22/11/2024 08:38
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Consideraciones preliminares

Lejos de mi intención llevar la contraria o enmendar la plana a dos eclesiásticos de la talla de Carlo Maria Viganò y Atanasio Schneider, a quienes por lo demás sigo con atención, en sus críticas y reservas últimas al Concilio Vaticano II. Incluso de forma elegiosa me he referido en ocasiones a ambos; y asimismo, siempre he aprovechado para reconocer que ellos están mucho mejor preparados doctrinalmente que yo, de suerte que además uno y otro deben tener asesores, como obispos que son, en tanto yo, mero seglar, estoy complemente solo ante el peligro, dicho quede con ecos cinematográficos: escribo por mi cuenta y riesgo sobre lo divino y lo humano, sobre la actualidad de la Iglesia, o sobre el cine que me gusta.

 

Al grano. La crisis actual de la Iglesia católica es una evidencia de tal magnitud, es un secreto a voces tan manifiesto, que yo diría que pasa por ser una de las escasas verdades que de hecho concitan la coincidencia de diagnóstico entre los tres grupos, sectores o sensibilidades eclesiales principales que actualmernte tenemos en la Iglesia; las diferencias en todo caso serían en lo tocante a qué medicinas dar al paciente para su sanación, y en las causas que han provocado la enfermedad. 

 

A saber: los católicos empeñados en creer cum Petro et sub Petro (entre los que me encuentro), con lo cual sí aceptamos el Concilio Vaticano II y no de mala gana, como con remordimientos, con incurable pesar de conciencia -como si nos avergonzáramos del Concilio-, auque tampoco tiene que ser con infundados e ingenuos optimismos que nos incapaciten para intentar desplegar una mirada o lectura crítica de ese Concilio. 

 

Como católicos empeñados en este creer cum Petro et sub Petro, participaríamos de la muy ratzingeriana concepción de aceptar el Concilio Vaticano II, el número 21 de los celebrados por la Iglesia, desde la llamada hermenéutica de la reforma en continuidad con la Tradición, por más que esta hermenéutica de la reforma se tope con textos en apariencia difícilmente conciliables con la doctrina católica preconciliar, como desde hace meses se empeña en poner de manifiesto el arzobispo Carlo Maria Viganó.

 

Ergo, de veras que me gustaría -¡y tanto que me gustaría!, no se imaginan cuánto- ser tan competente en lo teológico como para poder resolver estos casos dudosos por mí mismo, solo que si no puedo hacerlo, no se me caen los anillos para admitir esto, que es una respuesta católica tradicional, lo reconozco: doctores tiene la santa madre Iglesia que lo sepan explicar.

 

Luego tenemos a los dos grupos, sectores o sensibilidades católicos que despliegan una lectura del Concilio Vaticano II no desde la herméutica de la reforma en la continuidad sino en claves de ruptura: la ruptura progresista y la ruptura integrista.  

 

Por mi parte, si antaño o durante algunos lustros me hice asiduo de grupos católicos adscritos a la sensibilidad progresista -trato frecuente del que conservo aspectos o acentos católicos como el del sacerdocio universal de los fieles, el de la vocación cristiana común del católico allende respectivos o particulares estados de vida, el de la concepción de las comunidades cristianas como comunidades fraternas y asamblearias de iguales-, hogaño muy difícilmente puedo ser un entusiasta del giro ultraclerical de los grupos integristas católicos (lefebvristas, filolefebvristas, sedevacantistas…). A mi juicio -puedo estar equivocado, ni que decirlo-, el tradicionalismo católico de todos estos grupos lo que postula es una clara clericalización de la Iglesia, manifestada incluso en un retorno al uso de hábitos de vestir eclesiásticos de clara sintonía preconciliar, digámoslo así.

 

Vamos, con un ejemplo se viera con total claridad, que un ejemplo vale más que mil palabras: del tuteo que prefería para que lo tratara todo el mundo un obispo tan hijo del Vaticano II como nuestro estimado Ramón Echarren, que en gloria esté, a las pintas de los obispos en la estela de Marcel Lefebvre, tan dados a mostrar su anillo episcopal para que todo el que quiera lo bese, en señal de manifiesto y público reconomiento eclesial de la autoridad de que está revestido el obispo.

