virtud halló también en ese camino y no supo valerse de ellos. De los ingratos y de los que no lo eran, de la ambición de los revoltosos y del padecer de los pacíficos, del resentimiento de muchos y del derecho de todos, se tornó la gran justicia del 63, ardua, inevitable sentencia que nadie puede condenar analizando sus orígenes oscuros, sus medios desusados, porque los pueblos, cuando se juegan la vida por la vida, ponen en el lance todo lo que poseen.

Claro que esto fué pensado, y antes moriría yo que decirlo en la visita. Aún el pensarlo allí era gran impertinencia, por lo cual es lo más probable que lo pensó después. En la vuelta, yo no hacía más que recrearme oyendo el encantado mundillo de la Historia viva. Fresca, brotando de su nativo manantial. La reina Isabel, animándose con el renovar de añejas memorias, á cada instante tomaba más gusto á sus cuentos por el sabor propio de ellos y por la conciencia que tenía la narradora de su gracioso contar. Verdad que de los asuntos que iban saliendo, ella escogía los de su conveniencia y mayor agrado, desechando los que la enfadaban, o los que por tener espinas no podían pasar sin dolor por sus labios. Al fin, sintetizando ya todos aquellos  pasajes alegres y dolorosos que había contado, y como queriendo engarzar con un hilo de oro las buenas y malas venturas, dijo estas palabras que en mi mente conservo bien grabada: «Yo tengo todos los defectos de mi raza, lo reconozco; pero también algunas de sus virtudes.»

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Otro día nos dió noticias  interesantes de cosas y personas, y esclareció algún suceso desvirtuado por la pasión. Inclinado su pensamiento al pesimismo, vimos nublarse su rostro y empaparse el azul de sus ojos. «Sé que lo he hecho muy mal; no quiero ni debo rebelarme contra las críticas acerca de mi reinado… Pero no ha sido mía toda la culpa; no ha sido mía…» Acudió León y Castillo á dar consuelo al espíritu de la reina con la fina lisonja que le dictaban su cortesía y su cariñosa adhesión. Ponderó los progresos del reinado de Isabel ll, el desarrollo de la riqueza, la difusión de la cultura, el aumento del bienestar; señaló las puras glorias de la guerra de África, las victorias logradas en el terreno del arte y las letras; los ferrocarriles y tantas cosas que la reina no encontró el día de su advenimiento y dejó el día de su político. Pero aún teniendo estas cosas en boca del embajador toda la verdad del mundo, no convencían á la reina de la fecundidad de su reinado. Pero hay más, mucho más –decía– que pudo hacerse y no se hizo; ha faltado tiempo, ha faltado espacio... Yo quiero, he querido siempre el bien del pueblo español. El querer lo tiene una en el corazón; pero, ¿el poder, dónde está?… Sólo Dios manda el poder cuando nos conviene?… Yo he querido… ¿El no poder, ha consistido en mí ó en los demás? Esta es mi duda.»

Recordando después,, lejos ya del palacio de Castilla las últimas expresiones de desaliento que oímos á la reina Isabel, y aquella otra declaración que en anterior visita hizo, referente á los defectos y virtudes castizas que reconoce en sí, vine á pensar que sus virtudes puedan pertenecer al número y calidad de las elementales y nativas, y que los defectos, como producto de la mala educación y de la indisciplina, pudieron ser corregidos, si en la Infancia, hubiera tenido Isabel á su lado personas de inflexible poder educativo, y si en las épocas deformación moral tuviese un corrector dulce, un maestro de voluntad que le enseñase las funciones de rutina fortalecerá su conciencia vacilante y sin aplomo. No se apartaba de mi mente la imagen de la reina bondadosa, tal como en sus floridos años nos disputan las pinturas de la época y pensando en ella hacía lo que hace cuando leemos páginas tristes de un desastre histórico y de las reformas y desolación de los reinos. Nos complacemos en desbaratar todo aquel catálogo de verdades y en editarlo de nuevo á nuestro gusto. Yo reconstruía desde sus cimientos, y á mi gusto levantaba después hasta la cúspide o bóveda más alta poniendo la fortaleza donde calaba la debilidad, de las cosas donde moraron nuestras pasiones, la superstición y esta reconstrucción empezada, como he dicho, y lo primero que enmendaba era el nuevo concierto de las bodas reales.

