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Poco a poco se van apagando los ecos del Caso Cantera, que, por ser fémina, tuvo mayor trascendencia que otros casos sangrantes de injustos a los militares profesionales que causan baja y no se les concede la pensión de retiro por lesiones en acto de servicio, pero en la retina de muchos permanecen las imágenes del tribunal militar que lo juzgó, con unos jueces y un fiscal visiblemente incómodos ante la circunstancia de tener que condenar a un teniente coronel. El simple hecho de que sean militares los que juzguen militares, sumado a la clara percepción de que, en ese juego de equilibrios que es el proceso, el peso de la jerarquía del acusado (y de algunos testigos que lo apoyaron) ha influido en el comportamiento del tribunal, y quizás determinado su decisión, trae o debería traer a la sociedad el debate sobre la existencia misma de la justicia militar.

¿Por qué existe una justicia militar diferenciada de la justicia ordinaria? ¿Quiénes son las personas que componen sus tribunales? ¿Son imparciales? ¿Qué conflictos conocen y por qué esos y no otros? ¿Hay garantías de que respeten rigurosamente los derechos procesales que exige la Constitución?

En España existe un régimen jurídico de la justicia militar, configurado como una jurisdicción especializada por razones del ámbito en que se ejerce (el castrense) y por el derecho específico que aplica (diversas normas específicas para lo militar). Desde 1987 (Ley 4/1987, de 15 de julio) la justicia militar se integra en el Poder Judicial único del Estado, de acuerdo con el principio de unidad jurisdiccional que exige el artículo 117.5 de la Constitución.

El origen de este «compartimento estanco» es histórico. La justicia entre militares nació con los ejércitos, con el objetivo de mantener un control férreo sobre sus miembros, y se mantuvo a lo largo de la historia con argumentos sostenidos en la singularidad de su organización (en la que disciplina y jerarquía son esenciales) y de sus funciones (la defensa del territorio y el uso de la fuerza). Partiendo de esta base resulta comprensible que triunfase la idea según la cual «quien manda debe juzgar», y que la jurisdicción militar se configurase como una justicia no judicial que aplicaba un derecho penal propio. La consolidación hacia principios del siglo XVIII de un ejército permanente no hizo sino fortalecer ese esquema, un esquema según el cual la justicia militar era competente (con vis atractiva en perjuicio de la justicia ordinaria) para conocer de todos aquellos casos que presentasen un «elemento militar», fuera éste subjetivo (personal militar), objetivo (materia sujeta al derecho penal militar) o espacial (en lugares militares).

La llegada del constitucionalismo y la configuración progresiva de los Estados de Derecho, sociales y democráticos comenzó a revertir la situación, es decir, a delimitar la justicia militar al ámbito estrictamente castrense. Ahora bien, esa voluntad transformadora encontró tanta resistencia por parte de los ejércitos, que hasta la Constitución de 1931 no se suprimió el triple criterio competencial (subjetivo, objetivo y territorial). Por lo demás, esta civilización de la Justicia duró poco, pues el régimen franquista devolvió a la jurisdicción militar su poder anterior a la República, un poder, corregido y aumentado, que había de ser coherente con la función de control social que se atribuyó a los ejércitos.

Tras la dictadura, la Constitución de 1978 tampoco consiguió (como sí sucedió en Alemania, Austria, Francia, Noruega, Holanda, Dinamarca…) deshacerse de la «peculiaridad institucional de los ejércitos». Así que tras proclamar en el art.117 que «el principio de unidad jurisdiccional es la base de la organización de los Tribunales«, a párrafo seguido admitió que la ley regulase «el ejercicio de la jurisdicción militar en el ámbito estrictamente castrense y en los supuestos de estado de sitio, de acuerdo con los principios de la Constitución». Es decir, se optó por mantener la posibilidad (bien es cierto que vía legislativa) de una justicia especial cuya justificación en un Estado democrático ya no era (ni es) tan clara. Dado el contexto de la Transición (en el que debe enmarcarse el difícil proceso de democratización de los ejércitos españoles), sólo en la segunda mitad de los ochenta comenzó a legislarse para adaptar la justicia militar a los principios constitucionales por los que había de regirse. A día de hoy los cambios han sido importantes (el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional consideran que la justicia militar en España se ajusta a los parámetros de la Constitución), pero todavía cabe plantear, aunque sea brevemente y a modo de planteamiento del debate, algunas preguntas y reflexiones.

¿Exige la singularidad del mundo militar, del «ámbito castrense», una jurisdicción propia?

Como se ha comentado antes, esa singularidad vendría definida, en primer lugar, por el aspecto organizativo y por la función propios de las Fuerzas Armadas. Desde esta perspectiva se plantea que la justicia castrense, así como el derecho penal militar propio, resultan esenciales para mantener la disciplina y la eficacia de las misiones atribuidas a los ejércitos. Argumentos que merecen una reflexión detenida, pero que de entrada resultan discutibles, ya que, de una parte, las faltas de disciplina u otros delitos cometidos por militares también pueden ser, además de contenidos en un Código Penal común, revisadas eficazmente por jueces ordinarios. Por otro lado, no queda claro en qué puede influir una jurisdicción común (siempre que sea eficiente) en el incumplimiento de las funciones militares.

