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Gustavo Bueno simplifica al máximo las acepciones del término «Nación» en tres géneros como un orden de conceptos concatenados, susceptibles de ser clasificados: en primer lugar, estaría el género de las acepciones biológicas, la nación de las ovejas, por ejemplo, sus subgéneros como la nación de sus dientes. El segundo género de acepciones seria las derivadas del término etnia en su sentido más amplio, en el que subrayamos los contenidos sociales, culturales e históricos, sobre los estrictamente raciales. Dentro de este género tenemos la Nación étnica que es la especie más moderna. Se le puede llamar «Nación histórica», constatada ya a mediados del siglo XVI en España, y que se mantendrá viva durante los siglos XVII y XVIII. Muchos historiadores la interpretan como un término político, aunque Gustavo Bueno no está completamente de acuerdo con ello, siendo esta especie de género, las «Naciones Históricas», aunque puedan superponerse en extensión a la que es propia de determinadas ideas políticas, no constituyentes aún de un concepto político. La «Nación histórica», podría aproximarse a lo que entendemos ahora por sociedad civil, en cuanto contraposición de la «sociedad política», en cuyo ámbito aquélla se desenvuelve.

La Nación histórica, por tanto, va asociada a la «Patria», como lugar en que la Nación vive: se trata, por tanto, de una acepción «geográfica» de Nación.

La Nación histórica no es un concepto político porque ni siquiera sustituye al concepto de «pueblo».

El tercer género de acepciones del término Nación, las acepciones de la Nación política, significan una ruptura con el Antiguo Régimen, una ruptura que conocemos como la Gran Revolución. Esta ruptura implica concretamente la eliminación de las dos instituciones más características del Antiguo Régimen, las instituciones que expresaban la «distancia genérica» del significado de soberanía que es propia de este Régimen y del nuevo, el Trono y el Altar. Pues es preciso tener en cuenta que la Nación política brota precisamente a partir de la mutilación de estas dos instituciones constitutivas del Antiguo Régimen, mutilación que tuvo lugar además físicamente por medio de la guillotina. La Nación política es, según esto, un concepto republicano y laico, lo que no significa que ulteriormente estas características no se metamorfoseen de modo regresivo, pero dentro ya del nuevo régimen, tomando la forma de Monarquías constitucionales o de Naciones confesionalmente definidas.

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En cualquier caso, hay que decir que las dos especies del género «Nación Política» son las que se denominan «naciones canónicas», que son las originarias y las «naciones fraccionarias» que se forman o pretenden formarse a partir de la secesión, escisión o putrefacción de la nación canónica madre como pasa en España. El principio de la soberanía de la Nación no es un simple mito alternativo al principio de la «soberanía del Rey». Implica la posibilidad de realización de planes y programas políticos totalmente nuevos que rebasan el «corto plazo» y requieren un medio-largo plazo para llevarse a efecto como ha quedado comprobado en las Comunidades Vasca y Catalana en el caso de «naciones fraccionarias».

La Nación política es una república de ciudadanos y en ella reside la soberanía y, por tanto, la autonomía política genuina, que ya no recibe ordenes de carácter sobrenatural, sino que se autogobierna según las leyes soberanas de su propia razón.

La razón, por principio, se supone que ha de ser participada por todos los individuos humanos maduros capaces de llegar a ser ciudadanos, sin quedarse en su mera condición de hombres.

Por eso, la nación política es ella misma republicana, por estructura, por esencia, y es laica respecto de cualquier religión positiva: excluye el Trono y el Altar, es decir, representa la subversión total del Antiguo Régimen.

El periodo decisivo para las izquierdas españolas es el que transcurre entre la Constitución de 1876 y la Constitución de 1978, polarizada ahora en su forma menos radical hacia el federalismo, levantando la bandera del «principio de autodeterminación de los pueblos» y llegando con frecuencia a posiciones liquidacionistas de la Nación española.

El componente anti centralista del federalismo evolucionó muy pronto hacia el soberanismo proclamado en algunas partes de España, principalmente en Vascongadas y Cataluña. Sin embargo, ¿quién puede considerar como de izquierda el proyecto de los nacionalistas conservadores de ambas Comunidades? Así lo creen muchos de sus actuales cabezas visibles aplicando una definición meramente posicional de izquierda: «Es de izquierda todo aquello que se opone al franquismo». Mutatis mutandis, Cataluña.

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Es España la que suele ser evitada sistemáticamente en los debates y en las campañas electorales para no nombrar la soga en casa del ahorcado.

Pero me limitaré a formular una pregunta: ¿No es cierto que la izquierda, si bien encuentra grandes dificultades para fijar una definición de la unidad política de España en premisas doctrinales firmes, los encontrará insuperables para defender la posibilidad o la conveniencia de una balcanización o incluso de una federación de España desde premisas doctrinales de izquierda más o menos firmes?

Finalmente, tradicionalmente, se ha definido la república como la forma de gobernar de los países en los que el pueblo tiene la soberanía y facultad para el ejercicio del poder, aunque sea delegado por el pueblo soberano en gobernantes que elige de un modo u otro. En la práctica suele pensarse, aunque no es del todo cierto, que la forma de estado de un país es la monarquía si tiene rey, y república si no lo tiene. Lo cierto es que una república está fundamentada en el «imperio de la ley» y no en el «imperio de los hombres». Por tanto, y bajo este concepto de república, por oposición a los gobiernos injustos, como el despotismo o la tiranía, forma de gobierno regida por el interés común, la justicia y la igualdad. he de culminar este artículo con un

¡¡¡VIVA LA NACIÓN¡¡¡ ¡¡¡VIVA ESPAÑA¡¡¡ ¡¡¡VIVA EL REY¡¡¡ ¡¡¡VIVA LA REPÚBLICA¡¡¡

Autor

REDACCIÓN