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El antimilitarismo de la progresía es, como la mayor parte de las actitudes negativas, un implícito reconocimiento de la superioridad de aquello que se impugna. Nada ilustra mejor esta afirmación que el apresuramiento con que los antimilitaristas adoptan las formas y los modos más banalmente castrenses, en cuanto se ven en posición propicia para hacerlo.

A nosotros la literatura antimilitarista nos vino de fuera de las fronteras. Fueron en Alemania, Bilse; en Rusia, Tolstoy, en Suecia, Berta Sutner; en Francia, Descaves, Hermant, Lantoine, Zola, Rachilde, y otros que suministraron a las tesis antimilitaristas los más viles y los más falsos argumentos.

Entonces se empezó a conocer el tipo teratológico, patológico para entendernos, del militar antimilitarista. Los caminos abiertos a un adversario sagaz, para llegar hasta él son infinitos; el más fácil es, generalmente, lisonjear su vanidad. Hacerle imaginar que entre sus compañeros es el más inteligente porque es el que acierta a comprender las miserias de su profesión; sugerirle la idea de la superioridad intelectual que revela al sentirse incómodo y discrepante entre los suyos; excitar su imaginación hasta ponerle en trance de imaginar que produce argumentos nuevos, o, cuando menos, que aporta comprobaciones experimentales de los argumentos ya utilizados por otros.

De este modo, iniciado en los hasta entonces para ti inefables misterios, comienzas a murmurar de tus compañeros. Si, por ventura, sintieras turbada tu conciencia al hacerlo, no faltará quien te diga que censurar a un militar no es detraer a la milicia; a sabiendas, probablemente, de que, al decírselo, te engaña.

Pero si ha podido decirse que hablar mal de un médico es hablar mal de la Medicina, no hará falta mucha imaginación para añadir a las razones en que aquella busca apoyo, algunas más, y de mayor peso, que debieran inducir en todos los casos a la abstención de cualquier gratuito comentario peyorativo, o de la banal murmuración de este o de aquel soldado, en la generalización de empleos, sin aparente trascendencia.

Abstención, que no vale lo mismo que disimulo y tolerancia. Sino que como el militar tiene siempre abiertos los caminos para solicitar justicia, puede en todos los casos evitarse la incorrección de murmurar cumpliendo su deber de corregir por sí o de poner en conocimiento de quien pueda hacerlo, las inconveniencias de que tenga noticia.

Sin embargo, mientras que para defender la independencia y unidad de la Patria, el ser mismo de la Patria, es necesario un Ejército, es la peor de las torpezas cualquier intento de rebajar, o aún estimar en poco, las virtudes militares; como lo será, complacerse en las condecoraciones de la guerra y en el encarecimiento de sus dolores, dictadas siempre, no por un amor sincero a la paz, que jamás ha sido asegurada con un miedo a la guerra, sino por una malsana pasión de la que conviene guardarse.

Que al fin y al cabo, según Rivadeneira, en el Tratado de la religión y virtudes que debe tener el príncipe cristiano, «son los soldados los que amparan la Religión, los que dan brazo y fuerza a la justicia, los que mantienen la paz, reprimen al enemigo, castigan al facineroso y atrevido; debajo de su tutela y protección puede el labrador arar y sembrar su campo, y cultivar su viña y coger los frutos de la tierra y dormir sin sobresalto a la sombra de su higuera y de su vid, y el mercader navegar y proveer y enriquecer el reino, y la doncella guardar su castidad y la casada criar seguramente sus hijos, y el oficial trabajar, y el letrado estudiar, y el clérigo ocuparse quietamente en rezar, y el religioso en contemplar y alzar las manos al cielo, y el juez en hacer justicia y, finalmente, el Príncipe ser señor de sus estados.»

Autor

REDACCIÓN