Sin atender a nadie, y por puro pasatiempo imaginativo, puede uno dedicar sus ratos de meditación á ejercer de Providencia que vela por los Pueblos. Yo reformaba la Historia, y hacía del reinado de Isabel, con la misma lealtad, no con otra, un reinado de bienandanzas. Las bellas cualidades de la soberana las dejaba como eran y han sido hasta el día de su muerte, y los defectos los reduce lo más mínimo, casi a la nada, bajo la nación de un matrimonio dictado por la razón y por el mutuo cariño. Casaba yo a la reina de España con un príncipe ideal, escogido entre los mejores de Europa, y como esto que digo es Imaginación o más bien sueño, no estoy obligado á decir el nombre y lo   sólo con la socorrida fórmula teórica de Equis Equis. Daba su mano a Isabel á despacho de Palmerston y de Guizord, y casados se quedaban, ó no las en entrometidas matronas Inglaterra y Francia… pero ahora falta la otra cosa en el restaurado edificio histórico. Para que Isabel ejerciera noblemente su soberanía constitucional, elegia yo entre todos los hombres políticos que hemos tenido desde aquellas calendas, á D.Antonio Cánovas no como era él un mozuelo sin experiencia sino como fue después en la madurez de su vida política. Con el Cánovas de 1876,  puede 30 años atrás en la serie histórica tras mutación admisible de la Ley del ensueño, no había miedo de que a espaldas de Gobiernos visibles trabajaran en las sombras políticas, los camarillas enmascarados, apartando de su dirección recia las resoluciones del Gobierno, (Cánovas y quien sueña Cánovas, puedo soñar Prim ó Sagasta, aunque estos habrían sido más útiles en días posteriores del reinado), hubiera hecho de la servidumbre de palacio, habría cortado toda comunicación con monjitas estáticas y capellanes traviesos, suprimiendo con solo un gesto la milagrería y embusteras vanidades que así desdoraban el trono como el altar… pues este ideal estadista, que he llamado Cánovas porque los talentos y el rigor de este hombre de nuestro tiempo paréceme los más adecuados, para inaugurar aquellos un reinado eficaz es otra Equis que con la de atrás completa la existencia privada y política de Isabel II.

Porque nos asegura que estos dos  detalles ó signos, puesta la X política a la izquierda de la Reina, a la derecha la X marital, ¿habrían podido contratacar el empuje de las facciones y hacer frente a los efectos de la cruenta guerra, defenderse del conspirar continuo y atajar los pronunciamientos? No habrían hecho todo esto; pero sí algo, más que algo, casi lo bastante para que el reinado se desenvolviera entre subes discordias, empañando al fin semipacientemente con otro reinado en que la mayor cultura facilitara la acción gobernando. Y a esta paz relativa, alivio más que remedio de tantas guerras, hubieran llegado las dos X con solo abstenerse del error de aquel tiempo que fue la desheredación de los progresistas. Invitados estos al juego constitucional, y sanadas sus animas del pulgatorio del ayuno crónico habrían dado a la patria grandes hombres, y sin duda alguna nueva X del esclarecido brillo en nuestra historia.

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Más todo esto es sueño, y en sueños han existido estas X, correctores del Destino y de la adversidad humana. Es un consuelo aceptable, a falta de otros, el restificar en sueños nuestras desdichas y las ajenas.quien asegura que este mismo sueño del Rey X y del Ministro X no lo tuvo en sus tristes días la desgraciada Isabel? ¿Y quien asegura que no lo tiene ahora?

 

¡Cómo ha de ser! Por no haber agregado a la inocente Isabel las dos XX, todo se lo llevó la trampa y las buenas cualidades de la Reina, ineficaces para la salud de la patria, solo han servido para que alguno, quizás muchos ciudadanos agradecidos, puedan enaltecer su memoria. La bondad generosa, el fácil arranque para las dadivas y mercedes, el corazón abierto a los cariños y cerrado a los rencores, quedaron obscurecidos y ahogados por incusbtancial  beateria por la volatilidad y sin razón que precidian sus cambios de gobierno, por el olvido del principio de libertad, razón primera de su jerarquía, y acento de los héroes que dieron la vida por ganar para ella la corona. ¡y ella se quejaba de los ingratos, sin darse cuenta de la monstruosa ingratitud suya!

Comparemos, poniendo los tiempo de Isabel junto a los tiempos siguientes, para ver si estas generaciones valen más o menos que aquellas. Vemos que si en algunos órdenes la diferencia es favorable a nosotros en otros hemos perdido mucho. Entonces era mayor la ignorancia; para las voluntades más firmes. Entonces hacían los hombres algo bueno, algo y quizás algos, pertenecientes al reino de la maldad; ahora los hombres han descubierto y practican el fácil oficio de no hacer nada. Entonces había más fe, ideales luminosos, mayores arrestos para todo; hoy tenemos mayor cultura, conocimiento de mayor extensión; se sabe el nombre de las cosas, de las subcosas, y toda derivación de la materia o del pensamiento; tiene su estudio; más reina en las almas el orgullo del saber o el desdén de lo que es ignorar ambos en la blanca línea  de las acciones.