 

Ciertamente, durante lustros me sentí incomparablemente más identificado con el talante de obispos como Ramón Echarren o Alberto Iniesta (por solo poner dos ejemplos de obispos españoles, típicamente taranconianos ambos) que con el talante de obispos como Marcel Lefebvre, porque además yo tenía mi propia vitamina o fórmula cuando también experimentaba que entraba en conflicto con las formas más estridentemente progresistas de ciertos sectores eclesiales. A saber: la fe cum Petro et sub Petro. Esta era la salvaguarda, el límite que no se debía traspasar. 

 

Sin embargo, hoy por hoy siento una curiosa admiración por la vida y obra de monseñor Marcel Lefebvre, hasta el punto de que siento más bien desdén hacia los postulados de rupturismo extremo con la Tradición y la doctrina de la Iglesia de alguien como Hans Küng, pongamos, teólogo suizo a quien en su momento leí, y de quien aprendí algo de lo poco que probablemente haya llegado a conocer de teología: paradigma el suizo del teólogo progresista. Ergo, entre la ruptura con el Concilio Vaticano II propia del sector progresista y la ruptura con dicho Concilio postulada desde las filas del lefebvrismo, sin duda de ninguna clase suscita mi máximo interés lo que se critica y rechaza de la Iglesia conciliar desde el tradicionalismo católico más o menos integrista y disidente, y casi que ningún interés lo que dicen Hans Küng y compañía. 

 

Aunque ojo: por más que hoy por hoy me siento y confieso distante de sus posiciones teológicas en general, no se me ocurre condenar a Hans Küng, ni negar sus talentos, carismas y cualidades como teólogo. Como tampoco se me ocurre meter en el mismo saco con el suizo Küng a otros teólogos, también sistemáticamente despreciados y rechazados por el tradicionalismo católico, como Henry de Lubac, Hans Urs von Balthasar, Chenu, I. Congar, Bernhard Häring, Joseph Ratzinger, el propio K. Rahner… Al respecto, ni que decir que no soy experto conocedor de la obra de ninguno de estos autores citados, pero sí que creo conocer lo suficiente como para emitir este juicio, este parecer: sus respectivas trayectorias teológicas no merecen la condena sumarísima que reciben desde la generalidad de los sectores del tradicionalismo católico, ¡ni muchísimo menos!   

 

En la actualidad, tengo una visión más centrada, equilibrada y matizada de todos estos asuntos, y además me ha dado por admirar en alguna medida no pocos aspectos de los lefebvristas. Solo que en general y sin querer entrar en detalles me sigo sintiendo más identificado con la noción progresista de sentir la Iglesia como comunidad fraterna de iguales que como estructura esencialmente clerical, jerárquica, piramidal, en la que hasta por la forma de vestir se establecen distancias, límites, distingos. 

 

Amén de que el antisemitismo de los tradicionalistas católicos de corte disidente e integrista no me gusta: los judíos, receptores de la Antigua Alianza, están llamados a la conversión a Cristo y su Iglesia, que es la Nueva Alianza, pero no es de justicia seguir llamándolos pérfidos deicidas. Amén de que aunque no abrigo ninguna duda sobre que la Iglesia católica es la única Iglesia fundada por Cristo, y ciertamente la figura de Martín Lutero me resulta no poco repulsiva, no siento reparo alguno en confesar que admito ciertos valores, carismas, acentos espirituales y aspectos positivos en el cristianismo evangélico, siempre hijo de Martín Lutero y del resto de reformadores. Amén de que en el resto de las religiones, en mayor medida en unas que en otras, ciertamente, yo sigo aprehendiendo semina verbi (“semillas del Verbo”): pedazos o jirones de la única y total verdad que es el Dios Uno y Trino.

 

Dicho con otras palabras: ya he confesado que actualmente me atrae no poco la figura de alguien como Marcel Lefebvre y toda su obra, el legado de su Fraternidad San Pío X, vale (por cierto, desde el sedevacantismo se echan pestes de Lefebvre, al que algunos llaman Lafiebre). Del arzobispo misionero francés he leído algunos textos, no digo libros enteros. Expresa la verdad católica desde una perspectiva tradicionalista, claro, faltaría más. Solo que a mí me parecen más profundos autores como Hans Urs von Balthasar, por ejemplo, o el propio Juan Pablo II, que Marcel Lefebvre, cuyo pensamiento no me parece particularmente original.

