22/11/2024 11:16
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Voy a desarrollar de forma palmaria dos ideas básicas respecto al conflicto nacionalista y la deslegitimación que hace el gobierno de su propio Estado. Primero, la distinción entre Estado de derecho y estado de guerra; y segundo, la relación entre estado de guerra y tregua. En ningún momento entraré directamente en comentarios referentes a la problemática jurídico penal o de responsabilidad política de las personas implicadas en la trama del proces o del MLNV, no es esta mi intención. Mí línea argumental me lleva más allá de los sujetos directamente implicados. Intento esclarecer en qué situación se encuentra el Estado español ante el fenómeno del nacionalismo excluyente, o, mejor hoy, ante el fenómeno dual nacional-plurinacional. La justificación de esta propuesta de reflexión desde la que parto está en la siguiente hipótesis: sospecho que el planteamiento inicial del problema de la violencia nacionalista en todos los aspectos y morfología ha sufrido un cambio notable de perspectiva con la constatación de la claudicación del Estado al margen del Estado de derecho, por segunda vez en 25 años, como ocurrió con los GAL en los años 90 con la implicación del Estado en la guerra sucia contra ETA, y como está ocurriendo ahora con el gobierno de Pedro Sánchez apoyado en minorías comunistas, nacionalistas y filo terroristas, al margen de las soluciones constitucionales puras, sin estirar hasta la quiebra la legalidad vigente.

 
Pues bien, en cuanto a la distinción entre el Estado de derecho y el estado de guerra, Bobbio, analista italiano del movimiento de las Brigadas Rojas italianas, dijo que le interesaban las reglas siguientes: cuándo, de qué manera, en qué medida y contra quién puede usarse la fuerza en un caso y en otro. El cuándo, en el Estado de derecho, viene dado por la ley (principio de legalidad); en el derecho de guerra, no hay regla, es el criterio de oportunidad el que marca el momento mejor cuantitativa o cualitativamente. La manera de ejercer esa fuerza también sufre una distinción considerable: en el Estado de derecho se opera a través del poder judicial (principio de culpabilidad, legalidad y contradicción); por contra, en el estado de guerra no hay más miramiento que la utilidad de la agresión. Como dice nuestro autor de referencia, la declaración de guerra como procedimiento tradicional de inicio del conflicto ha caído en desuso. En tercer lugar, la medida en el Estado de derecho la da de nuevo la ley, guiada por un criterio de proporcionalidad entre delito y pena, con todas las dudas que esta relación plantea; en la guerra es la muerte, no la proporción sino la desproporción.
 
Por último, la fuerza se puede usar en el Estado de derecho sólo contra el culpable, cada sujeto responde por sus propios actos y no por los demás; en el estado de guerra la violencia no pide culpables concretos, culpables son todos: el anónimo y abstracto enemigo (cualquiera que no está conmigo es un enemigo). El terrorismo y los nacionalismos excluyentes culminan esta lógica del estado de guerra con el exterminio de inocentes. Como se ve, se trata de dos lógicas de actuación completamente distintas, pero, por muy elementales que sean, como afirma Bobbio, para el caso italiano no se han tenido suficientemente en cuenta en el debate sobre la violencia. Y se pregunta, con cierta ironía, si es necesario para ver la diferencia, Estado de derecho versus estado de guerra y Estado despótico, haber pasado por la experiencia de una guerra civil como la que tuvo su generación que, también, la tuvo la generación que desarrolló nuestra Constitución y, por tanto, las reflexiones son, a mi juicio, perfectamente extrapolables al caso español.
 
La pregunta que procede a continuación es si estamos en el caso español ante una situación de guerra impuesta por los nacionalismos excluyentes y los comunistas contra el Estado de derecho constitucional. Aquí la prueba de fuego de un ordenamiento basado en el principio de la supremacía de la ley frente a la supremacía de la fuerza se produce cuando personas o grupos de personas declaran estar en guerra contra el Estado, sea cual fuere su forma. Que es justo la situación provocada y provocadora de los movimientos más o menos violentos en España, más o menos revolucionarios, con la aplicación de todo tipo de técnicas de persuasión a la población civil. Los actos de guerra de éstos, agresiones en personas tomadas como objetivos no por culpas individuales sino sólo en cuanto representan al «enemigo», producen un efecto perverso y muy tentador en muchas personas, que abogan la idea del estado de guerra por imposición unilateral de una parte y, en consecuencia, apoyan y justifican que el Estado responda a actos de guerra con actos de guerra. La prueba de fuego para el Estado democrático consiste en mantenerse en el Estado de derecho y «no dejarse envolver en un estado de guerra con ninguno de sus ciudadanos», respondiendo a los actos de guerra «reafirmando una vez más, solemnemente, las tablas de la ley, que son nuestra Constitución. La fidelidad obstinada y coherente a estas tablas de la ley es el único y último baluarte contra los dos males extremos del despotismo y de la guerra civil». La entrada en escena del GAL, como fórmula instrumental limitada de participación del Estado en la guerra, seguido de una claudicación del mismo Estado ante los nacionalismos que legitima en la actualidad a los filo terroristas que combatía antaño, trastoca todo este planteamiento y comporta el grave riesgo de legitimación y reconocimiento del «otro»: el enemigo. Constituye sencillamente la prueba evidente de que el Estado democrático español no ha superado su prueba de fuego. Se trata, en lo que duró, de un acto de guerra civil, el de los GAL, seguido, 25 años después, de una claudicación ante los enemigos de la democracia. Contra aquellos actos también protestaron los grupos revolucionarios, pero sin razón dice Bobbio-, porque «el que declara la guerra al Estado no tiene ningún derecho a pretender que el Estado no esté en guerra con él. Tienen derecho a pedir que el Estado no encienda una guerra contra aquellos de sus ciudadanos que no desean destruirlo».
 