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Por lo demás, y aunque es cierto que en los últimos años se ha ido reduciendo sus límites (en esa dirección han ido las decisiones tanto del Tribunal Supremo como del Constitucional), es evidente que todavía no queda del todo claro qué debe entenderse por «ámbito estrictamente castrense», pues, por ejemplo, resulta más que dudoso que un delito de acoso sexual o laboral (como el del Caso Cantera), o una falta de hurto en un cuartel, deban conocerse por la justicia militar y no por la ordinaria.

¿Hay garantías de que en la justicia militar se respeten rigurosamente los derechos procesales que exige la Constitución?

De entrada, los principios procesales constitucionales relativos a la legalidad de los delitos y faltas disciplinarias, la libertad personal, la publicidad, la oralidad, el derecho a la defensa y los derechos que de ella se derivan, la motivación de las sentencias, el derecho a un recurso… todos tienen fiel reflejo en las leyes militares (Ley Orgánica 13/1985, de 9 de diciembre, del Código Penal Militar, hoy derogada por el Código Penal Militar de 2015, Ley Orgánica 2/1989, de 13 de abril, Procesal Militar). Por ello debe deducirse que desde la perspectiva de la legalidad formal la garantía de esos derechos se cumple. Sin embargo, la eficacia de esa garantía está directamente relacionada con la respuesta a la siguiente pregunta.

¿Están garantizadas la independencia e imparcialidad de los jueces militares?

En el Estado de Derecho la función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado debe estar encomendada a un único conjunto de jueces, independientes e imparciales. Esa unidad jurisdiccional, establecida por unas normas de competencia y procedimentales previamente establecidas con carácter general por las leyes, se conecta directamente con la exigencia de independencia e imparcialidad, y es por ello que no caben manifestaciones de jurisdicción ajenas a ella.

Obviamente la justicia militar es una excepción admitida –no exigida, sino puesta a disposición del Legislador– por la Constitución, pero como toda excepción a la regla general, debe estar muy bien argumentada y muy bien delimitada. Más aún cuando se encuentran en juego derechos fundamentales de los ciudadanos, sean estos militares o civiles. En este sentido, cabe proponer dos reflexiones.

La primera de ellas tiene que ver con la necesidad de que los jueces (y los fiscales, ambos se extraen del Cuerpo Jurídico Militar) que conozcan los asuntos militares deban ser militares, un aspecto que se suele vincular a la necesidad de una «especial sensibilidad para la singularidad castrense». De entrada, no queda claro que esa «especial sensibilidad» tenga que ser algo positivo (¿deben tener los jueces mercantiles ‘sensibilidad’ por lo comercial, o es suficiente con que tengan formación jurídica para resolver los conflictos que en esta materia se les plantean?); al contrario, podría pensarse que esa ‘empatía’ esconde intereses corporativos, intereses habitualmente favorables a los más fuertes (a los mandos de más alto rango).

La segunda tiene que ver directamente con su independencia e imparcialidad. Ciertamente, la Ley establece que los miembros de los órganos judiciales militares serán independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la Ley. Su nombramiento, designación y cese se hará en la forma prevista en la Ley y no podrán ser separados, suspendidos, trasladados ni retirados, sino en los casos y con las garantías establecidas en las leyes. Además, si se consideran perturbados en su independencia, pueden ponerlo en conocimiento del Consejo General del Poder Judicial a través de la Sala de Gobierno del Tribunal Militar Central. A partir de aquí, una vez más puede afirmarse que, en este ámbito y desde una perspectiva formal, la justicia militar española cumple con los requerimientos básicos, tanto los constitucionales como los establecidos por la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos: necesidad de dedicación permanente de los jueces, formación jurídica de los mismos, etc.

Sin embargo, la realidad muestra que esas garantías formales en muchos casos no pueden superar los pecados inevitablemente vinculados a toda endogamia, también la militar: amistades forjadas en promociones, confianza y protección de los oficiales de más alto rango, desconfianza en quien denuncia, valor de los testigos y sus declaraciones según su posición jerárquica, temor a no obtener apoyos de los superiores para ascensos o traslados, declaraciones que se realizan más ante un superior jerárquico militar que ante un juez o un fiscal… Aunque en la mayoría de los casos estas circunstancias no pueden probarse, la verdad es que existen, y vierten dudas legítimas sobre el cumplimiento de la exigencia de que el tribunal o juez esté «subjetivamente libre de sesgos y prejuicios personales» (así, por ejemplo, el Tribunal Europeo de Derechos HumanosMorris vs Reino Unido).

