17/05/2024 04:15
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Como si se cerrara el círculo de su biografía donde arrancó, lejos de España -nació en el exilio en Roma en plena Guerra Civil y todo apunta a que, tras haber reinado treintena y nueve años, acabará sus días en su destierro de Abu Dhabi-, la azarosa y errante vida del rey Juan Carlos parece extraída de la imaginación portentosa de William Shakespeare.

Luchas por el trono, intrigas palaciegas, disputas entre padres e hijos, rencillas familiares, dilemas morales, codicia, ambición, celos, traición, deslealtad, infidelidades…hasta el homicidio involuntario de su hermano Alfonso con un revolver cuando éste se hallaba dentro de un armario un Jueves Santo en Villa Giralda, nos trae a la mente al príncipe Hamlet, que mató sin querer a Polonio con una espada a través de la cortina creyendo que se trataba de Claudio, el asesino de su padre.
A don Juan Carlos sólo le faltaba una caída, como la que sufrió Ricardo III en la batalla de Borsworth-inmortalizada por el Bardo de Avon -, para que su vida pareciera del todo inspirada en la obra de Shakespeare. La naturaleza imita al arte…
– ¡Un caballo!¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo! – clamó el malvado monarca, giboso y contrahecho, blandiendo su espada, pie en tierra, a merced de los soldados de Enrique Tudor, conde de Richmond, cuando lo cercaban.
Rey de Inglaterra y señor de Irlanda, Ricardo III fue el último monarca de la Casa de York y de la dinastía Plantagenet.
Su derrota en la batalla de Borsworth en 1485 rubricó la guerra de los Treinta Años, igualmente conocida como la guerra de las Dos Rosas -la blanca de Los York y la encarnada de Los Lancaster- y significó no sólo el advenimiento de la dinastía Tudor sino también el final de la Edad Media en Inglaterra.
Su historia fue llevada a las tablas por Shakespeare.
Aquella mañana, Ricardo III se preparaba para la batalla más trascendental de su vida, acosado por el ejército de Enrique Tudor, conde de Richmond y pretendiente a la corona de Inglaterra. Tras ordenar a su sirviente que le ensillara su caballo inmediatamente, el herrero ahormó a toda prisa las herraduras con una barra de hierro. Pero al llegar a la cuarta pata, advirtió que le faltaba un clavo para completar la tarea, entregando al équido con la herradura suelta. Tras el choque de los ejércitos, en el fragor de la batalla, Ricardo observó que sus soldados reculaban ante las acometidas del enemigo. Entonces, para arengar a los suyos, espoleó los ijares de su caballo… En ese momento se soltó la herradura, ambos rodaron por el suelo y perdió el casco en la caída.  El corcel, tras levantarse, huyó despavorido, abandonando a Ricardo a su suerte, y rodeado por sus enemigos, fue abatido con dagas, espadas y alabardas mientras clamaba desesperadamente por su caballo y por su reino perdido…
A don Juan Carlos- decíamos- solo le faltaba una caída para que su biografía fuese completamente shakespeariana, y la sufrió en 2012, en Botswana, un 14 de abril- como si se tratara de una broma cruel del destino-, al descender de un bungalow de madrugada durante aquella sonada cacería de elefantes a la que asistió en compañía de su amante, la princesa Corinna Larsen. Con esa aparatosa caída no sólo se rompió la cadera también empezó el declive de su reinado…
– El amor por don Juan Carlos ha derivado en una gran amistad- le dijo la reina Sofía a Pilar Urbano en cierta ocasión.
Tal vez a eso se refería Oscar Wilde cuando por boca de Lord Henry -su cínico y refinado alter ego en «El retrato de Dorian Gray»- afirmó:
– La diferencia entre un capricho y un amor para toda la vida, es que el capricho dura un poco más…
El propio Oscar Wilde lo experimentaría años más tarde en sus propias carnes con Lord Alfred Douglas, cuyo padre, el marqués de Queensberry, tras un tortuoso proceso, lo arrastró primero a la cárcel y después a la ruina.
– Estoy muriendo por encima de mis posibilidades…
Fueron sus últimas palabras cuando se hacía pasar por Sebastian Melmoth para borrar las huellas de su pasado, después de pedir una botella de champán en el cochambroso hotel Alsace de París,
cuya cuenta pasó a la posteridad.
El hotel hoy, ironías del destino, conserva la factura impagada como una reliquia.
Lo verdaderamente misterioso, como nos advierte el maestro del epigrama y la paradoja en su loa a la juventud, no es lo que no se ve, lo que permanece oculto, sino lo visible, lo que salta a la vista, es decir, la belleza.  Porque la belleza no sólo turba los sentidos, perturba también el juicio. Nos trastorna, nos altera- de alterare, convertirse en otro- transformándonos en un ser distinto e irreconocible, capaz de cometer cualquier desvarío, incluso un delito y hasta un crimen. «Cherchez la femme».