Ciertamente, planteadas así las cosas, se puede estar tentado de cerrar aquí la reflexión y, sin más, reconocer la legitimación de los violentos y, a su vez, la deslegitimación del Estado, o al menos, si no se quiere ser tan radical, la crisis de legitimación del Estado democrático. Ahora bien, pese a lo reprobable de la situación, este proceso de sentido inverso que se ha producido, legitimación de uno y deslegitimación del otro, puede ser que contenga el germen resolutivo del problema de la violencia y de la imposición. Dicho de otro modo, se produce una relación de causalidad entre estado de guerra y tregua, la segunda idea que quiero desarrollar. La aproximación que se produce de esta manera entre los «contendientes» facilita la llegada a alguna parte. Incrementa las posibilidades de alcanzar una tregua, de desarrollar una negociación y de ilusionarnos a todos con el fin de una situación que, de continuar más tiempo, pudiera llegar a ser irresoluble. Esto último, la perpetuación del conflicto fue advertida hace algún tiempo por un buen conocedor de lo vasco como es Julio Caro Baroja. El enquistamiento social del problema es un caldo de cultivo propicio para la estructuración mafiosa de la sociedad vasca y catalana. Un terrible mal que puede afectar a ambas partes, como de hecho así ha ocurrido. En consecuencia, conviene ser extremadamente receptivo ante estos timbres de alarma porque está en juego la propia existencia de la sociedad civil.
 
Como se advierte fácilmente, el problema de fondo para alcanzar una solución de compromiso es una cuestión de legitimación. En este sentido nos dice Bobbio: «El terrorismo no es una novedad», pero la fuerza frente al Estado es una respuesta al tirano, al opresor o al extranjero que ocupa por derecho de conquista un territorio. El terrorismo contra la democracia, en todas sus formas, no sólo es terrorismo la acción violenta de los grupos armados, es un hecho nuevo que por atentar contra «un régimen democrático, aún débil e inestable» (referencia a la Italia de 1979, por tanto, no digamos de la España de 1996 y la de 2020) resulta infame y también insano, porque -como apuntaba antes refiriéndome a la sociedad civil- pone en peligro la libertad de todos.
 
Si la relación entre el Estado y los terroristas es una relación de guerra -dice Bobbio- hay que sacar todas las consecuencias. El derecho de guerra es un derecho entre iguales (o soberanos: formalmente iguales). La regla fundamental es la reciprocidad, lo permitido a uno de los contendientes está permitido al otro: «Planteado el problema en estos términos, no se logra esclarecer por qué los actos de violencia que cometen los terroristas contra el Estado y sus «siervos» no deberían ser lícitos para el Estado contra los terroristas». Quizás es en este contexto, pero lo digo con ciertas reservas, donde se pueden entender las polémicas declaraciones del verano pasado del tristemente desaparecido profesor Aranguren, un intelectual fuera de toda sospecha. Ahora bien, el estado de guerra civil no aparece sin más ante cualquier escaramuza bélica; sin duda es, debe ser, algo más. La situación ha venido precedida, como dice este autor italiano, por:
 
«La ruptura violenta de la organización nacional como consecuencia de un grave proceso de deslegitimación del ordenamiento vigente, y la formación de consistentes grupos armados que ocupan de manera estable una parte del territorio nacional. Un partido armado puede ser considerado un Estado en germen cuando, por lo menos embrionariamente, es un poder territorial que actúa al descubierto. Entre otras cosas, es impensable que pueda ser reconocido un grupo clandestino por amplio que sea en el sentido propio de la palabra. Para reconocer hay que conocer. No se llega a comprender en qué podría consistir el reconocimiento de gente que no se sabe quién es, vive clandestinamente, con nombres falsos, con documentos tomados de otras personas».
 
