Las nuevas conquistas del hombre europeo y, más allá, del hombre occidental, han significado el abandono de aspiraciones muy arraigadas. En el apogeo medieval las preocupaciones se hallaban orientadas hacia un sobrenaturalismo religioso. Posteriormente, el Renacimiento, primero, y la Ilustración, después, lo transformaron en un secularismo naturalista y cientifista en el que, sin embargo, la realidad todavía estaba teñida de dimensión humana, en el que toda manifestación social y artística estaba concebida no obstante a la medida del hombre y de su percepción del ámbito inmediato en el que se veía envuelto.
Pero, tras la SGM, ese secularismo y cientifismo que aún reconciliaba al individuo con sus posibilidades de conocimiento metafísico, se ha radicalizado, impidiéndole, a su vez, desarrollar su religiosidad y, en consecuencia, privándole de toda secreta esperanza en cuanto a superar sus propios límites naturales, esperanza íntima que siempre ha sido una característica de la psicología humana.
Después de los dos desastres bélicos mundiales del pasado siglo y ante el poder destructivo de las nuevas armas que los descubrimientos científicos ponían al alcance de los Gobiernos con investigación más avanzada, las fortunas más todopoderosas del planeta, espantadas ante la posibilidad de perder sus universales privilegios por fanatismos y decisiones más o menos arbitrarias de jefes incontrolados, decidieron ponerse ellos mismos al mando de Occidente, ya que no de todo el globo terrestre. Y su decisión parió el Imperio Globalista, el Nuevo Orden Mundial, con todas sus terribles derivaciones, como estamos viendo.
De este modo, la certidumbre que ofrecía la rígida estructuración de los planos de la realidad -temporal e intemporal- con su promesa de una vida mejor después de la muerte y de salvación eterna se ha roto, al parecer, de manera irreparable. Y la idea de una armonía inteligible y trascendente ha sido sustituida por la exaltación de la materia y la percusión engañosa o confusa, pero inquebrantable, de datos empíricos o de fenómenos creados artificialmente que ni siquiera la propaganda mediática interesada en el proceso ni la paciente labor del tiempo, siempre imprevisible, lograrán integrar.
Esta situación ha planteado al intelectual genuino y a la masa crítica, primero, una duda inquietante acerca de la solidez y del carácter sustancial de la existencia; y después, un rechazo absoluto, pues aceptar esta vida como algo finito supone abandonar todas las raíces y entregarse a un sueño, o peor, a una pesadilla. Este reordenamiento social ha conducido al escepticismo de unos y al desengaño de otros y a la estupefacción de los más. En última instancia el secularismo y el cientifismo, en manos de los amos plutócratas, han consolidado un orden fantasmal, es decir, antinatural; el engaño de las apariencias ha obrado contra el sentido más recóndito de la realidad.
Ante la imposición y más tarde afianzamiento de equívoco tan nocivo, sólo la locura puede explicar lo sucedido. Y aun la locura misma ha alcanzado un valor ambiguo, como el lenguaje: para unos es locura el nuevo pensamiento; para otros, es preferible dejar la impresión de locura, en vez de someterse a la nueva y engañosa sensatez o corrección. De ahí que estos sean tiempos de nuevos Quijotes o de nuevos Hamlet, que buscan la verdad a través de la demencia o, dicho con expresiones actuales, el pensamiento razonable a través del pensamiento oficial o único. Ahora el sabio, el crítico, lo será en la medida en que haya renunciado a la nueva visión del mundo que imponen los psicópatas.
Como resultado de esta atmósfera de crisis, se ha desencadenado una suerte de antiindividualismo o antihumanismo, reflejado en un buenismo, una impostada atención a la convivencia y al diálogo que testimonian la envoltura hipócrita de una sociedad desgarrada y angustiada, aunque con apariencias de solidaridad y socialización. Sin embargo, la diversidad y extensión de los problemas que padece han suscitado divisiones y conflictos personales, familiares y sociales, así como paradojas existenciales, conllevando la descomposición más o menos visible de la sociedad. La inquietud y la alarma provocadas por el proceso, mezcladas de nostalgia por la pérdida del modelo de vida anterior, ha calado, sin embargo, sólo en la parte más avisada de la ciudadanía, que es la que echa de menos la reconstitución de un compromiso estable entre lo secular y lo religioso.
