26/05/2025 05:23

Nada hay más previsible que un conflicto que se alimenta, no ya del odio, sino de la pereza intelectual. El drama entre Israel y Palestina no es solo una guerra territorial, ni siquiera una disputa religiosa, aunque se vista a menudo con túnicas divinas. Es, sobre todo, el resultado de una negativa sistemática a pensar en términos de humanidad. Y eso, a la larga, se paga.

Se paga con muertos, con niños enterrados bajo los escombros, con generaciones educadas en el rencor. Y con un Occidente moralmente rendido, que observa y pontifica desde la cómoda distancia del cinismo.
Por muy diferentes que sean de nosotros, los pueblos enfrentados no son de otro mundo. Son personas. Comerciantes, padres, hijas, músicos, fanáticos, escépticos, agricultores. Que algunos de ellos se maten entre sí no justifica condenarlos a una guerra perpetua. No hay herencia, ni religión, ni Historia que haga de la violencia una virtud.
Lo más peligroso del conflicto entre Israel y Palestina es que se ha convertido en una especie de religión, sin dioses pero con dogmas: la fantasía bélica como religión laica. Cada bando tiene su martirologio, su mitología, su lista de agravios. Y, como suele ocurrir con las religiones, el pensamiento libre es un crimen.
Lo escandaloso no es que haya fanáticos -los hay y ha habido en todos los pueblos y épocas-, sino que se les haya entregado a ellos el monopolio del discurso mientras quienes plantean soluciones racionales son acusados de traidores, de ingenuos o de imperialistas, dependiendo del idioma que hablen.
La solución, aunque impopular entre los vociferantes de ambos lados, sigue siendo de una elegancia insoportable: elegir entre tener dos Estados o Dos cementerios. Uno judío, y otro palestino. Ambos reconocidos. Ambos imperfectos. Ambos obligados a convivir, no por amor, sino por necesidad. ¿Idealista? En absoluto. Es puro pragmatismo. La política de la convivencia frente a la necrofilia de los dogmas.
Jerusalén, que ha sido cuna de tantos profetas como de matanzas puede, y debe, ser compartida como lo son el aire, el agua, el tiempo. Pretender que pertenece a uno solo es como discutir quién tiene la propiedad del sol al atardecer.
La memoria no puede convertirse en una trinchera desde la cual se dispara. El Holocausto no justifica una ocupación permanente, pero tampoco el sufrimiento palestino justifica el terrorismo ni la destrucción de Israel. La memoria debe ser leída, no adorada, porque quien adora el pasado lo convierte en su propia prisión.
¿Dónde están los líderes capaces de reconocer eso? ¿Dónde los intelectuales que no vivan del aplauso fácil? Es más cómodo gritar «Resistencia» o «Defensa propia» que sentarse a negociar con el enemigo humano, pero la civilización comienza donde se acaba el instinto.
Hablar de paz hoy es una forma de herejía. En un mundo donde las redes sociales premian el odio rápido y la superioridad moral, proponer que dos pueblos cansados deberían repartirse el terreno y dejar de matarse suena revolucionario. Pero para eso estamos los liberales. Los revolucionarios de verdad no son los que enarbolan banderas de sangre: son los que se atreven a decir «Ya basta». Nadie gana en una guerra perpetua, excepto los que venden armas y los que se lucran con el resentimiento.
La paz entre Israel y Palestina no es un sueño ingenuo. Es una necesidad urgente. Será un acuerdo incómodo, lleno de imperfecciones, como toda forma adulta de convivencia, pero una paz imperfecta siempre será mejor que la perpetuación del horror, mejor que seguir enterrando generaciones enteras en nombre de una pureza que solo existe en los discursos de los iluminados.

Autor

Yolanda Cabezuelo Arenas
Yolanda Cabezuelo Arenas
Articulista en ÑTV
Colaboradora de Las Nueve Musas, Ars Creatio, y ESdiario
Autora de la novela "La cala de San Antonio"
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