En este párrafo se nos dan las claves para la legitimación de unos, los violentos, frente al Estado, y el proceso inverso de deslegitimación de éste, que no haría sino aproximar las partes a un mismo nivel que permitiría el entendimiento: la tregua y la negociación. Ahora bien, no se está ante una crisis de legitimación del Estado si los partidos políticos constitucionales logran la adhesión de la mayoría de los ciudadanos. La pregunta que sigue no se hace esperar: ¿Cómo es de numerosa la parte de los ciudadanos que los terroristas y sus amigos creen representar para pretender que se los considere un verdadero «partido» armado?
 
A pesar de los errores políticos cometidos en la lucha antiterrorista y Estado como si estuviésemos en guerra civil quiere decir que se ha perdido el sentido de las proporciones; es pecar de megalomanía, tratar de sacar ventaja del estado de confusión mental en el que se vuelcan muchos jóvenes.
 
Si trasladamos estas reflexiones al caso español actual vemos que existen paralelismos, pero también algunas importantes diferencias que pueden hacernos llegar a conclusiones diferentes. En cuanto a la posible legitimación de los violentos en España la situación de partida es algo diferente. No se trata simplemente de un terrorismo de partido o de clase, sino, a la vez, de un terrorismo de caracteres nacionales. el mismo Bobbio hace una distinción en este sentido refiriéndose al terrorismo irlandés y palestino.
 
El doble componente, nacionalista y de clase, plantea al intérprete mayores problemas de ubicación, pero de estos dos elementos parece confirmarse que el de mayor peso específico es el primero, mientras el segundo se constituye más en un instrumento de las exigencias nacionalistas. Si es así, como todos sabemos, la gran mayoría del nacionalismo vasco y catalán no participa de los métodos violentos y reconoce la legitimidad del Estado democrático, sin perjuicio de la coincidencia en los fines.
 
Pero, a pesar de todo, el caso español, a diferencia del italiano, tiene la suficiente especificidad como para alcanzar otras conclusiones. Por un lado, que los «errores» políticos españoles (GAL en el caso específico vasco y legitimación posterior de conductas filo terroristas y separatistas en ambas regiones, ahora mismo con un perdón a los responsables de un golpe de estado) es de consideración. Ni que decir tiene que la recuperación de un mínimo grado de legitimación del Estado democrático español pasa necesariamente por la depuración de la responsabilidades políticas y jurídicas correspondientes, no sólo en beneficio de la propia posición negociadora, sino también desde un punto de vista más general, para cauterizar unas heridas y dar continuidad al Estado de derecho. Por otro, que, a pesar de lo reducido del nacionalismo beligerante, su consistencia y persistencia, unido a la coincidencia de fines con el nacionalismo no beligerante, han producido un efecto multiplicador. Por tanto, no es una situación tan desproporcionada como la italiana, no hay tanto pecado de megalomanía. Hoy resulta exigible a ambas partes un gran esfuerzo de aproximación: a unos, una tregua seria que se traslade a la sociedad; a otros, el desarrollo de fórmulas que medien para la paz como elecciones concretas, comisiones de asesoramiento, mesas redondas, etc. Como se ha dicho recientemente, cuando se negocia una paz es evidente que pudo pactarse antes.
 

Para terminar, en España se da la gran paradoja de que pese a pertenecer al grupo de los privilegiados estados nacionales clásicos, no aprovechamos en el siglo XIX el flujo de la Revolución Francesa para construir el Estado nacional democrático. El resultado de aquello fue un Estado Español plurinacional -que es la norma universal- cuyos particularismos centrífugos no son compensados por las orientaciones universalistas de valor del Estado de derecho y la democracia. Cuando finalmente, tras el régimen autoritario del Generalísimo, estas orientaciones universalistas llegan al Estado, nos encontramos con la difícil papeleta pendiente de compatibilizar éste con los movimientos autonomistas que él mismo engendra. Si la solución es de nuevo el sometimiento, «el Estado nacional se pone a sí mismo en contradicción con las premisas de autodeterminación a las que él mismo apela» (Habermas). Hay que entrar de lleno y desarrollar valientemente nuestro Estado de derecho como nueva identidad patriótica. Aquí radica la asunción de la tradición hispana y la esperanza de un proyecto de vida en común basado en la universalización de la democracia y de los derechos del hombre. Es lo que denomina Habermas el patriotismo de la Constitución, o el paso de la identidad nacional a la identidad postradicional que, en resumen y volviendo a los clásicos, no es otra cosa que el patriotismo de la República romana, el respeto a la ley por encima de todo.

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REDACCIÓN
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