 

Ojo: la Iglesia es jerárquica, esto es, piramidal, fundamentada en la autoridad apostólica de sus pastores, la cual remite al único fundamento que es Cristo. Lo acepto de buena gana. Pero digámoslo con Agustín de Hipona: «Con ustedes soy cristiano; para ustedes soy obispo». Esto es: siento predilección por los eclesiásticos que saben conjugar muy bien esa doble dimensión: ser autoridad cuando hace falta serlo, cuando hay que enseñar, guiar, animar, sancionar incluso; el resto del tiempo, ser cristiano con el resto del Pueblo de Dios. Ergo, a mi juicio al menos y tal y como lo percibo yo, aprehendo que los clérigos del tradicionalismo lefebvriano ponen el acento en lo que los diferencia de los seglares, no en lo que compartimos universalmente clérigos y seglares: la común condición de discípulos de Cristo en su Iglesia.

 

De modo que esto que acabo de confesar es solo una percepción, sí -y que también puede estar desenfocada, pero es la mía y no tengo otra, siquiera de momento-. A la luz de la misma, no tengo reparo alguno en defender que los consagrados a Dios por votos o por el estado de vida célibe propio de los ministros ordenados, está muy bien que signifiquen su estado consagrado de vida con trajes talares, en regla todo con el actual Código de Derecho Canónico, pero a mí al menos me basta que ello sea según el espíritu de reforma y de apertura del Concilio Vaticano II, no según los usos y costumbres preconciliares. 

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Meollo del asunto (u otras perplejidades) 

 

Reconocido lo anterior, vamos seguidamente con una relación de perplejidades referidas a la crisis actual de la Iglesia (diagnóstico de la misma, causas, soluciones…); y asimismo referidas a las críticas, enmiendas, negaciones y reservas que se formulan contra la que llaman Iglesia conciliar desde el llamado tradicionalismo integrista

 

La primera es que si como se afirma desde el tradicionalismo integrista el Novus Ordo Missae es ilícito, ambiguo, de dudosa validez, herético, cismático, neomodernista, protestantizante y sacrílego, ¿la inevitable conclusión es que el 99,5% de los católicos en todo el orbe están celebrando una pantomima en la que no se hace sacramentalmente presente Cristo, desde hace 50 años, desde el año 1970 en que el papa Pablo VI promulga el Nuevo Misal, la nueva misa o misa de Pablo VI? Los papas entonces desde Pablo VI hasta el actual Francisco, pasando por todos los cardenales, obispos, presbíteros, monjes, monjas, religiosos y seglares que deben constituir el 99,5% de la Iglesia conciliar, ¿celebran un sacramento que, reconociéndolo como el fundamento de la Iglesia (cfr. La Iglesia vive de la Eucaristía, carta encíclica de Juan Pablo II, 2003), en realidad es una farsa, una pantomima? Pero entonces, ¿qué hacemos con los llamados milagros eucarísticos, que han sucedido en las nuevas misas o Novus Ordo?

 

Vamos con una segunda. Desde las filas del tradicionalismo integrista se señala que la misa Novus Ordo es una invención de la Iglesia conciliar de índole masónica y protestantizante. Dejemos a un lado lo de «masónica y protestantizante». Lo que tenemos es que la nueva misa o misa de Pablo VI mantiene las palabras del Señor en la Última Cena, al igual que la llamada misa tridentina o Vetus Ordo. A saber:  <<Mientras comían, Jesús tomó pan y, después de pronunciar la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomen y coman; esto es mi cuerpo». Después, tomando una copa de vino y dando gracias, se la dio, diciendo: «Beban todos, porque esta es mi sangre, la sangre de la Alianza, que es derramada por una muchedumbre, para el perdón de sus pecados»>> (cfr. Mateo 26, 26-28; Lucas 22, 15-20; 1 Corintios 11, 23-25). En la Iglesia universal hay diferentes ritos y diversas lenguas en que se viene haciendo presente, día a día desde hace 2.000 años y hasta el final de los tiempos, las palabras de la Última Cena. 