Hasta donde alcanza su mirada, esos ciudadanos más críticos constatan que todas las instituciones -españolas y europeas– se hallan tomadas por el NOM y sus sicarios. El curioso -hipócrita- deseo de felicidad para su prójimo, así como la singular generosidad y clemencia de los nuevos déspotas, los llevan a perdonar a veces la cabeza de sus semejantes para destruir siempre su libertad, su propiedad privada y su corazón.
Con la confusión globalista la situación de crisis -material y moral- va siendo absoluta. Esto produce, como en la época barroca, un pesimismo que todo lo envuelve y que lleva al desengaño: el hombre desconfía del hombre -sobre todo de sus dirigentes- y se acostumbra a vivir maliciando y recelando. La existencia vuelve a entenderse como una lucha y ello nos aboca a la recreación del verso de Plauto: «homo homini lupus», «el hombre es lobo para el hombre». El mundo fabricado por los nuevos demiurgos se presenta como algo antinatural e incomprensible y el ciudadano trata de olvidar su desesperanza mediante un «carpe diem» hedonista.
Pero en algo sustancial difiere esta época de la barroca y es que al contrario que en aquella, en la actualidad no sólo ha dejado de valorarse lo intemporal y trascendente, sino que se ha eliminado, con lo cual, sin la poderosa fuerza espiritual que lo invita a ascender, al sujeto de hoy sólo le queda el impulso hacia los infiernos y hacia la auto aniquilación, porque nada le retiene en esta vida al haber perdido todo referente, es decir, las raíces. De ahí que a la cultura tanática haya que añadir la estética del «feísmo», la inclinación hacia lo degradado y lo desagradable, apelando a la sordidez y a los sentidos y buscando siempre atraer la atención, sorprendiendo e impactando, e ignorando no sólo todo ascetismo y todo misticismo, sino incluso cualquier mínimo atisbo de religiosidad, de trascendencia.
Con jactancia coronada de ambición, los nuevos demiurgos y su patulea de sicarios quieren construir una nueva y omnipotente estructura con que juntar los cielos con su frente, aspirando a igualarse a la divinidad, algo que a la naturaleza ofende y que no aceptará. Esa conspiración plutocrática, esa nueva confusión de lenguas, costumbres y géneros, traerá sin duda otros diluvios y catástrofes a la humanidad. El orden natural de las cosas acabará desvaneciendo la soberbia de los Nembrot contemporáneos, aunque a costa de vidas y sufrimientos.
Y en eso estamos, en la aniquilación de esta tropa de locos ambiciosos y de sus tarados esbirros. Porque el objetivo prioritario de los líderes emergentes decididos a la regeneración occidental, aparte de alentar la resistencia y hacer del desafío a la vesania una actuación permanente, consiste en armonizar esa rebeldía y ese malestar sociales con las fuerzas de la naturaleza y con la religiosidad que de ellas emana. Sabedores de que, para oponerse con éxito a las leyes de la naturaleza, como quieren los Señores Oscuros, se necesitan fuerzas sobrehumanas, de las que carecen a pesar de sus inmensas fortunas.
Autor
- Madrid (1945) Poeta, crítico, articulista y narrador, ha obtenido con sus libros numerosos premios de poesía de alcance internacional y ha sido incluido en varias antologías. Sus colaboraciones periodísticas, poéticas y críticas se han dispersado por diversas publicaciones de España y América.
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El problema, bueno uno de ellos, es que las gentes de los diferentes paises ni pinchan no cortan y les imponen medidas contrarias a sus intereses vitales sin que puedan defenderse.
Por eso están descapitalizando las patrias a favor de un gobierno unico que ordene y mande