¿Proceden estos males de los males de marras? Así debe de ser, como nuestra relativa escritura tuvo por maestra la pedantería de aquellos tiempo y el poquito saber de entonces se acumuló en escuelas y talleres. Y es indudable que el ejemplo más pernicioso que nos dejó aquel reinado fue un nuevo mandamiento de novísima ley que entonces empezó a tener franco uso : «hagamos todo lo que nos antoje, y cada cual observe la ley de su propio gusto». El cumplimiento del deber, desde aquellas décadas rige solo para los tontos y de estos, rodando años y días, van quedando muy pocos. En cambio, acrece prodigiosamente agudos, chistosos y recientemente prácticos, maestros en la sutil corruptela de hacer cada uno lo que quiera, revistiendo el desafuero de formas hipócritas y pagando a la ley un tributo externo por medio de trampas hechas configurados resortes y pintados mecanismos que imitan los de la ley. Esto mal viene de allá, de los enmarañados tiempos en que difícilmente se veía la relación entre los efectos y las causas. Su inicial impulso nadie sabe donde estuvo; para allá procede, sin duda, esta facilidad para elegir normas de la vida los propios gustos, como este resurgimiento social de tomarlo todo a broma y el hablarlo todo con chistes, omitiendo la desvergüenza con módulos del lenguaje a veces ingenioso, signo y marca indudable de nuestra decadencia.

¿Y como dudar que de allá nos vino que caciquismo, ahora más terrible y devastador que en sus orígenes porque lo hemos cultivado con esmero y al aire libre y en estufa, y dándole más fuerza para que nos atormente a todos por igual sin que ningún nacido se escape? Finalmente, en descargo de aquella edad, reconozcamos como obra exclusiva de la nuestra este mal inmenso metido en lo mas hondo de nuestra naturaleza, al cual llamamos crudamente la frescura nacional. La imagen de esta generación, principalmente en la aparte de ella que habiata en las grandes ciudades, se nos representa alzando los hombros y alzando el labio inferior para expresar el desden sobre todas las cosas. ¿se nos van las provincias de Ámerica y Oceanía? Bueno ¿se estanca la riqueza, pierdo la mitad casi de su valor nuestra moneda, nos cierran las anciones modernas el camino de Ámerica, cuidadas en el vergonzoso abandono de nuestra política internacional? Bien: todo está bien… Vivimos y vagamos sin pavor el fin de nuestras desdichas, heredadas las unas de creación reciente las otras.

Faltas añejas, faltas recientes nos han traído a esta situación. Debilitado el ideal patrio. Debilitada la fe en la monarquía, la fe en la republica, queda solo la esperanza en una nueva fe, que sería del fondo social acabando con la indiferencia y el caciquismo, con el autonomismo personal y con la caterva depravada de frescos y chistosos. Los problemas que enardecían a los hombres en otro tiempo, pasaron y se desvanecieron o resueltos o a medio resolver, perdido el gran interés que a los hombres movía en favor de ellos. Resta el problema nuevo que avanza entre tanto escombro, el problema del vivir, de la distribución equitativa del bienestar humano y de las vindicaciones que, apenas intentadas aparecen por todo el mundo la desconfianza y el pavor. Todo eso viene, y ante esta intensa aspiración general incontrastable poder la historia de ayer quedará reducida a cuentos vanos, y las figuras que fueron grandes ó que lo parecieron, mermarán hasta llegar a ser a penas perceptibles. El reinado de Isabel se irá borrando de la memoria, y los males que trajo, así como los bienes que produjo, pasarán sin dejar rastro, la pobre reina, tan fervorosamente amada en su niñez, esperanza y alegría del pueblo, emblema de libertad, después hollada, escarnecida, y arrojada del reino, baja al sepulcro sin que su muerte avive los entusiasmos ni los odios de otros días. Se juzgará su reinado con crítica severa; en él se verá el origen y embrión de no pocos vicios de nuestra política;  pero nadie niega ni desconoce la inmensa ternura de aquella alma ingenua, indolente, fácil a la piedad, al perdón, a la caridad, como incapaz de toda resolución tenaz y vigorosa, Doña Isabel vivió en perpetua infancia, y el mayor de sus infortunios fue haber nacido reina y llevar en su mano la dirección moral de un pueblo, grande obligación para tan tierna mano.

Fue generosa, olvidó las injurias, hizo todo el bien que pudo en la concesión de mercedes, y beneficios materiales; se reveló por un altruismo desenfrenado, y llevaba en el fondo de su espíritu un germen  de compasión impulsiva en cierto modo relacionado con la idea socialista, porque de él procedía su afán de distribuir todos los bienes de que podiá disponer, y de acudir á donde quiera que una necesidad grande ó pequeña la llamaba. Era una gran revolucionaria inconsciente, que hubiera repartido los tesoros del mundo, si en su mano los tuviera, buscando una equidad soñada y una justicia que aún se esconde en las vaguedades del tiempo futuro. En sus diás triste soñaba con las dos Equis, que hubieran hecho de ella una reina burguesa y correctísima. Tal vez en los días alegres soñó con una tercera Equis, que la guiaba al reino inmenso, misterioso, de la nivelación social, donde todos los humanos disfrutaran por igual de las cosas del cielo y de la tierra.  

Descanse y sueñe en paz.

                B. PÉREZ GALDÓS

Abril 1904.

 

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