 

Salvando el núcleo que tal vez esté compuesto por ipsissima verba  (palabras que creemos con certeza que debieron ser pronunciadas por el propio Jesús en arameo), todo lo demás propio de la liturgia no ha caído del cielo sino que es elaboración de hombres, esto es, fruto de la Tradición y del Magisterio. Entonces así las cosas, ¿por qué desde esos círculos se considera que la misa tridentina o misa de san Pío V es inamovible, intocable, irreformable, inmutable, como caída del cielo, y la misa de san Pablo VI es una misa inventada? ¿Es que el hecho de que la misa Vetus Ordo en efecto exprese de manera más solemne, devota y ceremoniosa el misterio pascual es lo que la hace sacramentalmente verdadera y, por contra, a la misa Novus Ordo la hace sacramentalmente inválida, discutible, despreciable, protestantizante…? ¿Es que la consagración depende de las rúbricas o de decir las palabras consagratorias en latín? Pero entonces, por esta misma regla de tres las celebraciones eucarísticas de la Divina Liturgia de los hermanos ortodoxos (tan apofáticas, solemnes, ceremoniosas, toda llenas de rúbricas), ¡serían la mar de verdaderas justamente por su bellísima solemnidad!

 

Tercera. En Youtube he escuchado una larga docena de charlas del padre Boniface, de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, actualmente en Costa Rica. Qué bueno es este cura, qué valiente, ¡si hasta parece simpático, cercano, afable, como un abuelete, dicho cariñosamente! Desde luego, si hubiera muchos curas como este en la Iglesia universal; si hubiera más curas como el padre Luis Toro (la bestia negra de los protestantes o embangélicos, como graciosamente los llama él mismo); si hubiera más curas en la Iglesia de Cristo como mosén Custodio Ballester; si hubiera más curas como no pocos cuyo ejemplar testimonio de vida no es descrito en los grandes medios de comunicación… Porque sobre todo predica la doctrina católica en plenitud el padre Boniface. 

 

Como hacían los curas de antes en la Iglesia de Cristo, cuando se hablaba de la necesidad de la fe católica para la salvación, de la necesidad de la confesión para comulgar en gracia, de la necesidad de estar casados por la Iglesia para vivir con licitud moral el matrimonio, de la Iglesia católica como la única religión verdadera y necesaria para la salvación, de los últimos o los novísimos: muerte, juicio de Dios, cielo, purgatorio, infierno… 

 

Cuarta perplejidad. Este cura de la FSSPX me convence porque predica la verdad católica en su integridad.  Como trató de hacer el propio monseñor Lefebvre. Y si lo reconzco yo, que soy católico conciliar (católico de la Iglesia apóstata, como dicen contra la Iglesia los propios lefebvristas, y no digamos ls sedevacantistas, que son aún más extremos) y que he llegado a simpatizar durante lustros con signos propios del ala progresista de la Iglesia (por ejemplo, con un cierto feminismo de jóvenes religiosas vestidas sin hábito, a lo más con una sencilla cruz al cuello, y con las que uno pudo llegar amistosamente a compartir cafés en los recreos en facultades teológicas)¿por qué entre amplios sectores del lefebvrismo y el sedevacantismo hay tanta enemistad, tantas malas palabras de unos contra otros, tanta división en grupúsculos, especialmente espetadas esas tristes palabras por los sedevacantistas contra los lefebvristas? ¡Si hasta se lanzan anatemas los unos a los otros, insultos, calumnias e injurias faltos totalmente de caridad cristiana!  Hasta el punto de que no me parece un buen ejemplo de fraternidad cristiana todo ello.