En octubre de 2019, se produce un caso sangrante como muchos y que con carácter generalizado se dan en el Ejército: la negativa del MINISDEF a proporcionar un retiro digno a quienes han sufrido en sus carnes heridas de combate, accidentes laborales en acto de servicio o estrés postraumático por la dureza de las circunstancias en las que deben desarrollar el Servicio. Es normal que en vía administrativa se les niegue una pensión de clases pasivas por no estar catalogada la enfermedad con más de un 24% de discapacidad en el peritaje militar bajo un tribunal Miliatar a todas luces ilegal y falto de toda moral ya que los especialistas, si los hay, no son muchas veces de la disciplina que han de enjuiciar.

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Estrés que se suele producir como consecuencia de una lesión acaecida en acto de servicio; estres consecuencia de un trato poco digno por compañeros y Mandos por existir la mentalidad con carácter generalizado de que el personal de Tropa se escaquea por norma general en cuanto tiene la oportunidad. Si esto fuera así, mal, muy mal, fatal se ha realizado la profesionalización en los Ejércitos que tratan a los militares profesionales como reclutas mal incorporados.

A Agustín Fariña el Tribunal Militar Territorial Quinto le juzgó dos veces por los delitos de denuncia falsa e insulto contra sus antiguos superiores en la Unidad del Cuartel General del Mando de Canarias. Le pedían dos años de cárcel por el primero de esos delitos y uno más por el segundo.

No fue hasta el año 2014 cuando comenzaron sus problemas. «Fue en las pruebas físicas anuales. Llevaba casi 15 años en el Ejército, siempre en Tenerife. En la carrera de fondo, 6 kilómetros campo a través».

Agustín se lesionó la rodilla en esa prueba y después de la baja, no muy prolongada, regresó a su puesto con la condición de que realizase tareas que no requiriesen demasiado esfuerzo físico. Dice el exmilitar que fue a raíz de aquella situación, cuando sus jefes vieron que no podía desempeñar las mismas tareas que el resto, cuando comenzaron a acosarle. 

Fariña terminó denunciando a quienes presuntamente le estaban acosando porque le acusaban de robar, le exigían que se hiciera test de drogas e incluso le habrían instado a que se fuera de nuevo de baja. El juez pidió a los denunciados los antecedentes médicos del entonces soldado. La justicia militar acabó archivando su caso y, en contrapartida, investigándole a él por haber interpuesto una denuncia falsa contra sus superiores. 

Hace dos años la justicia le absolvió. En la sentencia, el tribunal refrendaba que los hechos que Fariña denunciaba eran verdad y que no había incurrido en ninguna denuncia falsa. Para cuando había ganado ambos casos, en 2019, ya no estaba en las filas del Ejército. Su expulsión se produjo el año anterior, en septiembre del 2018, aduciendo la pérdida de condiciones psicofísicas.

En 2016, un médico psiquiatra del Hospital de Santa Cruz de Tenerife realizó varios informes clínico-periciales en los que describía la situación en la que se encontraba el soldado Fariña, argumentando en ellos que «su evolución ha empeorado». Describía el galeno «vivencias depresivas» y un «componente fóbico» que le impedían reincorporarse al servicio.

El psiquiatra lo atribuía en sus informes a que todo era producto «de un Trastorno de Estrés postraumático secundario al acoso en su trabajo», y recomendaba por ello que se declarase «su invalidez para el desarrollo profesional.

La sentencia, sin embargo, desligaba el acoso de la situación psiquiátrica de Fariña recurriendo al siguiente argumento. Lo contaba hace dos años el diario El País: «En ningún caso el comportamiento, incluso el delictivo, pueda dar lugar a calificar una enfermedad como adquirida en acto de servicio, porque si hay algo totalmente ajeno a los deberes de un militar son las conductas de acoso moral«.

Es del todo injustificable que sean médicos militares, que son parte en el procedimiento, los que periten los casos y que estos no contemplen los peritajes de los Tribunales médicos de la Seguridad Social, realmente independientes y realizados por médicos especialistas en las dolencias de este personal.

Concluyendo. Incorporadas plenamente las Fuerzas Armadas al siglo XXI, y en tiempos de paz, resulta discutible que argumentos de carácter organizativo y funcional justifiquen la configuración de una justicia militar separada de la justicia ordinaria, incluyendo la justicia en el ámbito administrativo y todo lo que ella conlleva. En realidad, es posible que el objetivo de dichas explicaciones sobre la singularidad castrense sea en algunos casos el de mantener un grado de autonomía poco compatible con el orden constitucional, antes que el de garantizar el buen orden y funcionamiento de los ejércitos.

La justicia debe ser absolutamente igual para todos, y solo argumentos muy poderosos pueden matizar o explicar desviaciones de ese principio. Sobre todo, cuando con esa desviación se pone en juego algo tan esencial para los ciudadanos –sean estos militares o civiles– como el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva.

Autor

REDACCIÓN