Fue Alejandro Dumas quien acuñó la expresión en su novela «Los mohicanos de París». La literatura y el cine negro están plagados de casos – «Perdición», «El cartero siempre llama dos veces», «Fuego en el cuerpo»…-. Y es que tras la conducta anómala de un hombre no pocas veces vislumbramos la silueta de una mujer.
En «El Ángel Azul«, la obra maestra de Josef von Stenberg basada en la novela de Heinrich Mann,  que catapultó al estrellato a Marlene Dietrich en los años treinta, asistimos al descenso a los infiernos del venerable profesor Rath -encarnado por Emil Jannings-, que sucumbe al irresistible magnetismo de Lola, la vedette de piernas largas y torneadas con la que se  se topa fortuitamente en «El Ángel Azul», el cabaret al que acude a reprender a sus rijosos y díscolos alumnos del liceo.
La deslumbrante «femme fatale» no sólo le hace perder la cabeza al viejo profesor, también su reputación y, más tarde, su empleo, para acabar sus días actuando de payaso en un circo, convertido en el hazmerreir del público, cruel metáfora de hasta dónde puede llegar la degradación de un hombre subyugado por el cuerpo sinuoso de una mujer.
Nada más evidente y, a la vez, más misterioso e inefable.
En 1975, precisamente el mismo año que don Juan Carlos fue proclamado rey, John Huston dio forma a un viejo sueño: llevar a la pantalla la novela de Rudyard Kipling «El hombre que pudo reinar«.
La cinta no se estrenó en España hasta el verano del 76, donde yo la vi en el cine Capitol.
La película narra la aventura de dos intrépidos suboficiales del imperio británico destacados en la India -Daniel Davrot y Peachy Carnehan-, interpretados respectivamente por Sean Connery y Michael Caine, que se lanzan con un cargamento de armas a una misión imposible: la conquista del reino de Kafiristán, un lugar remoto al nordeste de Afganistán, entre escarpadas montañas, hasta donde sólo había conseguido acceder en el siglo lV antes de Cristo,  Alejandro Magno.  Sin embargo, tras no pocas vicisitudes, la realidad superará todas sus expectativas. Daniel Davrot -Sean Connery- no sólo llega a reinar sino que debido a una serie de equívocos acabará siendo tenido por un dios en Kafiristán.
La flecha que se clava en su bandolera durante una batalla hará creer a los nativos, al no sangrar, que es inmortal.
Y la medalla que cuelga de su pecho les llevará a suponer que se trata de un descendiente del rey heleno. Obsequiados con un tesoro de incalculable valor, oculto en una bóveda subterránea, Daniel Davrot y Peachy  Carnehan -su fiel amigo y compañero-, tan sólo tienen que esperar la llegada de la primavera, cuando los gansos surcan el cielo, para partir a Inglaterra con los bolsillos repletos de de oro, rubíes y piedras preciosas; sin embargo, Daniel, ebrio de poder,  sufre delirios de grandeza -llegando incluso a exigir a su viejo colega que le haga la reverencia-, y tras encapricharse de una exótica nativa, le pide matrimonio. El día de la ceremonia nupcial se aproxima a su prometida para besarla pero ella creyendo que Daniel al ser un dios está hecho de fuego, atemorizada, lo muerde con fuerza, brotando de su rostro unas gotas de sangre.
La tribu se percata de que es de carne y hueso y lo arroja al vacío desde lo alto de un puente colgante. Los dioses no pueden tener debilidades humanas…
La enseñanza de Kipling es clara y diáfana:
Cuando uno ignora que lo que separa la gloria del fracaso es una delgada línea -esos dos impostores a los que alude en su célebre poema «If»-, el poder llega a trastornarnos, a endiosarnos hasta el extremo de olvidar nuestros orígenes y perder el contacto con la realidad.
Es fácil imaginar a nuestro rey emérito en Abu Dhabi, adonde se ha retirado, achacoso y fatigado, igual que un viejo elefante al Aventino.
Probablemente más de una noche de insomnio -o en el duermevela- reflexione en voz alta sobre las luces y las sombras de su reinado, como si fuese un personaje de Shakespeare, solitario y atormentado, intentando en vano exorcizar sus demonios interiores y familiares. Aquellos que antes inclinaban la cerviz en su presencia, lo lisonjeaban untuosamente y reían sus ocurrencias a mandíbula batiente, ahora le dan la espalda o se han esfumado. Aunque él sabe que por estas latitudes «se entierra muy bien» y pasará a la posteridad como el artífice de la Transición.
Sin embargo, para otros -tampoco se le escapa-, será siempre recordado como el rey felón, por traicionar a su padre y a Franco.
Atrás quedan sus días de vino y rosas en España, adonde le trajo a bordo del Lusitania Express, cuando era un niño, el Generalísimo, para entregarle las llaves de uno de los reinos más antiguos y legendarios de Europa pero él las extravió durante una cacería de elefantes en Botswana.
«Cherchez la femme»…
Miguel Espinosa García de Oteyza.
Escritor.