 

Quinta perplejidad. Para mí hoy por hoy la voz de la FSSPX es la voz del padre Boniface, a quien estoy siguiendo luego de haber escuchado lo menos un total de 50 vídeos de Youtube, en los últimos meses, entre los del padre Luis Toro, los de Adoración y Liberación, los de César para Jesucristo, los de QNTLC («Que no te lo cuenten», administrado por el joven sacerdote e historiador argentino Javier Olivera Ravasi), y varios más de canales cuyos responsables han de perdonar que ahora no los acabe citando. Así las cosas, comparto de buena gana las críticas y los lamentos del bueno del padre Boniface al paganismo de nuestro tiempo, al relativismo, a la desvergüenza de un mundo descristianizado… Vale. Pero entonces, padre Boniface, ¿qué hacemos con la llamada canción de autor o canción protesta, conformada, hoy como ayer, por un 99 por ciento de comunistas, filocomunistas, feministas, filofeministas, laicistas, librepensadores, izquierdistas varios…? ¿Y con el cine de toda época y lugar? Con un título como Te doy mis ojos, por ejemplo, de Icíar Ballaín (producción española, 2003), en que aparece integralmente desnuda, en una impresionante secuencia final de abuso machista, una espléndida Laia Marrull de 30 años, ¿qué hacemos? Lo fácil sería condenar, expurgar las escenas tórridas, vale, pero… 

 

Aclaro: mis referencias a la canción protesta, el cine y la cultura secular, me gustaría que no fuesen tomadas como una «meada fuera del tiesto». Porque la intención con que hago tales referencias considero que aparecerá como muy clara si recuerdo ahora que una de las motivaciones nucleares del Concilio Vaticano II -que toda la familia tradicionalista integrista rechaza, ni que decirlo habría, que ya se sabe rotundamente- fue el diálogo con el mundo, la apertura, el diálogo con la cultura secular, el aggionarmento. Entonces, la nueva evangelización ¿qué tipo de mirada exigiría a la cultura secular de nuestro tiempo?

 

Vamos con una sexta. Como salta a la vista, no hay sino abundancia de perplejidades en estos asuntos. Verbigracia, P. Boniface, ustedes desde la FSSPX consideran que los tradicionalistas de la FSSP (Fraternidad Sacerdotal San Pedro, por ejemplo, y varias más asociaciones de tradicionalistas en comunión con la Santa Sede) son unos falsos tradicionalistas porque, a cambio de que Roma les mantenga sin problemas la posibilidad de celebrar la misa tridentina, han traicionado todas las enmiendas, críticas y reservas de la FSSPX hacia la Iglesia conciliar a base de aceptar la autoridad de la Roma apóstata y de su Conciliábulo* Vaticano II. De modo que en todo este fregado nos encontramos con la rama de los sedevacantistas -que me figuro que tampoco estarán entre sí del todo bien avenidos-, quienes descalifican a los lefebvristas, y estos últimos, a su vez, descalifican a los dizque falsos tradicionalistas de la FSSP.

 

Produce tristeza todo esto, ¡tantísima división! Esto es: produce desconsuelo, perplejidad… Porque ahora en que había empezado a darme cabal cuenta de que los sectores más laicistas o ultraprogresistas del catolicismo (los Hans Küng, Juan Masià Clavel SJ, Juan José Tamayo y resto de adalides del progresismo eclesial) no despiertan en mí casi que ningún interés, porque son todos ellos responsables máximos de la debacle eclesial actual, de haber vaciado los templos, etcétera, ¡desde las filas del tradicionalismo católico integrista o disidente hay un desconcierto tal de voces, hay tanto nido de víboras…!

 

De suerte que en todo momento no podemos despachar a la ligera la pregunta nuclear. A saber: ante la innegable crisis de apostasía que sufre la Iglesia actualmente, ¿dónde nos situamos? Ya he confesado que mi convicción sigue siendo situarme en la Iglesia universal, como indigno hijo suyo, cum Petro et sub Petro. Solo que a menudo experimento que el actual sucesor de Pedro, más que confirmarme en la fe según el mandato de Cristo Jesús el Señor (cfr. Lucas 22, 31-32), no raramente induce a la ambigüedad y a la confusión, por razones que solo Dios conoce y que, por ende, no me compete a mí en modo alguno juzgar. Y sobre todo experimento que entre los ministros ordenados sobreabunda la desgana, el relativismo, la mentalidad mundana, el aburguesamiento; en definitiva, la tenebrosa apostasía que nos invade por doquier.

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Y vamos con la séptima y última perplejidad. Retomando el post hoc, ergo propter hoc («después de eso, y por lo tanto causado por él»), con que titulamos este escrito, ¿cómo cabe entender la sistemática afirmación que se hace desde el tradicionalismo integrista o disidente que postula que es culpa del Concilio Vaticano II el vaciamiento de los templos? Si hoy por hoy la inmensa mayoría de los bautizados católicos mayores de setenta años han dejado particularmente de asistir a misa y en general de participar en la vida espiritual de la Iglesia, ¿esta debacle también es culpa del Vaticano II o es más bien signo de que estas personas, que recibieron gran parte de su formación catequética antes del concilio convocado por Juan XXIII y clausurado por Pablo VI, en verdad no alcanzaron nunca una sólida formación doctrinal ni vivieron una experiencia de conversión a Cristo y a su Iglesia?

 

Concluyo: toda la familia católica del integrismo disidente convendrá conmigo en que la voluntad de Cristo está muy clara en Mateo 16, 13-20: la llamada confesión de Pedro («Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia»…), reflejada también en Marcos 8, 11, en Lucas 11, 16; 12, 54. Ellos como yo (simple seglar de a pie, y no es falsa modestia esta confesión) creen en el primado de Pedro. La diferencia está en que los unos (los lefebvristas) están convencidos de que los papas desde Juan XXIII hasta Francisco han sido todos sin excepción herejes; los otros (los de la familia sedevacantista), convencidos de que además de herejes, son antipapas: de ahí la vacancia de la sede del sucesor de Pedro. 

 

Luego lo de la misa es una obviedad: la misa Novus Ordo comúnmente es una misa «gris, como trillada, poco ceremoniosa, poco solemne»; frente a ella, la misa tridentina o Novus Ordo es mucho más ceremoniosa, llena de rúbricas, más centrada en la adoración del misterio eucarístico (y de paso menos centrada que la Novus Ordo en la centralidad de la Sagrada Escritura). Esto es obvio y para mí no ofrece ningún problema, porque en todo caso me alineo con el papa emérito Benedicto XVI: «Ambas formas, la ordinaria y la extraordinaria, son las dos formas del mismo rito, y ambas son legítimas».

 

Y tanto. Como que también creo esto: las críticas a la vulgaridad de la misa Novus Ordo provenientes del tradicionalismo integrista o disidente me siguen pareciendo un tanto exageradas e irrespetuosas. Particular que ilustro con una anécdota: a veces me acompaña a la misa dominical que celebra en mi tierra una comunidad de benedictinos un total de cinco personas amigas. Salvo una de ellas, las cuatro restantes no son católicas practicantes. Y las cinco han asistido varias veces también los domingos a la misa Vetus Ordo que se celebra en nuestra ciudad. Pues bien, estas cinco personas, unánimemente, lo tienen claro: les resulta más emotiva, bella, ceremoniosa, espiritual y edificante la que celebran los monjes, que es Novus Ordo, que la que celebra un fraile franciscano los domingos al mediodía, que es Vetus Ordo. La dominical de los benedictinos dura entre 75 y 80 minutos; la dominical y Vetus Ordo que celebra el fraile franciscano, en torno a los 45-50 minutos. 

 

 

Postdata

 

La Iglesia sufre una crisis que amenaza con despellejarla viva. Crisis doctrinal, litúrgica, disciplinar… Sigo con vivo interés las voces de alarma que está encendiendo en los últimos tiempos una personalidad como el arzobispo italiano Carlo Maria Viganó, a las que se suman las no tan radicales voces de otros destacados eclesiásticos como Atanasio Schneider, no tan radicalizadas pero sí muy críticas para con el Vaticano II. Las de uno y otro se suman a las ya consabidas de los tradicionalistas disidentes que, desde hace casi 60 años, vienen poniendo el grito en el cielo sobre la debacle eclesial que, según ellos, ha ocasionado el Concilio Vaticano II.

 

Estando en esto (luego de haber escuchado varias docenas de entre todos los vídeos del venezolano padre Luis Toro subidos a Youtube; luego de haber leído un puñado de artículos de monseñor Viganó y de monseñor Atanasio; luego de haber escuchado un total de docenas de vídeos del Dr. Antonio Caponnetto, del canal César para Jesucristo, del canal Adoración y Liberación, y un largo etcétera de publicaciones cuyos autores me disculparán que no los cite), por mero azar me tropiezo con una conferencia sobre Martín Lutero impartida hace algunos años por el filósofo y teólogo Manuel Fraijó.