Autor

Miguel Espinosa Garcia de Oteyza
Miguel Espinosa Garcia de Oteyza
Miguel Espinosa García de Oteyza es licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid.
Ha desarrollado su actividad profesional en la Bolsa, la Banca y la Empresa.
Hijo del que fuera ministro de Hacienda de Franco, Juan José Espinosa San Martín, Miguel es también autor de tres libros. El más reciente, "Mi tío robó los diarios de Azaña y otras historias familiares".
LEER MÁS:  Zdzisław Krasnodębski (eurodiputado Ley y Justicia): “Somos soberanistas y socialconservadores”. Por Álvaro Peñas
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Geppetto

La historia del Rey Juan Carlos es mas o menos, una mas entre la de los reyes Borbones, hombres y mujeres.
Buen comienzo, lios sin fin durante su reinado, declive de España y ocaso del monarca fuera de España

Antonio

No hay Borbón bueno…
Puteros y putas, golfos, malgastadores, vividores, tienen todos los vicios de los españoles, PERO NINGUNA DE NUESTRAS VÍRTUDES.

Antonio

Es lo que pasa cuando SE PIENSA CON LA POLLA, y no con la cabeza…

aliena

Bueno, con el bolsillo también ha pensado, por ejemplo cuando tuvimos que empezar a comprar el petróleo a otros países, que nos lo cobraban más caro, pero en los cuales había una jugosa comisión para el Rey ( fuente, Roberto Centeno ).

Anna Casaus
Pedro

¿Cuántos MILLONES DE EUROS ANUALES nos está costando mantener a este individuo, entre escoltas, viajes, etc…?
Y todo para que, encima, pague sus impuestos -suponiendo que pague algo-, en una satrapía mora, en lugar de en la nación QUE LE PAGA LOS ESCOLTAS, ETC.
¿Cómo no voy a ser republicano…?

Geppetto

El problema es que el rey es un inutil que cuesta un dineral, pero los politicos cuestan siete veces mas y destruyen todo lo que tocan.
España no tiene solución, ponemos verde al Borbon, con toda la razon y dejamos que los politicos, esos bandidos miserables, se queden con todo mientras nos putean a base de bien.

aliena

La «imaginación portentosa» de Shakespeare ( suponiendo que fuera suya y no de Bacon u otro ) deja mucho que desear pues siempre se basó en obras anteriores. Y ya imagino que para ustedes, tan patriotas, sería un calvario encontrar un referente literario nacional pese a que España cuente con la literatura más potente de todo el orbe, la que ustedes ignoran y desprecian. Muchas gracias, luego háblenos de la «Hispanidad», bah.

Alberto Mallofré

Shakespeare fue un gran autor, como lo fue Lope de Vega, como lo fue Molière o como lo fue Goldoni. El arte no conoce fronteras. Una cosa es ser patriota y otra ser chovinista.

aliena

Shakespeare, un «portentosa imaginación», pfff, un señor – o varios u otro – que no superó ni uno de los caducos esquemas del momento.

Alberto Mallofré

Shakespeare fue un gran autor, como lo fue Lope de Vega, como lo fue Molière o como lo fue Goldoni. El arte no tiene fronteras.

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