 

Oficialmente exjesuita, excura, pero aún jesuita de corazón, dicen que hombre afable y bueno, y particularmente sabio en estos asuntos de filosofía de la religión, ecumenismo y diálogo interreligioso, ¿tiene más razón o menos, en su muy elogiosa valoración de Martín Lutero, que la que tiene la valoración que le merece el exmonje agustino al historiador español Alberto Bárcena?

 

¿En qué quedamos? La beata y fundadora María Serafina Micheli (1849-1911) tuvo una visión en la que vio a Martín Lutero en el infierno. La Iglesia universal, ni que decir que no obliga a creer en esa visión particular de la beata, de suerte que la Iglesia es prudente, sabia y maestra, y no se pronuncia asegurando que una persona en particular es seguro que está en el infierno, por más probable que sea que el infierno no esté vacío, en contra del tan traído como llevado parecer del genial Hans Urs von Balthasar: «Creo en el infierno, aunque confío en que esté vacío». 

 

Solo que Martín Lutero metió tijera en el depósito de la doctrina de la fe; desgajó la unidad de la Iglesia; y con sus intuiciones o concepciones sin base bíblica de sola scriptura, sola fide, sola gracia («solo la Escritura, solo la fe y solo la gracia como fuentes para el seguimiento de Cristo»), es indubitablemente el padre espiritual de los cientos y cientos de sectas y grupúsculos cristianos que por nuestro mundo de Dios van reproduciéndose y creciendo como esporas. Grupos y grupúsculos sin ninguna autoridad apostólica y sin deseo de trabajar a favor de la unidad eclesial querida por Cristo (como que carecen de legítima autoridad apostólica, puesto que no entroncan con la fe apostólica), a cuál más anticatólico, alucinado, calumnioso, manipulador de la verdad, sectario, antibíblico, anticrístico…

 

¡Y los muy necios y sectarios y hasta malévolos se atreven a afirmar que la Iglesia católica es la que carece de legítima autoridad apostólica! ¡Y los muy rebenques van presumiendo que creen en Cristo cuando en verdad lo niegan o siquiera lo desfiguran! Con la consecuencia que esto comporta: el impedir la unidad de todos los cristianos en una sola Iglesia, bajo un solo pastor (justamente, el sucesor de Pedro), con una sola fe, con un solo bautismo: cfr. Efesios 4, 5-7.

 

Todo este caos doctrinal y particularmente este cúmulo de herejías de factura sectaria, bondadoso, dilecto y sabio Manuel Fraijó, se lo debemos a Martín Lutero con su exhortación a operar de la Sagrada Escritura según el libre examen de cada cual, al margen de la batuta o guía del Magisterio, según la voluntad de Cristo: cfr. Lucas 22, 32. Aunque cierto que no obstante lo que venimos diciendo, ni que reconocer habría que, más allá de la visión de la beata María Serafina Micheli, la personalidad de Martín Lutero es poliédrica, compleja, llena de luces y sombras, trigo y cizaña, pecado y virtud… En su reflexión sobre las Sagradas Escrituras, no poco genial para muchos, con vistas a la reforma de la Iglesia acertó en este aspecto y en aquel otro (verbigracia, la centralidad de las Sagradas Escrituras en la vida de la Iglesia, etcétera), solo que es indudable que causó más daño que bien; indudable, ni que decirlo, para mí, a mi juicio de simple seglar católico, aficionado que soy a estos asuntos.

 

De modo que desde mi perspectiva de análisis -acabo-, la urgentísima sanación de la Iglesia, enferma en la actualidad de una enfermedad llamada apostasía de la fe, no vendría de la sola centralidad de la Biblia en la vida de la Iglesia, como proponía Lutero y proponen hoy día todos sus herederos espirituales, entre los cuales, por cierto, abundan los secuaces y facinerosos (disfrazados de pastores y predicadores, carentes, como bien reconocemos, de toda autoridad apostólica venida del mismo Cristo); en todo caso, esa sanación necesaria habría de pasar por un triple retorno, por una triple centralidad. A saber: Tradición, Sagrada Escritura, Magisterio. Los tres lugares teológicos en que se fundamenta nuestra fe. 

Hoy como ayer. 

Autor

REDACCIÓN